domingo, 22 de abril de 2018

LA H ORNACINA, pòr José Rivero Vivas


LA H ORNACINA
José Rivero Vivas

Director de arte: Marcelo López
Maquetación: Migdalia Morales
Ilustración de la cubierta:
Detalle: Bañistas en la habitación,
Ernst Ludwig Kirchner.
Autor: José Rivero Vivas
(ISBN: 978-84-16759-18-7)
Ediciones IDEA, 2016

Toda independencia dignifica al ser que la reivindica. Llevada, empero, a su punto específico, es de suponer que quienes propugnan su alcance y se afanan en su consecución, se hallan en conocimiento de su riesgo inmediato, así como de las futuribles consecuencias que más allá se deriven de su culminación.
—¡Fidencio! ¿Qué escribes?
—Una novela, madre.
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(La hornacina. Cap. 3 Pág. 26)

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La hornacina es obra perteneciente al área denominada de incrustación, sección sucintamente tratada por el propio autor en comentario sobre su novela Sesgo.
Abrumado por cuanto acaece en torno, Fidencio se ha puesto a tomar nota de todo evento susceptible de estar sujeto al arbitrio de una minoría, que presuntamente vela por la buena marcha de los relevantes acontecimientos del país. En fecha anterior preparó una serie de cuentos -relativos a la emigración de la época-, en la que don Herón es figura señera, alrededor de quien giran los distintos personajes, en su mayor parte empleados de su hacienda. Como años antes hubo hecho lo referente a su estancia en el extranjero, con destino ignorado, advierte que esta obra previa se le atraviesa en mitad del proceso de la redacción presente; ello le insta a interfoliar el texto, cual si la narración realizada por Fidencio Luis Padrón pudiera ser sustituida por la que escribe Lufidro, seudónimo tomado de su propio nombre, con el que firma las andanzas de don Herón, su hija Silvina y otros, que en suma complementan la leyenda. Insatisfecho con esta vía, a lo largo de su enrevesado proyecto, el joven consigue verificar que solamente unos pocos tienen sitio en el rango oficialmente establecido, independiente de su desarrollo, cuya implantación en el medio destacado, dentro de esta singular actividad, persevera en su color mate, seriamente desdorado y sin brillo.

