EL TRABAJO LIBERA, SÍ, A
LOS NEGREROS
DAVID TORRES
Es difícil elucidar
en qué momento exacto el trabajo pasó de ser un derecho básico a un privilegio,
pero sospecho que la metamorfosis se aceleró tras la caída del bloque
soviético. Junto a mi hermano y a un amigo que también ha acabado en un
periódico, trabajé un verano en un vivero cerca de Barajas donde en seguida
comprendí que esos eslóganes idiotas sobre el curro (“el trabajo es salud”, “el
trabajo dignifica”) los debía de haber inventado algún mamarracho que no había
pegado palo al agua ni un día de su vida.
Había que
levantarse a las seis y pico de la mañana, empalmar dos autobuses, llegar a las
naves a las ocho y ponerse a plantar tronquitos del Brasil ocho horas seguidas,
con una breve pausa para almorzar, en medio de una humedad de manglar y de un
calor de invernadero. Llegaba un momento en que las manos empezaban a marchar
por sí solas, como Chaplin apretando tuercas en Tiempos modernos, y que los
sueños iban poblándose de tierra y macetas. Si tienen un tronquito del Brasil
en casa, adquirido a finales de los ochenta, de ésos que van creciendo como si
pretendiera colonizar el pasillo, luego el salón y después del planeta, a lo
mejor está regado con mi sudor, el de mi hermano o el de mi amigo.
A pesar del calor,
de la humedad y del tedio infinito de plantar troncos, se trataba de un trabajo
a jornada completa que hoy, en lugar de jóvenes estudiantes, realizarían
inmigrantes, cuarentones desesperados o chavales hambrientos por la mitad del
salario. Tuve la suerte de ir empalmando diversos oficios uno tras otro
(cobrador de recibos a domicilio, profesor, dependiente en unos grandes
almacenes, librero) esquivando siempre, de pura chiripa, al paro, el gran
monstruo que diezmó mi generación y arrasó con las siguientes. He acabado por
recalar en la prensa, un apartado en crisis permanente donde abundan los
recortes, los despidos, los becarios e incluso los esclavos agradecidos, como
lo demuestran plataformas de negreros al estilo de The Huffington Post en las
que el trabajo de escribir es, en efecto, un privilegio que se paga con la
publicación y una palmadita en la espalda.
A buena parte de la
prensa -cuya labor debiera ser denunciar estos abusos, pisoteos e
incumplimientos de los derechos laborales básicos- le ha tocado además la tarea
de maquillarlos mediante vistosos eufemismos. A la media jornada ahora se le
llama “job sharing“, un invento que consiste en compartir el trabajo y, por
supuesto, el sueldo. Al hecho de no poder salir de casa porque el dinero no
alcanza ni para pipas lo llaman “nesting“, una estrategia hogareña que rebaja
la ansiedad y tranquiliza la mente. A la imposibilidad de poder alquilar un
piso propio y tener que compartirlo con varios colegas lo han bautizado con el nombre
de “coliving“, un novedoso concepto inmobiliario en el que la juventud se
prolonga hasta la jubilación, si es que llega algún día. A la triste necesidad
de recoger comida de la basura, como los mendigos, se le denomina “friganismo”,
una dieta posmoderna que aligera mucho los bolsillos. Falta únicamente que
pongan de moda el suicidio para ahorrar costes a la Seguridad Social, pero
tampoco quiero dar ideas.
La historia es
antigua, proviene de los siervos de la gleba, de la genial táctica capitalista
de abolir la esclavitud para que los antiguos siervos tuvieran que pagarse
ellos el alojamiento y la comida. Gracias a sus fabulosos mecanismos de
control, el capital ha despejado la clásica ecuación romana del panem et
circenses quitando el pan y dejando sólo el circo de las redes sociales,
internet y los videojuegos. Por eso el neoliberalismo ha llegado al extremo de
bañar la explotación laboral absoluta con tintes de color rosa: sin ir más
lejos, la UEFA anunciaba esta semana la búsqueda de “bailarines voluntarios”
para la ceremonia inaugural de la Champions League, a pesar de contar con un
presupuesto de miles de millones de euros. La pregunta es cuándo se les
ocurrirá a los amos del cotarro pasar del trabajo entendido como privilegio al
trabajo realizado como lujo y empezar a cobrar a los desgraciados que quieran
escribir, bailar, conducir un taxi o transportar paquetes. “El trabajo libera”
rezaba en las puertas de los campos de concentración. Están en ello.
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