EL REY Y LAS OVEJAS
DAVID TORRES
Nadie puede negar que uno de los grandes aciertos del juancarlismo es su servicio de prensa, habilidad que más bien es un privilegio y que consiste en tener a la prensa a su servicio. El penúltimo favor que acaban de hacerle es vender su escandalosa fuga al extranjero como otro servicio hecho al pueblo español, uno más en una larga lista de presuntos sacrificios patrióticos que incluyen el adulterio en serie, las comisiones millonarias, el desfalco a Hacienda y el blanqueo de capitales. La reacción de la prensa cortesana ha sido muy parecida a la de aquel médico que se estaba follando a una oveja y cuando su esposa, junto a unos detectives, lo sorprende en la cama de un hotel revolcándose con la oveja, exclama: "No, cariño, no es lo que te piensas. Es una paciente mía que se cree que es una oveja". Sí, lo más grande del periodismo juancarlista es que se cree a pies juntillas sus propios editoriales.
En efecto, en estos
últimos meses, el juancarlismo ha pasado de su tono habitual de zarzuela a
bailotear el título de una comedia de Woody Allen: Todo lo que siempre quiso
saber sobre la monarquía y no se atrevía a preguntar. En España hasta lo del
coronavirus suena a chiste, puesto que algunos ya sabíamos de sobra que la
corona es un virus y que aquí la única república posible está en la República
Dominicana. Marhuenda, el humorista que dirige La Razón, llegó a decir que el
rey se va porque está siendo víctima de una cacería periodística, un comentario
que oscila entre el lapsus freudiano y el retruécano magistral, porque hace
falta bemoles para hablar de cacería entre las toneladas de jabón con que han
untado al rey Juan Carlos durante décadas y la afición secular de los borbones
por masacrar animales a escopetazos.
Con todo, el
servicio de prensa está haciendo otro descomunal esfuerzo de genuflexión y
limpiabotismo intentando vender a un prófugo de la justicia, blindado
constitucionalmente hasta las trancas, como un pobre hombre indefenso
perseguido por una turba de desagradecidos. Gracias a una ingente labor de
desinformación mantenida a lo largo de decenios, la opinión pública española es
capaz no sólo de compadecerse de un vividor a todo trapo sino de ver un gran
monarca en don Juan Carlos de igual modo que don Quijote transformaba en
gigantes los molinos de viento. Antes la moda consistía en decir que uno no era
monárquico, sino juancarlista, ya que habíamos tenido la inmensa suerte de que
un superhéroe viniera a aterrizar al final de una histórica dinastía de
tarados, ineptos, holgazanes, traidores, ladrones y sátiros. Ahora, a la vista
de la liebre levantada por la fiscalía suiza -un lepórido del tamaño y porte de
un elefante blanco- los juancarlistas se han vuelto monárquicos de toda la
vida.
La misiva de
renuncia presentada por la Casa Real contiene tal catarata de chanzas,
pedorretas, silogismos y figuras literarias que únicamente puede compararse a
esos mensajes navideños al pueblo español donde el rey proclamaba que la
justicia es igual para todos. Concebido a modo de cortafuegos para intentar
salvar los muebles borbónicos, el autoexilio de lujo del rey Juan Carlos ha resultado
el último cercenamiento en un interminable proceso de putrefacción que antes se
llevó por delante a Javier de la Rosa, los Albertos, Mario Conde, Manuel Prado
y Colón de Carvajal, Urdangarín y la infanta Cristina. La Casa Real parece una
de esas lámparas insectívoras donde, de vez en cuando, un mosquito se
achicharra vivo. Ayer chisporroteó un elefante, algo normal en un país que
todavía cree que Corinna Larsen es una oveja.
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