lunes, 3 de octubre de 2022

EXTRAÑOS EN UN TREN

 

EXTRAÑOS EN UN TREN

Con paciencia, dinero, control de los medios, sobornos, estrategias sistémicas basadas en la infalible mezquindad del ser humano, supieron romper el espíritu común y restaurar la desconfianza entre las personas

ALICIA RAMOS

Fotograma de la película ‘Extraños en

un tren’ (Hitchcock, 1951).

Estoy haciendo un transbordo entre trenes en la estación de Zaragoza-Delicias. Llega el 00530, que va hasta Donosti, pero yo me bajo en Iruña, porque voy a tocar a Ruesta. El convoy hace su entrada en la vía 1. Busco mi coche, el 3 y, cuando voy a intentar subir, veo que aún hay gente bajando, muy trabajosamente, como si la puerta del vagón fuera aún más estrecha de lo que ya es. Bajan con sus maletas cargadas a hombros lentamente, esquivando algo. Y por fin distingo ese algo. Una señora, mayor que yo, se ha hecho fuerte en un lado de la puerta, más dentro que fuera, aprovechando la parada del tren ¡para fumar! No importa que en el tren esté prohibido fumar, es que en la estación, que es un edificio cerrado, tampoco está permitido. Y eso tampoco importa. ¿Le va a importar acaso que la gente tenga dificultades para salir del tren o entrar en él por su causa?

 

No puedo evitar pensar en la actitud de los jueces que bloquean la renovación de los órganos de los que forman parte porque pueden, porque no les va a pasar nada. Porque ellos saben mejor que nadie cómo de ilegal es lo que están haciendo, y también saben cómo de difícil de probar es. Y sobre todo saben que la ley no es igual para todo el mundo. Es como quien anuncia sol en televisión pero lleva un paraguas en el coche.

 

Consigo entrar y llegar al pasillo, después de que la fumadora furtiva me mire con mala cara porque, de verdad, ¿a quién se le ocurre entrar en un vagón con una maletita pequeña y una guitarra a la espalda? Soy claramente una abusadora. Escucho desde lejos que ha llegado el maquinista. Ha venido alertado porque la alarma de incendios se ha disparado. Por el humo. “Ah, ¿sí?”, responde la fumadora, como quien pregunta “¿me va a detener, acaso, señor maquinista?”. Y sí, se le podría detener. O retener. O hacerla bajar del tren por lo menos. No lo sé, seguro que hay un régimen de sanciones previsto para actitudes como la suya. Pero quienes infringen estas cosas menores lo hacen sabiendo que nadie se va a meter en el lío de todo el papeleo, que si algo salió mal, que si faltó un impreso, un sello, que si ten cuidado que al final el marrón te cae a ti. Su impulso de pasar por encima de los derechos de los demás se asienta sobre la certeza de que el resto de la gente vamos a seguir intentando ser amables, seguir manteniendo la ilusión de que vivimos en un mundo civilizado en el que las convenciones y las normas son respetadas.

 

Encuentro mi asiento, el 8B, y la compañera del 8A también va con calma seleccionando de su equipaje qué dejar y qué sacar para el disfrute del viaje. Es como la teoría esa de las ventanas rotas: cuando se quiebran consensos como la amabilidad básica, el respeto a las normas, a veces no escritas, de la convivencia, se diluye el pegamento que convierte la horda en sociedad. Esto es frágil, lo que hemos construido en una pequeña parte, y heredado en una grande, es frágil, se puede deshacer con un soplo. Dijo un tal Ewen Cameron que estamos a nueve comidas de la anarquía. Muchas comidas me parecen.

 

Hace unos días nos congregamos gentes de tribus distintas a conmemorar a un amigo que murió durante la pandemia. Su recuerdo es un vector centrípeto. Nos une. Y nos une en un sentido muy claro y muy práctico: alguien a quien él conoció, amó y respetó, merece de entrada nuestra confianza y nuestra escucha. Cuando lo conocí se estaba produciendo esa anomalía, muchas personas estaban empezando a confiar unas en otras, a reconocerse como aliadas potenciales en un proceso inevitable que habría de cambiarlo todo.

 

Pero esto es frágil, ya digo, y se rompe muy fácilmente. La desconfianza prende enseguida como leñita menuda. Y sin esa confianza mutua ya no somos un pueblo, ni una clase social, ni una generación, ni una mierda. Sin ese espíritu común somos mercancía en manos de políticos, banqueros y gente así.

 

Y pudieron romperlo. Supieron con paciencia, dinero, control de los medios, sobornos, estrategias sistémicas basadas en la infalible mezquindad del ser humano, restaurar la desconfianza entre las personas. Es como si, cuando se declaran esos estados de gracia en una sociedad, hubiera que darse prisa, aprovecharlos en la medida de lo posible para instaurar cambios profundos y resistentes en el sentido común, antes de que la envidia, la maledicencia, la codicia y la traición arraiguen en las fisuras del sueño colectivo. Es un instante que puede cambiar el mundo. Casi nunca lo hace. Casi siempre empuja un poco la Historia hacia adelante. Luego ya solo queda conspirar para que se vayan consolidando otra vez redes de solidaridad, tejido social, complicidades entre barrios, apostarlo todo a lo descabellado, a lo contracorriente, a lo mejor del ser humano. Quizás nunca vuelva a ocurrir en la vida de una, pero es de lo que va esto.

 

Estuve tocando en unas fiestas en la caseta de un grupo político que estaba al lado de la caseta de otro grupo político tremendamente afín. Un compañero tocaba en la caseta de al lado después de mí. No hubo voluntad para que cuajara la idea sensata de montar un escenario único, compartir material, colaborar tal vez. No pudo ser. Así, el compañero y yo tocamos por separado. El día que nos fusilen juntos será ya demasiado tarde para pillar el chiste.

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