ISAAC DE
VEGA : VIDA Y
LITERATURA
LITERATURA
Por María Teresa de Vega
Para
empezar, quiero referirme a un cuento de mi autoría inspirado en mi padre
(perdonen esta referencia a mi propia obra, no es por inmodestia, sino porque
creo que es muy significativo en cuanto a vida y obra), titulado Un director
de orquesta. Cuando lo escribo lo veo en un lugar de la costa de Igueste,
El Puris, que mi padre, que iba mucho de pesca, solía frecuentar.
He de decir que, en ocasiones, la
esposa y las hijas lo acompañábamos en esas tardes. Esperábamos a que mi padre
pescara, al menos, un pez. Después, como epílogo feliz, nos esperaría la
merienda. Cuando el anzuelo se resistía a regresar con el ansiado botín, en
nuestro interior gritábamos: ¡Por Dios, que pique ese pez, hambre, tenemos
hambre! Y ese dulce momento llegaba por fin, embargadas las voraces mujeres por
el aire salino y el sonido del mar, que por rítmico, imponía una armoniosa, en
vez de precipitada, masticación.
¿Quién es ese director de orquesta?
Es alguien que, al borde de un risco, dirige una orquesta extendida en el mar,
un vastísimo conjunto de músicos en esa sala con inigualable cúpula que es el
cielo. Lo acompaña su paciente esposa que le pregunta, quizá porque se lo ha
oído decir: Mi hombrecito ¿qué se quiere decir cuando se dice que la
vida está en otra parte? Él responde, Que no hallamos aquí esa eternidad
que tendría tiempo para dárnoslo todo. Y cuando le dice, porque lo ve
cansado, que cambie de trabajo, trabajos que le dibuja con vivos colores, contesta
enérgico: Aparta esas fabulosas empresas de tu mente, debo continuar. Solo
la sobria realidad erige firmemente a quien carece de condedura. (Condedura
es palabra antigua que significa “comida”, en este caso hablo de comida
esencial.) Este director fuera del mundo, trasunto de mi padre, que dirige una
orquesta fantasmal, no encuentra verosímiles esas otras tareas, son fantasías
pues están hechas esas vidas, como las que le plantea su mujer, le dice, vidas
amenas, productivas, ascendentes en categoría y sueldos para un hombre que no
es él. Creemos que se conformará con su orquesta, añado ahora, años después de
escrito el cuento, pero es probable que por poco tiempo, es una salida
temporal, porque esta clase de protagonistas están a la búsqueda de algo que no
van a alcanzar. Tienen que seguir, tienen que adentrarse en el misterio del
mundo, que está ahí, aparentemente insondable, y obtener la clave para llevar
una vida auténtica. La vida auténtica no es la vida real, es otra cosa a
la que se busca por caminos inciertos.
Y aunque mi
padre produjo y tuvo un sueldo, fue también “fetasiano”, esto es, lo que creó,
lo que produjo en sus escritos fue, rizando el rizo, la alegorización de las
fuerzas que oprimen, limitan, aniquilan la capacidad-necesidad del hombre de
crear, de hacer, y que sumen en la oscuridad y angustia, en la conciencia
amarga de la imposibilidad.
Nos enfrentamos, pues, tanto en Fetasa
como en otras obras suyas, con este rasgo fundamental, que está presente
-también en su vida -al fondo, como un bajo continuo, y que es, repito con
otras palabras, su insatisfacción radical con esta vida. Es algo que va más
allá de las ideas políticas, de las circunstancias, podríamos decir que es,
desde temprano, la internalización de que lo que espera es la derrota, una
derrota, sí, personal, pero también metafísica: Ya no seremos, y nunca seremos
más de lo que somos, y lo que somos es
esa imposibilidad.
Pero, con todo, la vida atrapa.
También en su narrativa hay momentos de “poder”. En Fetasa, por ejemplo, cuando,
en el espacio abierto, hay sol y espigas y el protagonista siente que se
expande. Sí, hay fuerzas obstaculizadoras y malignas, pero también hay salidas,
como esa que da a la amplia pradera, donde se percibía andando entre
las hierbas...(hierbas altas), y sentía cómo aquel blando pecho se iba
abriendo a sus pasos, cómo la húmeda tierra refrescaba el ardor de sus pies
descalzos. Lloraba, cantaba, aplastaba las hojas y los tallos contra sus
mejillas, contra su frente, contra su boca. Y seguía andando sin cesar, sin
meta conocida y sin desear que existiera.
O el momento siguiente en el país de las aguas, donde sorprende a unas
ninfas que, alborozadas, juegan junto a un estanque.
Vayamos al carácter. Un rasgo
sobresaliente es el de la austeridad.
Austeridad de su vivir y de su decir, que resulta, hasta a sus propias hijas,
inevitablemente enredadas en el consumir esto y lo otro, chocante.
