EL RETORNO DE
LOS BRUJOS
POR RAFAEL CID
Por Rafael Cid “La ciencia
se compone de errores, que a su vez son los pasos hacia la verdad” (Julio
Verne) Hace ahora un siglo, representantes de organizaciones de trabajadores a
nivel internacional se reunieron en la ciudad gallega de Ferrol para asistir a
un encuentro por la paz que trataba de influir en la […]
“La ciencia se compone
de errores, que a su vez
son los pasos hacia la
verdad”
(Julio Verne)
Hace
ahora un siglo, representantes de organizaciones de trabajadores a nivel
internacional se reunieron en la ciudad gallega de Ferrol para asistir a un
encuentro por la paz que trataba de influir en la opinión pública contra la
Gran Guerra en marcha.
El
Congreso, celebrado a pesar de las trabas que el gobierno español de la época
puso para la entrada en territorio nacional de sus delegados, y de estar
sometido a la tensión de la disparidad de criterios sobre la postura a tomar
ante el conflicto de las diferentes corrientes del proletariado mundial, quedó
en los anales de la historia como un pírrico intento de evitar que el estallido
bélico dinamitara el espíritu de fraternidad que identificaba al movimiento
obrero.
Desde
entonces se han producido dos contiendas mundiales, la de 1914 de carácter
netamente nacionalista y la 1939-1941 de sesgo antifascista, y ambas dejaron
heridas en la memoria de los pueblos que las padecieron que aún no han
cicatrizado del todo. Por eso, alarma comprobar que de nuevo en 2015 el orbe
capitalista se adentra en una etapa de sombrías expectativas de las que no cabe
excluir una súbita implosión. El moderno holocausto de las migraciones del
hambre procedentes de África, guerras civiles y Estado fallidos; el auge de los
nacionalismos excluyentes y la xenofobia en muchos países desarrollados; la
proliferación de fanatismos religiosos beligerantes; las lacerantes
desigualdades sociales impuestas por el dogma financiero; el fracaso de la
construcción europea como espacio de prosperidad y equidad; las altas cotas de
pobreza, marginación social y paro existentes en amplias capas de la población
mundial; la fosa de la corrupción sistémica que ceba el capitalismo de
amiguetes del área occidental; el surgimiento de un bloque excomunista liderado
por Rusia y China volcado al capitalismo de oligarcas, el absolutismo
político-ideológico, la intolerancia cuartelera y la represión de la
disidencia; el rebrote militarista en antiguas potencias como Japón; la
desestabilización geoestratégica que el Estado Islámico están provocando en las
fronteras del viejo continente con Turquía y la orilla sur del mediterráneo;
las amenazas de una explosión demográfica y el peligro de colapso ecológico,
dibujan un polvorín civilizatorio al límite de la reacción en cadena.
Con
el añadido de que en el siglo XXI el arma nuclear forma parte del arsenal de
los bloques en conflicto y que el malestar de amplias zonas de la población es
aprovechado por demagogos y políticos sin escrúpulos para pulverizar los
tradicionales vínculos de solidaridad de anteriores internacionales. En este
contexto lleno de amenazas globales la tentación lógica sería olvidar los
asuntos internos para centrarse en los externos recurriendo al tópico frentista
de forzadas unidades populares que ya saltaron por los aires cuando los
gobernantes “llamaron a filas” a sus ciudadanos en aquella Primera Guerra
Mundial. Un error que no debería repetirse, porque si algo ha enseñado la
experiencia durante esta tormentosa centuria es que los problemas globales ni
se crean ni se destruyen, se incuban a nivel local. La gravedad de la situación
dicta, por el contrario, no usar solo las luces largas o solo las luces cortas.
Hay que apostar en ambas distancias a la vez, practicando un pensar global con
un actuar local, para romper el ciclo vicioso del minotauro que se afirma en el
sacrificio de sus víctimas.
