LA PARTÍCULA RUBALCABA
GERARDO TECÉ
Un hombre de
Estado. Siempre me ha fascinado ese concepto. Esa medalla. Esos hombres que la
portan. Un hombre de Estado sería, si uno presta atención a las alabanzas que
rodean al término cuando aparece, un tipo que, dedicándose a lo público,
antepone siempre los intereses del Estado ante cualquier otra cosa. Cuando la
medalla aparece, en ningún caso se especifica –sería de poca clase entrar al
detalle– cuáles son esos intereses del Estado que el hombre de Estado defiende.
Ni a quién beneficia o perjudica un interés de Estado concreto.
Hace años
entrevisté a Manuel Delgado, un tipo que se dedicaba a lo público. Antropólogo
en la Universidad de Barcelona. Un hombre empeñado en hacerse preguntas y en
poner en duda sus propias respuestas. Delgado, en un momento dado de la charla,
me hizo una confesión que lo descartaba totalmente como posible hombre de
Estado a pesar de ser un trabajador público. Si la versión oficial y la versión
de la prensa coinciden, me dijo, tú desconfía, porque lo que te están contando
probablemente sea falso. O, al menos, no del todo cierto. Como para hacerlo
ministro de algo. Ni encargado de parques y jardines.
Me caía bien
Rubalcaba. No personalmente –no lo conocí– sino como el personaje al que encarnaba.
El héroe gris de una novela negra. Un ministro de Interior de cuerpo débil y
cerebro musculado que llegaba en coche blindado a la escena de un crimen,
porque su ministerio no sólo era el despacho, también un callejón perdido en el
barrio de Usera o una finca en Huelva. Frank Underwood a la española que
controlaba la dialéctica, la estrategia, el espacio y los tiempos políticos
como nadie. Y que, por si le faltaran ingredientes al perfil de implacable jefe
absoluto de la policía, decidió no acabar sus días forrándose en un consejo de
administración como un Felipe González cualquiera, sino dando clases de Química
con su bata blanca, como un opositor cualquiera. Rubalcaba, algún día, tendrá
una película y quien tenga que hacer el papel tendrá complicado acercarse al
tamaño del personaje real.
Rubalcaba fue un
hombre de Estado. En eso coinciden la versión oficial y la prensa y creo que
Manuel Delgado se equivoca (a quienes dicen que hay que dudar de todo también
hay que ponerlos en duda). No nos mienten. Es así. Rubalcaba fue un hombre de
Estado. En lo que el antropólogo acierta es en la necesidad de poner en duda
que eso de ser un hombre de Estado sea necesariamente algo positivo. La medalla
de hombre de Estado conlleva sombras y Rubalcaba las tenía. Y muchas. Sus
mejores servicios a España, repiten los medios y asiente la versión oficial,
fueron la disolución de ETA y la sucesión de la Corona. Reviviendo aquella
charla con el antropólogo me cuesta no pensar en el Rubalcaba que decía
acordarse de Barrionuevo –ministro de Interior condenado por terrorismo de
Estado– cada vez que iba al entierro de una víctima de ETA. Tampoco es fácil
tragar con las alabanzas que está recibiendo su papel en la sucesión de la
Corona. Rubalcaba, con su carrera política acabada y con un socialismo que
necesitaba renovarse con urgencia, fue informado de los planes de la Zarzuela:
Juan Carlos lo dejaba y el hijo calentaba en la banda. El hombre de Estado
decidió que el profesor de Química y la renovación del PSOE esperaran unos meses.
No fueran los militantes a verse arrastrados por los nuevos tiempos y poner en
la secretaría del partido a un republicano. A alguien sin sentido de Estado
alguno, a alguien con ideas transgresoras como que el pueblo decidiera si
quería seguir tragando Borbón o no cuando la noticia se supiese. Rubalcaba se
retiró contento. Satisfecho porque la operación de Estado se había efectuado
sin incidentes. En argot policial, la cúpula de la opinión pública había sido
desarticulada con éxito.
Como profesor de Química,
Pérez Rubalcaba era fan del principio de incertidumbre de Heisenberg. Ese que
dice algo así como que es imposible medir con precisión la posición de una
partícula, porque la misma observación para medirla la está condicionando. El
papel de un hombre de Estado como Rubalcaba no puede medirse sin que el método
de medición y los propietarios de la tabla métrica lo estén condicionando. Al
observar las partículas de Estado, como diría el antropólogo, no demos nada por
cierto ni absoluto. Pongámoslo en duda porque el personaje lo merece. Y, cuando
salga la película, tampoco nos sintamos mal por ir con Rubalcaba a pesar de sus
sombras. Es difícil no hacerlo con un personaje tan completo
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