PRESENTACIÓN DE MUJERES CON GAFAS DE LUNA
Por Margarita Santana
Conocí a nuestra autora hace casi doce
años –si la memoria no me falla. Ya había publicado entonces Todos contra la pared y La suerte de la memoria, libros cuyo
ciclo viene a cerrar Mujeres con gafas de
luna. Cierre de ciclo vital y de ciclo de escritura. En aquel entonces su
esfuerzo, no declarado pero eso no importa, era escabullirse de la escritura
coqueteando con la filosofía. Canalizar su pasión por las palabras y las
historias en otro registro, exculpándose así de no asistir al campo de batalla
–y de realización- que era la tarea de escribir. Muy a mi pesar y sabedora, en
el fondo, de que no podía ser de otra manera, ese coqueteo no acabó ni cuajó
como una relación estable. El saber académico no podía valer como muro de
contención, y es que la escritura en Juani es un impulso y un ímpetu, una
necesidad ineludible, una pasión: la de vivir.
Durante ese tiempo cada vez que nos
veíamos yo insistía en la misma pregunta: ¿sigues escribiendo? ¿Con qué estás
ahora? Y la respuesta siempre era la misma también: “sí, pero no quiero
contarte nada”. Lo que sí sabía y conocía era su esfuerzo denodado, sus horas
delante del ordenador, escribiendo, borrando, puliendo. La pelea, la batalla,
su hurgar en la semántica, en la memoria, la fluidez que ignora de entrada los
signos de puntuación porque sólo se quiere fluidez, los estancamientos también,
el desfallecer, las ganas de renunciar. Pero la renuncia y el abandono nunca
estuvieron realmente disponibles para Juani. Por eso estamos hoy aquí. Porque Mujeres
con gafas de luna existe, y es real.
No sé si esta novela traza o describe
el viaje interior de su protagonista, Lucía. A mí me parece que si hablamos de
viajes tendríamos que hablar de un viaje identitario, de la búsqueda de la
propia identidad –o de la que creemos propia-, un viaje a Ítaca en el que la
que espera y acompaña no es Penélope sino la niña que habita a la protagonista y en la protagonista e impide que el olvido la convierta en lo que no
quiere ser, que la aleje de lo que no ha querido ser y sin embargo ha sido.
Elementos vertebradores de este diálogo consigo misma, de este monólogo que se
resiste a ser diálogo con lo que la niña le recuerda constantemente que es, son
los distintos protagonistas que configuran el escenario donde la búsqueda tiene
lugar: Eduardo, Luis, Feder, Pancho, Dolores, por supuesto Javier, pero sobre
todo Francisca.
Francisca, el auténtico alter ego de
Lucía –ella, y no Javier-, reivindica con la misma Lucía –reivindican ambas, en
ese territorio que genera la complicidad pese a los años de diferencia- el
orgullo y el deseo de ser mujeres. El derecho a un pensamiento propio. En
Francisca convergen tres temáticas o leitmotivs fundamentales en el desarrollo
del relato y de ese viaje: la importancia de la memoria, de los libros –leídos
en el caso de Francisca, esperando a ser escritos en el de Lucía-, y de los
árboles: los espíritus viejos de la primera y de la niña Lucía, a quien sólo
Francisca, además de la propia Lucía, puede ver y oír.
La memoria, en forma de recuerdos, es
dolor en la protagonista y revivir de lo intenso ya vivido en Francisca. Pero
pese a la diferencia es anclaje y plataforma desde la que proyectar. Francisca,
anciana, se vale de su memoria y de sus recuerdos para dejar testimonio de su
vida y de cómo se le canceló a ella, a su marido y a sus hijos con la
expropiación –denuncia social, denuncia desde el apego al terruño y a las
manos, denuncia frente a la injusticia y a la pérdida de valores que el mismo
testimonio muestra. Lucía, cansada, desengañada, madura a su pesar, anuda
también sus recuerdos pero en un sentido diferente que marcará la niña Lucía
–desdoblamiento necesario en su búsqueda-: el sentido de poder desear y querer
aún algo diferente de lo que ha sido. Factor común en la reivindicación
solapada de la memoria y de la necesidad de la memoria son los árboles, con sus
cortezas de tiempo pasado y detenido, con su presencia incontestable a través
del discurrir de los años. Dice la niña Lucía:
“Mis espíritus viejos suelen ser
grandes árboles pacientes y amorosos que se entretienen tejiendo sueños
reveladores para mí”. Y también:
“Antes,
cuando era más pequeña, me gustaba mirar los coches que pasaban por la
carretera y la autopista subida a un inmenso castañero, dijo la niña, que
parecía que había desayunado alpiste y no paraba de hablar. El castañero y yo
teníamos una relación de mutuo amor y respeto. Si en cualquier momento hubiese
corrido peligro de caerme desde lo alto de su copa, él habría dispuesto las
ramas de forma tal que no me hiciera daño la caída”.
Y envolviéndolos a ambos, memoria y
arboleda, los libros. Francisca decide, ya mayor, aprender a leer, y compra y
lee libros no sólo porque quiera saber, quiere saber también para su hija, que
nunca podrá leer nada. Lucía convive con la niña que siempre quiso ser
escritora y le exige que escriba –y que así sea-, porque sin la niña y la
escritura Lucía se quedaría sola y sería, ya irremediablemente, una más, otra
invisible más.
El relato de Francisca, teniendo
entidad propia, es ocasión para que Lucía vaya desgranando el suyo propio, sus
miedos, sus fracasos, su pasado, su presente. Francisca denuncia con su
testimonio. Lucía, ataviada con sus gafas de luna, que atraviesan lo aparente y
adornado –ficción pura- y son capaces de ver lo que subyace a esa apariencia,
desnudándola, denuncia también la vacuidad y el sinsentido de las vidas
pautadas que olvidaron que alguna vez quisieron ser otra cosa. La escritura,
porque logrará escribir de nuevo, en ese dialogar consigo misma en las
madrugadas insomnes en las que hila y entreteje su vida con Javier al hilo de
sus recuerdos y de su deseo de encontrarse con la niña que es escritura –y no escribir
es renunciar a ella-, marcará la posibilidad de una vida distinta,
curiosamente, al socaire de lo que siempre quiso ser y olvido que quería ser.
Viaje finalizado, orilla arribada,
porque la memoria nos sobrevive logramos vivir, proyectadas desde ella. Testigo
de los cambios sociales y personales, termina reconciliándonos, como mínimo,
con nosotras mismas. Y ya por último, no sé si Lucía es el alter ego de Juani.
Si lo es, no lo es sólo de ella. Creo que una de las cualidades más preciosas
de esta novela es que, al menos a las mujeres de nuestra generación, nos
permite, en una u otra clave, identificarnos y reconocernos en ella. Y no es
poco. Mientras, terminemos con las palabras de la propia autora, a quien por
fin dejo hablar:
“Es muy divertido ver el suelo lleno de palabras rodando, la
gente va llegando, se sacude, pone su paraguas en el paragüero de la entrada y
se sienta a pedir cosas, pisan las palabras que se quedan un instante
aplastadas como una torta para rápidamente recuperar su forma redondeada y
continuar rodando”.
Si alguna vez publicara un libro me gustaría tener una presentación tan cuidada como esta. Gracias a Juana por escribir, a Angel por publicar, a Margarita por comentar. A los tres, gracias, por estar.
ResponderEliminarUn abrazo,
IZaskun
Hermosa reseña.
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