Es una austeridad de hombre
primitivo, aquel que, tan lejos de nosotros, vivía con lo preciso. Cuando se
iba a Ijuana, un valle casi inaccesible de Anaga donde tenía una cueva, más
tarde, además, una habitación con bloque visto, y unas huertitas donde
cultivaba papas o cebollas, se sentía feliz, como si fuera un juego de chicos
al que se entregan durante un rato. Tal vez hubiera querido vivir siempre así,
en cualquier caso, su integración relativa en la sociedad, por familia y
trabajo, no se lo permitió. Se trata de una austeridad esencial, que tiene que
ver con su sentimiento de la existencia, muy de los existencialistas -absurda,
inútil- muy arraigado, sentido vivamente. No le produce náusea, como al
protagonista de Sartre, pero a veces, casi. A veces, digo, porque Isaac de Vega
también ama la vida, la naturaleza, la buena conversación, el
transcurrir de ese cielo que puede contemplar, en Igueste, desde su mecedora al
lado de la ventana. Es la dualidad del vivir, el asir y abandonar el mundo que
nos mata y a la vez nos prodiga su encanto.
Así, pues,
austeridad, también en el vestir (aunque mujer e hijas hubieran querido
vestirlo como a un señor de la literatura), en el desear. Bueno, tendría que
hablar de su afición a los aparatos y, cuando salía con Rafael Arozarena y
otros amigos, o cuando se reunían en casa de este, tertulias que habrían de
durar cerca de veinte años largos, todos los jueves, día coincidente con
la aparición de la “Gaceta semanal de las artes”, a las sorpresitas
gastronómicas. Al vino de su gusto. Repugnancia al derroche, cualquiera que
sea, adicción a lo sencillo, véase si no su “galana” estampa, y si no tenía que
ir a algún acto, con sus sempiternas sandalias de goma cangrejeras, su vaquero
y su polo, que, eso sí, tenía que tener un bolsillo en el lado del corazón para
guardar sus cigarrillos mientras fumó, o sus pequeñeces, alguna cosa ínfima pero
interesante, que se encontraba en sus paseos. Y más, con la ausencia de
necesidad, en su ámbito vital, de las pequeñas comodidades y ornamentos a los
que no nos resistimos. Los que hubo en casa, al margen de los cuadros que le
regalaron sus amigos pintores, Rafa que también era pintor, Néstor Santana ...
fueron debidos a mi querida madre.
Nunca le entusiasmó viajar, quizá
porque cuando quiso no tuvo dinero, y después ya no quiso, acostumbrado a que
sus viajes fueran por los parajes isleños, sus sendas paralelas a las atarjeas,
las laderas de sus montañas cuajadas de cardones, o como dice él, en un
artículo titulado Igueste de Anaga. Literatura y paisaje, las manchas
grises de los cardones, la más verde de los balos. Ese Igueste que es el
espacio de tantas de sus narraciones, y que él recuerda, en este texto, cómo
era antes: el barranco con su agua permanente y la bella vegetación de
juncos y ñameras; se fueron los folelés de variados colores y las amarillas
alpispas de oscilante cola. Ese otro tiempo de Igueste en que los viejos,
nos dice, no bebían mucho, apenas un vasito de vino, o un delgado alto vaso de
ron antillano. Se reunían esencialmente para hablar. Lo hacían sobre el pueblo
o sobre sus recuerdos ultramarinos, que plagaban de exageraciones y fantasías.
Siempre disfrutó en medio de la
naturaleza, aunque nunca le dedicó un verso.Y
siempre le interesaron las plantas, como a su amigo Rafael, y llegó
a tener un herbario. También una
colección de piedras, de las que iba recogiendo por los caminos que paseó de
las islas.
Nunca le
dedicó un verso a la naturaleza, digo, y, que yo sepa, nunca escribió un verso.
Y entraría dentro de esta austeridad el poco amor que sentía por la poesía.
(Queda al margen la poesía de Rafael y otros poetas amigos) Nunca la practicó,
y le costaba dedicar tiempo a su lectura. ¿Por qué la asocio a la austeridad?
Discurro que porque la poesía, hablando en términos generales, es una
construcción artificial, y él, sabemos, instintivamente se aleja de lo que no
sea natural; porque en el poema existe un peligro, y es la tentación por
la palabra bella, la palabra por sí misma, vacía de necesidad; porque con sus ¡oh! y sus ¡ah! y con
su tono declaratorio está siempre al borde de caer en lo ridículo: es el
aspecto, yo diría, funambulista de la poesía, haciendo equilibrios sobre la
cuerda; porque hay que tener, además de inspiración poética, oído, más
aún en la poesía de verso libre, y mi
padre era nulo a este respecto.
