¿LO ESCUCHAN? ES EL RUIDO DE LAS BOLLERAS TOMANDO LAS CALLES
POSTPOTORRAS
Hace unos días,
mientras dos señoras pasaban la mopa, cuatro señoros pasaban el rato. Aparece
el bolsillo mágico de Albert Doraemon, Pablo Iglesias VUELVE en formato
audiolibro de la Carta Magna, se pilla antes a Pablo Casado que a un mentiroso
y Pedro Sánchez da lecciones de feminismo mientras se dirige solo al señor
Vallés (la señora Pastor, a pastar con las de la mopa).
Cuatro varones
cisheterosexuales euroblancos y sin diversidad funcional. Por un momento, hemos
dudado seriamente de si se trataba de un concurso de privilegios o era un
debate electoral. ¿Lo escuchan? Es el silencio postpotorro de las que no nos
sentimos representadas porque nuestras disidencias no caben en sus urnas. Sin
ánimo de caer en una metonimia oportunista de considerar al líder por el
partido o sugerir que en este parchís electoral todas las fichas valen lo mismo
(hay colores que te comen a ti, a tus derechos y se cuentan veinte), es
inevitable atender a lo simbólico de los protagonistas de esta contienda
política.
En el Día de la
Visibilidad Lésbica y con las elecciones pisándonos la pluma, estas cuatro
mamarrachas desviadas conversamos al calorcito de la mesa camilla y al
fresquito del vermú sobre los nulos referentes bolleros con los que hemos
crecido, representaciones ausentes que vemos que se repiten en el tablero de
los “asuntos serios” de la política. Todavía recordamos cómo en nuestra
adolescencia éramos buscadoras profesionales de algún personaje bollo en
nuestras series y películas. Merecía la pena tragarse 200 capítulos de Hospital
Central por ver cuatro besos entre Maca y Esther, pareja que vivía
completamente ajena a la lesbofobia aunque estaba rodeada de heterosexualidad
en cada esquina. Y antes de que ninguna ola feminista nos golpease al más puro
estilo Rocío Jurado, buceábamos en Internet para descubrir un mundo de foros y
chats donde lo bollo se hacía real, a pesar de que en nuestras aulas lo bollo
continuase siendo Voldemort: lo que no debía ser nombrado a no ser que fuese en
forma de insulto.
Como provincianas
que somos, cuando escuchábamos hablar de Chueca sentíamos una especie de
susto-gusto. Susto por qué era aquello de lo que hablan en la tele como espacio
LGTB+ y gusto por sentir que había un espacio para nosotras. Terminado el
idilio, nuestras escasas experiencias en Chueca nos devolvían un panorama
desolador. El lugar que parecía recibirnos con los brazos abiertos nos daba la
bienvenida con puñales en las manos. Pretender consumir en cualquiera de sus
establecimientos era una sangría asegurada. Entrábamos en las míticas
discotecas y teníamos que buscar a las bolleras con lupa, porque hasta las que
en teoría eran “de chicas” estaban plagadas de gays (que no marikas) de los que
agradan hasta al PP. Y hablando de plagas, la de las terrazas en cada plaza.
Gentrificación era y es la palabra mágica: dígala tres veces y aparecerán por
generación espontánea una mesa y cuatro sillas alrededor. Lo cierto es que con
este panorama sentíamos que no encajábamos… ¿No se suponía que era aquel
“nuestro lugar”? ,¿cómo acomodarnos entre tanto pijerío?,¿cómo era posible
sentir en el hipotético espacio de seguridad las mismas miradas censoras que en
el patio del colegio?
Nuestros pelos,
nuestra pluma, nuestro mamarrachismo frente a dinámicas hipersexualizadas y sin
cuidados, donde ni siquiera podíamos encarnar el deseo en este exigente
mercado. Chueca es un triste espejismo de lo que fue en su momento. La única
diversidad que impera en sus calles es la de las modalidades de pago de sus
establecimientos, donde se mantienen banderas de colores como un ornamento más
bajo en el que sepultar nuestras reivindicaciones. Territorio despolitizado,
centro neurálgico del lavado rosa donde ocultar con este parque de atracciones
inaccesible la represión de nuestras identidades diversas y subversivas.