Fidencio se siente obsesionado por la excepcional dimensión tomada por aquellos autores considerados Básicos, a cuyo rango sólo acceden las figuras deslumbrantes del país, lo que confirma su constatación de que pocos tienen lugar en este reino, a pesar del pleno merecimiento de algunos, aunque no encajan en el rincón destinado a los preferidos. Su incorporación, empero, al orbe creativo, semeja perseverar resplandeciente; sin embargo, no parece ajena a tono mate, seriamente ajado en su fulgor de oropel. Él, delicado, sueña su expresión mejor, con objeto de trasvasarla al duende externo y dirigirla luego a su interior; de este modo no habrá de hallar traba a la acción emprendida, llena de fervor, ante unos seres enajenados, prestos a ir contra sí mismos, guiados por cuanto comentario adverso es expandido a través de las ondas, donde múltiples ciudadanos, de mítica remuneración, certifican bien, mal o regular, conforme con lo dispuesto a través de la consigna subrepticiamente cifrada.
Constancia, madre de Fidencio, con referencia a quienes gozan de incuestionable éxito, suele decirles Únicos, y, atribulada por cuanto su hijo haya de quedar al margen de esta categoría, solícita acude al profesor Odón Garrido, a quien ruega que oriente al chico y lo instruya en el camino a seguir, con el fin de adquirir apto nivel  que le propicie entrada en el nicho –hornacina para ella- de óptima consagración para aquellos que dedican su tiempo a la creatividad literaria. De hecho, se pone a leer, sin recato alguno, los versos en que  “el zagal mira a la mujer del tendero y ella desea enseñarle su parte escondida”. Odón Garrido, irritado ante su mimosería, hace mención al escritor americano, célebre después de su muerte, cuando, a insistencia materna, fue publicada su CONJURA… Alega asimismo que, la aproximación de Fidencio a posibles desencantos, no deja de ser “lamentos sociales trasnochados”. Al tender, no obstante, la mirada en torno, claramente se observa que no es despropósito la insinuación del muchacho relativa a cuanto se percibe y más. Constancia aprovecha este inciso para inquirir la causa de su negativa a leer lo escrito por su hijo. El profesor, evasivo, argumenta que el chico precisa amplia perspectiva en el fluir de la historia.
Enamorado de Liliosa, Fidencio abandona la obra emprendida. Su madre lo anima a mantenerse firme ante la adversidad; pero él desfallece, falto de coraje. Ella le reprocha su afán por terminar esa Crónica de los Únicos; él le corrige, Libro de los Básicos: una serie de cuentos cuyo coherente enlace ignora cómo ensartar. Ella le sugiere la utilización de hilo conductor; indulgente, él la mira con escepticismo, cual si, en silencio, expusiera su tesis acerca del atolladero en que se encuentra.
En el Festival de los no integrados, Hortensia, de Radio Antorcha, señala que Odón Garrido calca lo expuesto por Teo Cárdena, aunque se rinde a Digno del Moral. A pesar de su aire desenfadado, el poeta novel mantiene su lenguaje dentro de corrección y propiedad; pródigo además en adjetivos, código que rebasa lo aprendido de Constancia en su afectivo desvelo. Claro es que, Fidencio reside ahora  en el Reino Unido, ocupando suite lujosa en un hotel de Park Lane, con los ventanales sobre Hyde Park. Un percance de salud lo lleva al London University Hospital, donde conoce el problema de Joâo, oriundo de Angola, de donde tuvo que salir precipitado; años más tarde apareció por las Islas Canarias, no en patera, sino como hombre de finanzas, con sede en Londres. Aquejado de corazón enfermo, cuenta a Fidencio su cuita, que no es de amor, porque dice tener ocho mujeres. En conversación telefónica, uno de sus vástagos le reveló el secreto de su madre: esclarecía la relación que el americano, compañero de lucha en su país, tuvo con su mujer más linda. Es el momento en que Osmundo apunta que algún autor aprovecha la catástrofe ocurrida para, inspirado en el sufrimiento, crear una gran obra, sin entrar a juzgar su intención. Son cosas que Lufidro expresa a lo largo de su novela.
Fidencio se siente indispuesto tras una discusión, sin motivo, con Liliosa, que ha llegado a excitarlo en demasía y su corazón palpita a ritmo acelerado, cuyas consecuencias ignora. El caso lo provocan esos escritos que acaba de ver en la inmensidad de la virtual navegación: todos son héroes, sin pensar que, defender el asunto que determina el amor, es como pretender el favor de una mujer que nos rechaza. Aun así espera que, puesta la felicidad por delante, alguno se haya de volcar sobre sus páginas y será capaz de leer el volumen entero; su resumen será luego utilizado por otros que presumirán de ser pioneros en ofrecer la reseña. En resumidas cuentas, Fidencio no escribe su libro, o crónica, con avidez rencorosa ni vengativa; su fabulación es suscitada por el fracaso amoroso sufrido, después que Liliosa, su novia, acude a verse con Digno del Moral, de quien quedó prendada a primera vista, allá en La Matanza, en su puesto de venta en el mercado. Lo cierto es que, el ir Digno del Moral con Liliosa al barranco de Acentejo, no es mera casualidad, por hallarse cerca ni mucho menos; el hecho es concluyente tras su intención de hacer valer la derrota del castellano por los guanches, de modo que no se esfume el recuerdo, cual se intuye, sino que perviva auténtico, frente a cuanto se pregona en la valoración de Lo nuestro, y acaso no haga falta ahora la arribada entonces de los galeones para la total entrega del nacional, y sin condición.
El lance de amor sucede en La Laguna, por ser ciudad de raigambre tradicional, sesgada hacia el vencedor después de la muerte de Tinguaro. La copla cantada por Felipe Luis abre el corazón de Constancia y lo recibe en el zaguán. El tiempo se encarga de esclarecernos lo ocurrido a través de su consecuencia, cuyo drama interno es tema que concierne a quienes padecen la incomprensión de su actividad, cual refleja la indiferencia que su producción motiva en torno, complicado evento, susceptible de estar sujeto al arbitrio de una minoría, resuelta a priorizar los relevantes acontecimientos. De aquí que la acción de Felipe Luis no vaya en pos del folclore, como color costumbrista, sino tras la huella provisora de reciedumbre en su sentimiento.
