domingo, 7 de abril de 2019

EVELIN CONTRA GOLIAT


EVELIN CONTRA GOLIAT
PAULA SÁNCHEZ PERERA
 (COLECTIVO HETAIRA)
A principios de mayo del pasado año, en un Juzgado de lo social de Madrid, un juez espetaba: “Si quieren ustedes hacer activismo, váyanse a la calle con pancartas, pero no en los juzgados, hombre”. Ahora el Tribunal Superior de Justicia de Madrid ha dado la razón a Evelin Rochel: entre ella y el club de alterne Flowers sí había una relación laboral.

Evelin, trabajadora sexual del alterne por cuenta ajena y de la prostitución por cuenta propia, mujer migrante colombiana e integrante del sindicato OTRAS, comenzó su andadura sindicalista ya a finales de 2016. Entonces el club quiso endurecer las condiciones laborales y Evelin lideró una protesta, organizando a unas cincuenta compañeras para finalmente negociar con el jefe que aquellas condiciones no se les aplicarían a las trabajadoras antiguas.
Pero Evelin ya estaba en el punto de mira. A mediados de febrero de 2017 una discusión con un cliente se convirtió en la excusa perfecta para despedirla. El empresario la citó en su despacho, junto a una persona de cada departamento –trabajadoras de alterne, limpieza, seguridad, etc.– para dar ejemplo, y le dijo que tenía hasta esa misma tarde para abandonar el club. Sin embargo, Evelin no cedió y se atrincheró en su habitación durante una semana, pero le negaron el cobro de la habitación porque sabían que no pagar la estancia en un “hotel-discoteca” es motivo de sobra para echarla. Si era una huésped, como dicen los empresarios, ¿por qué tenía que trabajar 12 horas seguidas en el local? Si no era una asalariada, ¿cómo se puede despedir a alguien que no trabaja para ti? Finalmente, abandonó el club escoltada por la Guardia Civil. El despido es también un desahucio porque, como es habitual para todo el colectivo de trabajadoras sexuales, sin contrato laboral no pueden alquilar y terminan viviendo en su habitación de trabajo. Despido sin finiquito ni indemnización ni derecho a paro después de quince años trabajando para el mismo grupo, eso sí, habiendo cotizado pagándose su seguridad social como falsa autónoma.

En 1995 la reforma del Código Penal despenalizó el proxenetismo no coactivo, pero desde 2003 la presión del movimiento abolicionista consiguió de nuevo tipificarlo. Así, si en aquellos años la inspección de trabajo comprobaba que las mujeres brindaban servicios laborales de alterne bajo la dirección del empresario –remunerados a través de las comisiones por el consumo de copas–, se multaba a la empresa y se le obligaba a darles de alta en la seguridad social. A partir de 2007 se va generalizando la estrategia maestra: sustituir el sistema de la retribución del 50% de las copas por el de las “plazas de hotel”, pasando a pagarles ellas a los empresarios por el alquiler de la habitación. Así, si no existe remuneración, tampoco relación laboral, las mujeres seguirían trabajando bajo sus condiciones y encima gratis. Brillante. La misma jurisprudencia les avalaba en su actuación porque los tribunales de manera recurrente concluían que la ilicitud del contrato de prostitución lastraba la validez del contrato del alterne. Así las cosas, como se prostituyen en el mismo espacio en el que alternan no pueden darlas de alta y cumplen la ley porque en España el alquiler de habitaciones no se considera proxenetismo. (En Francia y en Suecia, por ejemplo, sí, por eso a las prostitutas se las desahucia y desaloja de sus propias casas).

Sin embargo, la novedosa sentencia del TSJ de Madrid recoge varios hechos probados que certifican que Evelin, como sus compañeras, trabajaban bajo las directrices de la empresa, sujetas a un horario y a una jornada laboral: no se podían acercar a un cliente hasta que este consumiera; se hacían sorteos a las cinco de la tarde con la habitación gratis como premio para incitarlas a iniciar la jornada laboral; y se realizaban registros en las habitaciones para que no guardasen alcohol. Primero, los beneficios de la empresa, pues, como reconoce la sentencia, los empresarios que se dedican a la venta de alcohol, se lucraban del trabajo de las prostitutas. Así, concluye la sentencia sobre este punto: “y es que considerar que se trataba de un trabajo sin derecho a contraprestación, sería tanto como admitir la esclavitud”.

La sentencia, estimatoria en parte, reconoce la relación laboral aun cuando se ejerza la prostitución en el mismo local y aun cuando no se produzca remuneración, pues entiende que la falta de remuneración, más que invalidar la relación laboral, constituye una vulneración más. Además, esta sentencia abre la veda para el encuadre en un convenio laboral, como podría ser la categoría profesional de auxiliar de servicios del convenio colectivo de hospedaje de la Comunidad de Madrid, según la propuesta de Juan Jiménez-Piernas, abogado laboralista de Evelin y activista del Colectivo Hetaira. Esta sentencia, de sentar jurisprudencia, ampararía a las trabajadoras bajo la cobertura de la Seguridad Social y favorecería la regularización de muchas migrantes. También implicaría que pudieran contar con una prestación y unos derechos laborales básicos (salario, nocturnidad, descansos, etc.), ayudaría a reducir la vulnerabilidad del colectivo y facilitaría, en el caso de que así lo deseen, poder abandonarla. En otras palabras, les posibilitaría la salida del círculo vicioso de la indefensión social y jurídica y la clandestinidad. Sin embargo, todos estos beneficios acabarán en papel mojado si el Supremo no ratifica la sentencia. Hay varias razones para pensar que tenemos las de perder porque no nos enfrentamos a cualquiera. El dueño del local implicado, el Flowers, Antonio Herrero Lázaro, ya fue absuelto en el 2015 por el Supremo de un supuesto delito –entre otros– de soborno a policías para que le avisaran de las redadas. En vez de la posible pena de 8 años de cárcel se le impuso una multa que no llegaba a los 1.000 euros.