Otro rasgo singular que caracteriza
a Isaac de Vega es la dignidad con que vistió su ambición. Como
todo el que escribe, y después publica, tiene ambiciones literarias, como todos
quiere que le lean muchos, llegar lo más lejos posible, quiere el triunfo. Pero
esa aspiración legítima es compatible en él con una actitud “inocente” (es
decir, no culpable) en un mundo en el que lo que funciona es el amiguismo, el
sectarismo, el ostracismo para quien te pueda hacer sombra con sus méritos y
competencia: a ese no lo reseñamos,
hacemos como que no existe, más aún si no podemos sacar nada en nuestro
beneficio. Esa, señores y señoras, es la pura y dura realidad. No descendió mi
padre a ese estado innoble y corrupto, al “chanchullo literario” que dice el
escritor Daniel María en artículo reciente, todo lo contrario, se sentó a
esperar, y mientras tanto hizo, entre otras, reseñas de escritores más jóvenes
o noveles, a los que, naturalmente, primero leyó. Y estaba al tanto de lo que
aquí se escribía.
Ahora me viene a la memoria el
capítulo de los queridos amigos. El más antiguo es Arozarena, mucho más antiguo
que mi propia infancia. En esa mi infancia a veces salíamos de excursión las
dos familias, por montes y valles, buscando esto y lo otro del mundo natural.
Rafael, entonces, era el parlanchín, el ingenioso, el gracioso, en ocasiones destacaba
su vena de pintor, que te señalaba: “en esas hojas que lucen verdes hay, sin
embargo, una pequeña cantidad de azul”. Para mí ese fue un descubrimiento
asombroso. Parte del carácter y la juventud de ambos, está en la magnífica
novela Cerveza de grano rojo, en mi opinión, más grande, más hermosa que
la celebrada Mararía, que sí, que es una referencia de las letras
canarias, pero que, tal vez, dejó en la oscuridad a la anterior. Pasado el
tiempo, aunque seguían siendo nominalmente amigos, sus caminos se fueron
separando: Rafael, empujado por sus éxitos, ingresó en una órbita
mundana, mientras mi padre seguía siendo ese hombre más bien solitario, tímido
que siempre fue, cada vez más aislado a causa de su progresiva sordera.
El otro gran amigo fue José Antonio
Padrón, más afín a su experiencia en el último tramo de su vida. Pero sobre
todo, es el autor de otra estupenda novela también velada por el tiempo, ese
tiempo que se tumba mortecino sobre lo que la indolencia y la indiferencia
señalan, la titulada Tubalcaín setenta veces siete. Escribe mi padre que
se alarga su gestación por el ansia de perfeccionismo de su amigo, novela donde
descarga todo lo que lo había oprimido. Imagina a su autor caminando
solitario, aislado de lo que lo rodea, hundido en sí mismo y en los recovecos
de su cerebro que tantas cosas almacena, pisando senderos peligrosamente
inciertos. Sí, lo incierto, eso que rodea literaria y vitalmente a este
grupo: y es que Padrón, también, es un fetasiano.
Hubo otros dos amigos que murieron pronto,
pero que yo le oía nombrar en casa, y
sus nombres eran pronunciados con pena, con lástima por sus vidas truncadas y,
en parte, infelices. El poeta Julio Tovar, que muere a los cuarenta y pocos
años, de quien son los versos Lo que importa no es la muerte; / lo que
importa es ir muriendo cada tarde, / alargada la vida por los sueños, / (...),
vencida (...) por todos los recuerdos que nos van derrotando, / haciéndonos más
débiles, / más tristes cada día (...), y el narrador Antonio Bermejo, que
muere en 1987, con 61 años. A este último lo conoce en 1943, escribe mi padre,
cuando comenzaban ambos sus estudios de Qímicas en la universidad, carrera que
ninguno de los dos terminó. Iba a las tertulias en casa de Rafael y Edelma, ya
citadas. También con él realizó largas excursiones hasta los altos de San
Andrés, Almáciga y otros pueblos de Anaga. En cuanto a su literatura, sabemos
que Bermejo fue, como lo llama mi padre, un caso anómalo: deja de pronto, y cuando estaba en su más elevada posición
después de recibir el premio Benito Pérez Armas, de escribir. Tras unos años,
comienza el progresivo hundimiento personal. Dicen que dijeron, pues la novela
se perdió, que Rafa e Isaac se la robaron, ja, ja. Lo cierto es que lo que dice
mi padre en el prólogo a su libro de relatos Historia de café pobre es
que, textualmente, dichosos le acompañamos Rafael Arozarena y yo a recoger
el dinero del premio, y parecía que todos al tiempo lo cobrábamos. (...)
Recogió su cheque de quince mil pesetas, de las de entonces (estamos en 1956),
y nos vimos nuevamente, gloriosos, bajo los cielos y los árboles de la Rambla.
