NOS TOMAMOS EL NOBEL
DEMASIADO EN SERIO
DAVID
TORRES
Es
muy simple, no es que no se lo merezca, que si esto o si lo otro. Es que, si le
preguntan a cualquiera por Bob Dylan, nadie honestamente diría que es un
escritor, un poeta. Diría que es un músico. Concretamente un compositor e
intérprete de canciones. Y acertaría de plano. Otra cosa es que algunas de esas
canciones sean extraordinarias. Pero lo que hace único el arte de Bob Dylan es
su forma de cantar, de interpretar, de decir esas canciones; un arte que está
muy lejos de lo que se entiende por literatura, no sólo en el diccionario sino
en la propia tradición literaria, que abandonó la canción como forma autónoma
hace ya más de dos siglos. Hay muchas más pero la principal diferencia entre un
cantautor y un poeta es que los poemas no necesitan música, mientras que las
canciones sí, desesperadamente. Incluso las mejores.
Sara
Danius, la secretaria de la Academia Sueca lo ha comparado con Homero y Safo.
“Puede y debe ser leído” ha dicho. Creáme, señora, la poesía de Dylan gana
mucho si se escucha en su recipiente habitual -un disco- que leída a pelo. Es
cierto que los aedos griegos y los juglares medievales se acompañaban de liras
y otros instrumentos de cuerdas, pero la Ilíada y la Odisea han sobrevivido
milenios sin música, cosa bastante difícil para cualquier canción de Bob Dylan.
Como forma literaria la canción, al menos en occidente, desapareció engullida
en el gran cuerpo de los pentagramas, en el lied, en la ópera, en el vodevil,
en la zarzuela, en el musical. Las canciones, hoy día y desde hace mucho tiempo,
no son un género literario, no están en el apartado de la poesía sino en el de
la música. Y cuando la Academia Sueca, en su comunicado oficial, afirma que se
ha premiado a Dylan “por haber creado una nueva expresión poética dentro de la
gran tradición de la canción americana”, tampoco se entiende muy bien a qué
tradición se refieren. ¿A Cole Porter? ¿A Aaron Copland? ¿A Rodgers y
Hammerstein? ¿A Pete Seeger?
Claro
que tampoco hay que rasgarse las vestiduras. Aparte de otras consideraciones,
evidentemente la Academia Sueca siempre busca ampliar las categorías de los
premios, como hizo en su día con el Nobel de la Paz al concedérselo a Obama,
por ser negro, o a Kissinger, por llevar gafas. Para muchos el galardón a Bob
Dylan será un justo reconocimiento a un juglar contemporáneo -literariamente
hablando: un fósil del medievo- cuyas canciones han sido la banda sonora de su
vida, mientras que para otros será otro baldón más en una ilustre lista de
despropósitos que cuenta en su no haber con Joyce, Kafka, Nabokov o Borges
entre los difuntos más célebres y con Adonis, John Ashbery o Philip Roth entre
los vivos. Una lástima que, en su novedosa afición por el riesgo, los
académicos suecos sigan olvidándose de otros géneros -esta vez sí-
eminentemente literarios pero que no se consideran dignos de un premio Nobel.
Ahí también quedaron relegados algunos de los mayores escritores del siglo:
Dashiel Hammett, Raymond Chandler, Jim Thompson, Georges Simenon en la novela
negra o H. G. Wells, Stanislaw Lem, Philip K. Dick en la ciencia-ficción.
Es
una suerte que casi todo el mundo opinemos libremente sólo de literatura o de
política, porque a lo mejor los suecos están haciendo lo mismo con los premios
Nobel de Física, Química o de Medicina y cualquier día premian al inventor del
chocolate laxante. Pero lo cierto es que nos tomamos el Premio Nobel demasiado
en serio. Sobre todo el de Literatura. Mejor haríamos imitando a los académicos
suecos.
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