Gracias a la identificación habitual de la postura proderechos con el regulacionismo –posturas no solo diferentes, sino antagónicas– en lugar de que el foco de atención esté situado en los empresarios y en el genuino regulacionismo, recae en cambio sobre las trabajadoras que se organizan. Solo así se explica que en 2004, cuando se legalizó la patronal del alterne, ningún colectivo abolicionista llevase ante la Audiencia Nacional a esa patronal –Mesalina–. En cambio, cuando el Ministerio de Trabajo aprobó los estatutos del sindicato OTRAS sí se intentó ilegalizar por esta vía. Mientras se cree a pies juntillas que estos señores esperan con ansia la regularización, no se advierte que la situación actual les resulta muchísimo más beneficiosa: un limbo jurídico con una mayoría migrante sin acceso a derechos civiles y sociales sale muy, muy rentable. Por eso el estribillo recurrente que escuchábamos en aquellos juicios laborales incidía en que el club solo era una discoteca independiente y las trabajadoras, meras huéspedes del hotel. Por otro lado, esa insistencia invisibiliza que España ya presenta de facto ingredientes definitorios de una regulación, como la zonificación del ejercicio. Como denuncia Evelin, existe una conexión perversa entre sancionar la prostitución callejera mientras se dan licencias a los clubes de alterne, de modo que se obliga a las mujeres a trabajar para terceros, bajo sus condiciones, pero sin reconocimiento de la relación laboral. Esta es justo la fórmula perfecta que tantos años lleva reclamando la patronal del alterne ANELA: prohibir la prostitución callejera y tener a las mujeres en sus clubes como falsas autónomas. Si se regulase a la alemana por y para los empresarios, mejor para ellos, pero descriminalizar, otorgar derechos y trabajar por incrementar las alternativas laborales es otra cosa bien distinta. Esta es la diferencia básica entre las posturas regulacionistas y las proderechos. Es decir, las regulaciones son leyes específicas del comercio sexual pensadas desde una mentalidad de orden y salud públicas con el objetivo de beneficiarse de los ingresos de la prostitución, mientras las posiciones proderechos buscan la despenalización de todo su universo –a excepción de la trata de personas y la prostitución de menores–, y el reconocimiento de derechos, cuyo modelo definitivo ha de ser diseñado por sus protagonistas. La diferencia estriba en dónde se pone el foco, si en beneficiar a los empresarios y a la población bienpensante o a las mujeres que la ejercen.


En los juicios de Evelin nosotras éramos retratadas por la patronal como abolicionistas. Así, las testigos insistían en que habían decidido ejercer la prostitución y el pleito giraba en torno a esta discusión bizantina, la de la libertad, mientras la vulneración de derechos y el abuso de poder quedaban en segundo plano. Este es el resultado de simplificar los discursos hasta reducirlos a un par dicotómico, abolición o regulación, que viene muy bien para hacer campaña electoral, pero no para realizar análisis políticos a la altura de la complejidad de las circunstancias. La cooptación de nuestros discursos alcanzó tal punto, que el abogado de la defensa llegó a citar a una de las nuestras, a Lucía Fernández, para revalidar su posición, al tiempo que afirmaba que “no están desamparadas, ganan hasta 15.000 euros al mes, ¿qué tipo de explotación es esa?”. Los derechos laborales no cuentan en prostitución, porque en este terreno de blancos y negros del debate mediático –de libres o esclavas– solo aquella que no la escogió, la víctima de trata –que tiene su reputación sexual intacta–, puede ser una buena víctima. El resto, aunque sean víctimas de explotación laboral, no cuentan. Si se piensa que la solución estriba en prohibir definitivamente el alterne, háganse cargo de las mujeres que retornarán a las colas del hambre, de los servicios sociales, o peor, a espacios todavía más clandestinos a merced de proxenetas.

Se puede reconocer la capacidad de decisión de la Otra, como un ser humano pleno, vulnerable pero agente activo a la vez, y eso es distinto a convertir esa libertad en un argumento político como hace Ciudadanos. Porque una cosa es despenalizar y dotar de derechos a un colectivo, acabar con la criminalización y la estigmatización del sector, y otra diferente es defender una regulación específica del mercado con sus impuestos, también especiales, y tan altos que en la práctica solo puedan asumirla los empresarios, como en Alemania. Porque una cosa es una ley hecha y evaluada por las putas desde una perspectiva de derechos humanos y reducción del daño como en Nueva Zelanda, y otra blindar la prostitución a terceros, como en Holanda. El feminismo blanco fue desde su cuna liberal y burgués, pero un feminismo interseccional, que reconozca las múltiples opresiones que nos atraviesan, entiende que a menudo pesa más el racismo institucional y el miedo a la deportación que el lastre de tener que trabajar para un tercero. Un feminismo con conciencia de clase entiende que decir que algo es un trabajo no significa decir que sea maravilloso, porque cierta izquierda curiosamente solo romantiza el trabajo y obvia la explotación inherente al capital cuando habla de prostitución. A quienes se les acusa de estar financiadas por proxenetas –como a Hetaira o a integrantes del sindicato OTRAS– son paradójicamente las que llevan a los empresarios a juicio. Cuando la gente deje de escuchar el ruido de lo que las putas feministas “son” para oír lo que dicen, entonces comprenderemos que las vidas de las mujeres mejoran a fuerza de conquistar derechos.

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Paula Sánchez Perera es activista del Colectivo Hetaira.

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