En
los oscuros tiempos de zozobra es cuando brujos, hechiceros y charlatanes hacen
su agosto. Entonces, gentes ansiosas por encontrar una salida de emergencia a
sus necesidades y miedos abrazan creencias carentes sinsentido. Unos se
encomiendan a la Virgen de Lourdes para remediar sus males; otros toman pócimas
milagrosas para el mal de amores e incluso hay quienes entregan su confianza en
personas a las que atribuyen poderes taumatúrgicos. En política también se
busca el elixir de la eterna juventud. Se vista bajo forma de un seguidismo
ciego en el líder de turno, ese hombre providencial (pocas veces mujer; por qué
será) al que se considera capaz de asaltar los cielos, o bajo la de un régimen
ungido para oficiar la nueva multiplicación de los panes y los peces, tal que
el viceministerio para la Suprema Felicidad Social del régimen venezolano.
Formulas todas esas basadas en la pedestre superstición de que muchos son los
llamados y pocos los elegidos. El retorno de los brujos es la fórmula política
que adopta la mentalidad sumisa en las sociedades gregarias, de muchedumbres
solitarias, porque donde dominan los líderes sobran las personas y los pueblos.
Por
eso no se puede pasar por alto sin crítica la capitulación de una presunta
coalición radical de izquierda como Syriza ante una Troika a la que ha
terminado reivindicando, o las múltiples renuncias de un flamante partido como
Podemos que se presentaba como la alternativa de la gente al bipartidismo
dinástico imperante y sus miserias. Nada que signifique reproducir, con odres
nuevos o viejos, los argumentos que nos han llevado a esta situación terminal
merece atención. Y no vale caer en el manido discurso de la eficacia.
Precisamente por pensar exclusivamente en tomar el gobierno y mantenerse en el
poder, Syriza se ha convertido en prototipo de la peor casta política y Podemos
se dirige a marchas forzadas a posicionarse como marca blanca del PSOE, el
partido que inauguró el austericidio en España que luego el casposo PP agudizó.
De la misma forma, no sirven apelaciones al consenso con la excusa de derrotar
al enemigo común. En semejante trampantojos reside también parte del problema
actual. Solamente es posible aspirar a un mundo mejor si, aparte de llevarlo en
nuestros corazones, crece a cada instante en nuestras actividades cotidianas
con la misma naturalidad que fluye el aire que respiramos.
Y
eso no se logra relanzando la sopa de letras de partidos-vanguardia, con sus
burocracias, jerarquías, caudillos y demás liturgias propias de entidades
autófagas. La batalla por la paz y el antimilitarismo; la democracia real y
participativa; el socialismo sin tutelas; la solidaridad activa o el respeto
del medio ambiente sin concesiones se debe dar y pensar a la vez dentro y
fuera, a nivel local y a nivel global. Pretender dejar para después los valores
éticos que deben acompañar a toda transformación social de la realidad de
abajo-arriba, que persiga una emancipación integral urbi et orbi, es cimentar
el camino para más de lo mismo, pero ahora con el vértigo del colapso ecológico
y el fascismo de nuevo cuño en los talones. Las pasadas elecciones locales
habidas en nuestro país han evidenciado, frente a rutinas bendecidas por todos
vates de la realpolitik, que las humildes plataformas ciudadanas carentes de
bozal partidista constituyen la mejor herramienta para plasmar en hechos las
justas reivindicaciones de los colectivos más precarios sin merma de calidad
democrática. Esa orgullosa dinámica social, característica del mejor 15M, es a
lo que debemos que España sea el único país de la Unión Europea azotado por la
crisis que no ha sucumbido a una salida revanchista, xenófoba y
ultranacionalista. De ahí que los dirigentes que se obstinan en privilegiar su
divisa frente a alternativas mancomunadas, sin dominantes ni dominados, no solo
levantan un monumento a la estulticia política en esta hora crepuscular sino
que encima se hacen candidatos a oficiar como las células-madre que necesita el
sistema para regenerarse en su inveterada condición caníbal.
No
nos cansaremos de repetirlo, como insistía Miguel Torga, ahora más que nunca,
“lo universal es lo local sin muros”.
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