Por suerte, por
destino o porque la Butler dijo que sí éramos guapas, estas cuatro marichochos
postpotorras pudimos encontrar otros espacios en los que desparramar nuestra
pluma más a gusto que un arbusto. Las mil caras de una ciudad, que todavía hoy
se nos hace infinita, nos posibilitaron también lugares de resistencia. Sin
embargo, a pesar de los pesares, de las kafetas, de las okupas, de los Orgullos
Críticos, de los fachitours, de las cuerdas, de los cueros, del poliamor y la
purpurina, el armario a veces nos sigue pesando. Tanto, que podríamos
protagonizar la próxima campaña de una conocida marca de muebles, pero en su versión
de familia desviada.
Porque aún hoy
volvemos a nuestras ciudades pequeñas y nos encontramos a esa típica amiga de
la infancia que hace diez años que no vemos. En plena conversación sobre su
boda, nos pregunta “y tú, ¿tienes novio?” y no sabemos reaccionar. Y decimos
que no. “Muy bien que haces, soltera se está mejor”. Asentimos. Nudo en la
garganta. Quizá la peor lesbofobia la llevamos bien adentro. Cómo jode
reconocer que el cisheteropatriarcado nos ha marcado a fuego. Una salida tardía
del armario, ser leída desde la feminidad, relaciones pasadas con tíos en el
currículum. El armario parece perseguirnos de un modo u otro. ¿Cómo vas a ser
tú lesbiana con lo que te han gustado los tíos? o ¿cómo no vas a ser lesbiana
si estás con una tía? Lo has sido todo el tiempo y tus relaciones anteriores
con tíos han sido una mentira. Aunque estemos hablando de bolleras, creemos
importante también hacer una mención a la bifobia, presente tanto en Chueca
como en nuestros propios círculos, por muy deconstruidos que se nombren.
Las consultas
médicas, especialmente las de ginecología, también son fábricas de
invisibilidad servida en bandeja. Aparece cuando nos referirnos a nuestra
pareja evitando el uso de pronombres hasta que el lenguaje nos hace un quiebro
y no hay manera de encajar una frase y pum… terminamos usando el masculino.
Menudo ardor interno, pero la presión de la norma está ahí y es difícil jugar
en este partido eterno de romper las expectativas de quien escucha. Muchas de
esas batas blancas están cargadas de ignorancia y al pronunciar la dichosa
palabra «lesbiana» el silencio pesa en la sala. Si la pregunta de quien te
trata es “¿qué es un dildo?”, la conversación acaba de terminar. ¿Lo escuchan?
¿Lo oyen? Es el silencio de que no me sale de la entrepierna hacer pedagogía
contigo.
Por eso, hoy, 26 de
abril, así como debería ser todos los días del año, es el momento de sacar
nuestras plumas a las calles. Porque todavía nos quieren invisibles, nos
quieren normativas. Bolleras, pero discretas. Desviadas, pero bajo control. La
Plataforma de Encuentros Bolleros ha posibilitado un espacio intergeneracional
donde bolleras diversas nos encontramos. Lo crean o no, hasta hace
relativamente poco, muchas de nosotras solo conocíamos bolleras que rondaran
nuestra edad. Qué necesaria la memoria, la historia, para tejer hilos entre los
colectivos de hoy y de ayer, entre quienes ya estaban y quienes ahora llegan.
Hacía tiempo que no nos sentíamos tan cómodas en un espacio activista que cada
vez crece más. Porque en cada acción, en cada asamblea, en cada encuentro,
estamos generando también una alternativa al ocio que no tenemos, una familia
diversa que tanto tiempo se nos ha negado. Hoy, Día de la Visibilidad Lésbica,
las postpotorras sacamos nuestra pluma para pasearla junto a nuestras
compañeras de la Plataforma. ¿Lo escuchan de nuevo? Es el silencio de quienes
nos quisieron callar y no pudieron frente al ruido de hordas de bolleras
tomando las calles.
Fuente:
https://www.cuartopoder.es/ideas/2019/04/26/lo-escuchan-es-el-ruido-de-l...
La opinión del
autor no coincide necesariamente con la de TerceraInformación
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