SERRAT TENDRÁ QUE REESCRIBIR ‘MEDITERRÁNEO’
POR JUAN CARLOS ESCUDIER
La
Iglesia, que está en todo, se ha pronunciado finalmente contra esa moda de
tener a la abuela en una urna sobre la estantería, que es verdad que resulta
impagable como sujetalibros pero que al final, por un golpe de plumero mal
dado, suele acabar en la aspiradora. La experiencia ha demostrado además que
esparcir las cenizas es una aventura que no suele acabar bien, porque el viento
es impredecible y sólo una pequeña parte del difunto acaba mecido por las olas
mientras que el resto suele adherirse al jersey de punto en el mejor de los
casos. En el peor, puede llegar incluso a ser masticado por la familia entre
interjecciones duras, irreproducibles para los niños.
El
Vaticano es contundente. Prefiere que el muerto vaya al hoyo pero admite que el
interfecto pruebe el horno pirolítico, a condición de que sus restos se
mantenga en un lugar sagrado, tal que el cementerio, para que se le pueda
seguir rezando y para evitar que algunos yernos muy cabrones rellenen el jarrón
de la suegra con las colillas del cohiba. Como en esto del arte funerario se ha
avanzado una barbaridad, ahora mismo uno puede llevar unos gramos de la madre
en un camafeo y hasta existen relicarios monísimos que podrían pasar por
frascos de perfume, con lo que el riesgo de que unas gotas del señor López
acaben en algún cuello es más que evidente. Eso es lo que la Iglesia quiere
evitar a toda costa.
El
principal de los argumentos para desterrar esta práctica de abonar con difuntos
jardines, montañas y ríos es evitar cualquier malentendido “panteísta,
naturalista y nihilista”. Aquí está la madre del cordero. Hay algunos vivos que
piensan que Dios y el universo son la misma cosa o que, sencillamente, no creen
en nada y eso hay que cortarlo de raíz. El alma es inmortal y Dios es
omnipotente y resucita a los muertos, aunque los cremados se lo pongan difícil
y en plan puzzle.
La
regulación vaticana no es que sea discutible; es que obliga a reescribir varios
textos sagrados. De entrada el propio Génesis (3:19), que no deja lugar a dudas
sobre este particular: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que
vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres y al polvo
volverás”. ¿Cómo va a volver uno al polvo encerrado en un búcaro como el genio
de la lámpara de Aladino? Y, sobre todo, que es lo que más nos afecta a
nosotros, emplaza a Serrat a modificar la letra de Mediterráneo ya que a partir
de ahora estará prohibido que los cuerpos sean camino, den verde a los pinos y
amarillo a la genista.
Los
que han empezado a frotarse las manos son los cementerios, a los que se les
abre de par en par la puerta de otro negocio. Como no todos somos Napoleón ni
tenemos a disposición de nuestras cenizas un sarcófago en Los Inválidos para
que la posteridad nos recuerde –de su tamaño ya decía Gila que debió de fumar
en vida como un descosido-, habrá que alquilar un columbario que, por algo más
de 300 euros, te asegura estar recogidito durante al menos 99 años. Pero al
final, como ocurre habitualmente, ni la familia recordará que existes o no
querrá soltar un euro más, y los polvos que fuimos y los polvos en los que nos
convertimos terminaremos llenando el cenicero común que existe en todos los
camposantos, al que nadie reza y donde de verdad Dios tendrá que demostrar su
omnipotencia para no cometer fallos en la resurrección.
Esto
de la Iglesia es muy absorbente. Ya no se conforma con pretender dirigir tu
vida desde que naces, decirte lo que es bueno o es malo, regular férreamente tus
ayuntamientos carnales, interferir en la educación de tus hijos y abrumarte con
la culpa del pecado -tanto el original como sus copias posteriores- sino que
además quiere ahora controlarnos cuando nuestro estado se haya reducido al de
una simple pavesa. De no ser porque el Papa Francisco nos cae divinamente,
tendríamos que ir pensando en hacernos budistas.
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