Mi padre, a este respecto, a los
antiguos amigos, los de su época, se ha quedado solo. Lo sentirá. Aunque sea un
hombre amante de cierta soledad, aunque pueda estar solo días y días. Cuando se
iba a Igueste, solo, a rumiar sus neurosis, ¿qué lo tranquilizaba al fin? ¿En
qué meditaba? Creo que no meditaba sino que, abandonado a sí mismo, se
convertía poco a poco en una sola cosa con la naturaleza, tal vez asumiendo su
impasibilidad, tal vez escuchándola atentamente porque la sabe divina,
insondable pero habitada por el misterio, un misterio que nos concierne, con
una respuesta para quien pueda interpretarlo, precisa y únicamente, el ser
humano.
En el capítulo de los amigos, quedan
por nombrar otros más jóvenes que él, a los que aprecia mucho: Cecilia
Domínguez, Juan José Delgado que tanto ha escrito sobre su obra, Flora Lilia
Barrera, el pintor Néstor Santana, Agustín Díaz Pacheco, Pablo Quintana y otros
que no recuerdo y que se me han podido quedar atrás.
Acerca de Flora Lilia quiero añadir
unas palabras. Porque no fue solo una amistad en Tenerife, sino que está ligada
a un tiempo en que mis padres enseñaron en El Hierro. Cuando en 2003 murió mi
madre, esta entrañable amiga escribió un artículo para El Día en que recuerda
aquella época, allá por el 48, de grandes carencias en la isla, también en el
aspecto educativo, y cómo mi padre facilitó que en la Isla surgiera la primera
academia para estudiar Bachillerato. En esta, mi padre, que no ejerció en El
Hierro como maestro, sí mi madre, desarrolló su labor, y se empezó la tarea de
envíar alumnos a Tenerife para proseguir sus estudios.
Para terminar, quiero hablar de los
protagonistas de sus dos últimas novelas. En Tassili (Tassili, al sur de
Argelia, en el desierto del Sahara, es conocida por sus pinturas rupestres, de
10 a 15 mil años de antigüedad y que entonces era una zona fértil) va más allá
de lo metaforizado en narraciones anteriores. Su protagonista ya no experimenta
como el de Fetasa, “la voluntad de poder” a ratos. Se ha puesto a un lado.
Desde el principio ha dejado de querer poder. Las fuerzas opositoras han
consumado su labor. Lo han reducido a ese infeliz hombrecillo que está
contento de ser, instalado en un morir poco a poco, que alguna vez, no
obstante, lamenta. La acción quedó atrás, su profesión, su libro sobre Tassili.
Paralización, impotencia absolutas. Y ensoñación. Pero la ensoñación final es
desoladora y trágica. En ella, las manos atadas a la espalda, arrodillado,
muere de una golpe de espada de las amazonas invasoras. Y de esa ensoñación,
que le ha colocado en un tiempo anterior y mítico, no puede despertar. Es la
perfecta víctima, inmolada en el altar del Antagonista como culminación de una
sacrificial andadura. Otra metáfora de la condición humana, humillada,
impotente, y con el asombro en la cara ante el absurdo de la propia muerte.
En su novela El cafetín, con
la que se cierra su obra, se sigue con ese mundo alucinatorio subrayado, y digo
subrayado porque ¿qué es el mundo sino una alucinación, una creación de cada
ser humano a su imagen, de acuerdo con sus necesidades y estado de ánimo? En
esta novela, el antihéroe que es al principio el protagonista, se crea un
“Purgatorio” con el fin de regenerarse, de que de sí mismo salga un ser más
puro o benigno, para que a partir de ese sufrimiento de la larga noche, a
partir de la imagen que le devuelve el espejo, tome conciencia de lo que es. Y
que, entonces, vaya camino de ser el héroe en que todo el que lucha por
descubrirse se convierte. Camino de convertirse en el que quiere ser, al que le
empuja una fuerza en estado germinal, confusa, pero con el claro fin de la
renovación.
¿Para quién esta posibilidad de salvarse, esta
regeneración? Mi padre, que no es creyente en nada concreto, que yo sepa, ha
debido pensar que, como declaraban los existencialistas, el ser humano una vez
que ha sido arrojado al mundo, es responsable de todo lo que hace. La vida no
tiene sentido, somos nosotros los que tenemos que darle ese sentido a nuestra
propia vida. Puesto que no existe el Creador, somos libres para crearnos, para
elegir y elegir lo que consideramos ético, esto es, no dañino para los demás y
para nosotros mismos. Sin premio ni castigo eterno, el humano se sobrepone y se
esfuerza y quiere, como el personaje de El cafetín, representar en esta comedia
del mundo, cuanto menos, un papel digno.
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