EL SILENCIO, GARANTÍA DE LA PALABRA
EDUARDO SANGUINETTI
Este intento
de definir el respeto, plasmado en mi ensayo Alter Ego (1984, Ediciones
Corregidor), sin dudas lo tomo y lo asimilo, en rodeo comparativo, en
referencia a las palabras de José Mujica, días pasados, en frase disonante en
boca de un presidente, dedicada a otra presidenta, Cristina Fernández y a su
marido difunto, el ex presidente Néstor Kirchner, y me conduce a enunciar el
significante y manifestar: “los límites se han roto”.
El deber ser
quedó al borde del camino, pues a pesar de mi afecto y respeto hacia Pepe
Mujica, legitimado en varios artículos de mi autoría publicados en este medio
(y dispuesto a seguir impulsando su candidatura al Nobel de la Paz), me detengo
y doy espacio a lo que debiera primar, sobre todo, cuando uno se encuentra en
antípodas con la otredad: los buenos modales en naturalidad, en maneras y
formas que hacen al buen vivir y a la relación sobre diferencias y
anacronismos.
La
multiplicidad de acontecimientos que se sucedieron, cual explosión repentina
con resultados entusiasmantes para fanáticos, autómatas, personeros y
militantes del odio y el resentimiento en este banquete de liberalización de
los más bajos instintos, rudos, violentos y por demás groseros, que se
replicaron hasta el hartazgo en los más diversos ámbitos del quehacer del Río
de la Plata, me hicieron plantearme con cierto idealismo que se impone
aquí-ahora-ya, lograr el prodigio de intentar asimilarnos a convivir con estilo
y educación, algo insustituible para el hombre, que sea merecedor de una
existencia plena en armonía, acorde a las exigencias de este tiempo que ha
transformado radicalmente las convenciones del pasado.
Nada se
compara con el encanto de un hombre que no esconde ninguna de sus ideas y puede
expresarlas sin la menor necesidad de ofensa sino con estilo y naturalidad
sumas. En algunos pasajes de nuestra vida, las palabras se niegan a servir a
nuestra expresión, o se nos escapan temibles a lo que no saben decir de otro
modo. Como si ellas se sintieran más jueces o participantes en lo que nos está
pasando.
Odiándose
recíprocamente, las gentes no se han tranquilizado más que si se matan entre
sí, se insultan y se lanzan los más abominables agravios, si se mienten y
golpean, para intentar en definitiva evitarse el placer de convivir en armonía,
a pesar de la diferencia, en maneras y modos que ayuden a hacer de esta vida
algo digno de ser experimentado.
El ser humano
en todas las latitudes, hoy y principalmente en las nuevas naciones, no entra
en conciencia de su función como individuo y su destino trascendente, como tal,
en su unicidad, a pesar de que no es un tópico decir que “nadie se parece a
nadie”. Es una verdad… También es una verdad afirmar que “cada cual se parece a
todo el mundo”.
Con una
lucidez tal vez simple, quizás insuficiente, pero en general bastante clara,
entiendo que las palabras no dicen lo que se intenta expresar. Un gesto
inesperado, una imagen, un suceso, pueden empujarnos a la experiencia
indecible.
Las palabras
nos aproximan a los hechos; no dicen exactamente lo que queremos decir, todo es
sabido de antemano.
La palabra no
muestra, la palabra es literaria, las palabras impiden que hable el silencio;
la palabra ensordece, la palabra gasta el pensamiento. La garantía de la
palabra debería ser el silencio. Pero tengo mis palabras para decir.
Hay que
servirse del lenguaje de una manera nueva, excepcional, acostumbrada,
restituyendo sus posibilidades, y devolverle el poder que tenía en otros
tiempos de manifestar en una palabra realmente “algo”.
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