EL
CONCEPTO DE OPINIÓN PÚBLICA
Eduardo Sanguinetti, Filósofo
A pesar
de sus muchas significaciones, el concepto de opinión pública es aceptado
amplia y positivamente. El de opinión en general, transmitido desde Platón por
la filosofía, está libre de toda valoración en cuanto que en su consecuencia
pueden las opiniones ser falsas o correctas. A ambos se enfrenta la
representación, frecuentemente vinculada con el concepto de prejuicio, de las
opiniones patógenas o demenciales.
Según
esta sencilla bisección habrá de un lado algo así como opiniones previsibles:
normales y por otro lado las de naturaleza extremada, excéntrica, extravagante.
En
América, por ejemplo, los pareceres de ciertos dispersos grupos fascistas son
tenidos por pareceres en un lunatic fringe, de un borde enloquecido de la
sociedad. Sus panfletos, entre cuyo bagaje intelectual cuentan, a pesar de
cualquier refutación, los asesinatos rituales y los protocolos de los Sabios de
Sión, pasan por “histriónicos”. De hecho, apenas puede ser pasado por alto en
tales producciones un momento de extravío, que es precisamente el fermento de
su eficacia.
No sólo
es por demás dudosa la suposición de que lo normal es de antemano verdadero y
falso lo divergente, suposición que glorifica la mera opinión, a saber, la
dominante, la que no es capaz de pensar lo verdadero de una manera distinta a
como todos lo piensan. Sino que la opinión infectada, las deformaciones del
prejuicio, del rumor, de la demencia colectiva, tal y como crecen a través de
la historia, a través sobre todo de los movimientos de masas, no pueden ser en
absoluto separadas del concepto de opinión.
Resultaría
difícil decidir a priori lo que ha de contarse entre aquéllas y lo que a éste
pertenece; la historia contiene también potencial para, por medio de su
decurso, verificar como razonables pareceres desmayados, aislados
desesperadamente, o para permitir que lleguen, aunque absurdos, a convertirse
en dominantes. Pero además, por encima de todo, la opinión infectada, lo
deformado y maniático de las ideas colectivas resulta de la dinámica del
concepto mismo de opinión, en el que afinca a su vez la dinámica real de la
sociedad, la cual produce necesariamente tales opiniones, tal falsa
consciencia. Y si no queremos desde su comienzo condenar la resistencia en
contra a una inocuidad sin amparo, tendremos que descifrar en las normales la
tendencia a opiniones infectadas.
Opinión es
la posición, siempre acotada en cuanto válida, de una consciencia subjetiva,
restringida en su contenido de verdad. La figura de tal opinión puede parecer
realmente anodina.
Cierto
que el individuo puede ejercer reflexión en sus opiniones y guardarse de
hipostasiarlas. Pero la misma categoría de opinión, en cuanto un grado objetivo
del espíritu, está blindada contra dicha reflexión. Lo cual nos remite a
simples componentes fácticos de la psicología individual.
Todo
pensamiento es una exageración, en cuanto que cada pensamiento, que lo es en
realidad, apunta más allá de su rescate por medio de hechos dados. En esta
diferencia entre pensamiento y rescate anida el potencial de la verdad tanto
como el de la demencia.
No hay
criterios aisladamente sucintos, absolutamente fidedignos; la decisión se falla
sólo a través de una ensambladura de complejas mediaciones.
La
opacidad del mundo aumenta manifiestamente para la consciencia ingenua,
mientras de suyo se va haciendo más transparente en tantas cosas. Su predominio,
que impide traspasar la delgada fachada, refuerza dicha ingenuidad en lugar de
hacerla decrecer, como quisiera la candorosa fe en la cultura. Pero de aquello
que no alcanza el conocimiento se enseñorea la opinión como su sucedáneo.
La fuerza
de resistencia de la mera opinión se aclara por su rendimiento psíquico. Por
medio de las aclaraciones que ofrece puede ordenarse sin contradicciones la
realidad más contradictoria, y sin fatigarse por ello demasiado. A lo cual se
añade la complacencia narcisista, que la opinión patentizada otorga al
corroborar a sus partidarios en que, habiendo sabido de ella desde siempre,
pertenecen al círculo sapiente. La confianza en sí mismos de los que opinan sin
vacilaciones se siente embrujada contra cualquier juicio divergente y
contrario. Las opiniones infectadas cumplen mucho mejor su rendimiento psíquico
que las supuestamente sanas.
El
desmenuzamiento de la verdad por medio de la opinión, junto con toda la
ignominia que en sí envuelve, remite a lo que ocurre forzosamente, y en modo
alguno como aberración revocable, con la misma idea de la verdad.
Recientemente
se trincha de una manera oscurantista la aporía del concepto objetivo de razón.
Puesto que no puede establecerse absolutamente como un acto de administración
inmediata, lo que es verdad y lo que es opinión, se niega sin más su diferencia
a favor de una gloria más alta de esta última.
La fusión
de escepticismo y dogma, de la que ya Kant se había percatado y cuya tradición
podría perseguirse retrospectivamente hasta los comienzos del pensamiento
burgués, celebra alborozada su antiguo asiento en una sociedad, que ha de
temblar ante su propia razón, ya que no es razón ella misma todavía. Por eso se
ha consagrado la fórmula de la fe en la razón.
Puesto
que cada juicio exige que el sujeto acepte lo enjuiciado, que crea en ello por
tanto, la diferencia entre mera opinión o fe y juicio fundamentado será
inválida por completo. Quien se comporte racionalmente creerá en la ratio,
igual que el irracional cree en su dogma.
Por eso,
la confesión dogmática respecto de algo supuestamente revelado poseerá el mismo
contenido de verdad que el conocimiento que se ha emancipado del dogma.
La
mentira de la tesis se esconde en su índole abstracta. Fe es en uno y otro caso
algo enteramente diverso: en el dogma, un fijarse en proposiciones que van
contra la razón o son incompatibles con ella; en la razón, no otra cosa que la
obligación a un modo de comportamiento del espíritu, que no se interrumpe o
anula violentamente, sino que prosigue con determinación su movimiento en la
negación de la opinión falsa.
No se
puede subsumir a la razón bajo ningún concepto general de opinión o de fe. La
razón tiene su contenido específico en la crítica de lo que cae bajo esas
categorías y en la crítica de lo que a ellas vincula.
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