Osmundo reconoce ser menor que Silvina, pero está de ella enamorado. Sin embargo, no cree acertado que venga con él a la ciudad, donde habrá de trabajar en el servicio doméstico, misión de oprobio, siendo hija de Don Herón, quien ganó su fortuna en las apuestas de caballos; después se unió a Edwina, mujer de gruesa economía, y pronto nació Silvina, muy morena, lo que despierta cierta sospecha sobre el origen africano de don Herón, quien se queja de su sino, al retornar a su país y ser tratado como ente extraño. Alega, en agravio, seguir con la misma pega de ayer, a pesar de su bolsa repleta; en ello intuye que no es posible traspasar los límites de la resistencia humana. Osmundo, en lugar de permanecer impasible, arguye que su vuelta fue a tontas y a locas; don Herón, sensible a su emoción, razona con él, al par que duda de su propio juicio, basado en el mutuo contacto tras encono desacertado. Osmundo, circunspecto, entendió que ser rico no garantiza felicidad a este hombre, solo que estaba después del abandono de su mujer. El tema indagado por Lufidro, experto en letras, llega a interrumpir su cavilación, y lanza al aire su queja: deslumbrado por el sol, no le es posible emprender nueva aventura. No obstante, Osmundo mira en derredor tratando de columbrar la silueta de Silvina, que lo turba con su aroma y sus dulces maneras.
Regresa Fidencio con ínfulas de configurar su novela; pero distrae su tiempo en compromisos con Radio Antorcha, pendiente de una tertulia cuyos participantes suelen debatir sobre actualidad. Es cuando alude a “Toda independencia dignifica…”. Su madre se escandaliza, pero él continúa en plena meditación, subrayando que su numen deriva de los Excluidos de la Tierra, en cualquier área social. Teo Cárdenas pasea las calles solitarias de Santa Cruz, durante “la nuit” –olvidado quizá de mencionar al autor de los finos artículos-, a la procura de moza con quien festejar una etapa de amor. Amigo leal de Fidencio Luis Padrón, en noche de intensa lluvia sigue las pesquisas del asesinato –sin similitud su reflexión con la de Monsieur Dupin sobre el crimen de la Rue Morgue-, perpetrado cuando dos hombres atracaron un tercero por unos billetes de banco. Hortensia se propone abandonar su puesto en la emisora, pese a que Odón Garrido la incorpora a su programa; su decisión subraya que es tonto Peribáñez si no reconoce el alivio de su voz, de cadencioso arrastre en dejo de gente sureña.
En el espaldar del valle se alza la villa donde reside Liliosa, la mujer que tiene a Fidencio trastornado y pesaroso, porque mañana saldrá de viaje a Bruselas y tiene que madrugar. Antes agrega: si los hombres supieran de qué merced dependen, tal vez se encabritaran como las olas y embistieran contra el acantilado hasta pulverizarlo y convertirlo en arena. Acto seguido hace referencia a la serie de cuentos de años atrás, y, absorto en sí, soñó una noche que le daban la Presidencia de la Comuna, sin explicitar geografía y ambientación. Lufidro comienza entonces a redactar el pasaje, y, sin cerrar el capítulo, se ausentó para atender a Osmundo en su biografía, contrapuesta a la de don Herón; la pega surgió por no tener teléfono, lo que trae a cuento el informe de Silvina.
Referente a su estancia en el extranjero, con destino ignorado, Fidencio percibe que esta novela antigua trunca la fluidez de su narración; tanto así, que se ve obligado a intercalar y superponer los cuentos, para unirlos en un cuerpo único y formar un volumen serio. El libro es, además, un ensayo acerca de cómo se distribuye la importancia en inherente aspecto, al tiempo que se insinúa el estilo, tornadizo y volátil, extraño por tanto al de algunos considerados ases de la cultura, cuya potestad se arrogan como propiedad privada, alegando su buen hacer en las letras, en escueta manifestación de los eruditos en la materia
A medida que se avanza en el discurso, hay momentos en que parece, según impresión, que es Lufidro quien escribe la obra, realizada por Fidencio que, si no hubiese sido “poeta desgraciado, cual de sí dijera Manolo”, podría alardear de sus artículos en la prensa diaria, y difundir el tema central de su Libro de los Básicos, que hallaría eco por doquier. Procede también aclarar que intervienen en este proceso las personas más allegadas, así como los compañeros de trabajo y algún que otro amigo, localizado a distancia, sujeto a filiación diversa. A este tenor, irrumpe la trama dentro del campo de acción en que se mueven los personajes, de particular enseña, cuyo drama interno es asunto que asimismo concierne a quienes padecen la incomprensión de su medio respecto de su entrañable producción.
Pudiera pensarse en cuestión particularizada, a juzgar por los escenarios que sustentan la propuesta; sin embargo, en su acotación, el autor declara ser un total, que a dosis temperadas vierte en sus obras, se trate de entorno, sueños, fantasía o pensamiento. El cauce narrativo podría orientarse, cual la misma vida, que sucede a trechos, círculos, saltos; lineal y fastuosa a veces, aunque suele mostrarse plana y sumamente insípida en casi todos, por más que se presuma de notoriedad. Todo ello queda en la escritura comprendido; así, cada capítulo aquí, es un cuento previo que, sumado a otros, en orden alterno, va situando la obra en su proceso hacia la conclusión de la historia. Mas, el final no se produce por motivos de indecisión en Fidencio, personaje narrador a ratos, quien delega en Lufidro parte del cómputo de páginas logradas, con objeto de operar dentro y fuera del ámbito en que se mueven los protagonistas del relato. Este sentir lleva hasta el final, momento de traslucir que son esbozos para una biografía, acaso de la colectividad.
Muchos equivocaron el sendero que llevaba a buen puerto, con las naves atracadas, inexpugnables fortalezas, en espera de ser trasladadas orillas del remanso donde se erige el castillo, con sus muros de piedra y barro, secos por los años y los efectos del sol a través de sus rayos. Odón Garrido entonces salta inquieto ante la intención de Fidencio de escribir sobre el magnate don Herón, quien pone fin a la disputa entre empleados y patrón, tempestad no anunciada, relativa a Crónica de los Únicos, referencia que Constancia hace al gran escritor colombiano. De ello se deduce la severa oposición al centro emancipado, una vez contrastado el armonioso canto de ruiseñores y alondras, mientras en celo se arrullan, con esperanza de echar su barco al agua y zarpar a otras regiones, por distintos mares, arriando el velamen, para al fin surcar el ancho océano, y después volar a distintos lares, seguros de que La Hornacina no empalaga, ya que es nimia la devoción prodigada por el entorno a quienes conforman su leyenda.
José Rivero Vivas
SERVENTÍA
Obra: E.18 (a.106)
Tenerife. Islas Canarias
Mayo de 2017
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Abril de 2018



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