Presentación del libro CINCO MUJERES QUE NO SUBIRÁN AL CIELO de Juan Andrés Herrera
CECILIA
DOMÍNGUEZ LUIS
Cualquier
viaje podemos relacionarlo con un comienzo o un final, es decir, con un
nacimiento o una muerte, en el sentido de que, cada vez que emprendemos un
viaje, dejamos atrás ese lugar “nuestro” en el que nos sentimos más o menos
cómodos, más o menos seguros, para enfrentarnos a un mundo ajeno o, en el mejor
de los casos, parcialmente conocido. En otras palabras, todo viaje es un cambio
que nos marca de una manera u otra.
Y
el que emprenden estas Cinco mujeres que
no subirán al cielo, novela del escritor Juan Andrés Herrera, supondrá
también una catarsis, un cambio radical en su forma de enfrentarse al mundo.
La
novela, que podríamos clasificar de aventura y misterio, aunque es también algo
más, se estructura en 43 capítulos de diferente extensión- aunque ninguno
sobrepasa las diez páginas- y con títulos tan sugerentes como el que da título
a la novela, La trampa, La balas de Dios,
El laberinto o El hombre de la ceja rota, un capítulo, este último precedido por
uno de solo media página pero en el que, a través de una simple conversación,
el lector intuye quién va a ser Alex, el hombre de la ceja rota, que se unirá
al viaje de las Cinco mujeres que no
subirán al cielo.
Escrita
desde el punto de vista de un narrador omnisciente, este no se mantiene fijo
sino que da paso a un narrador en primera persona a través de un diario, un
recurso del que se vale el autor para ofrecer un mayor y más creíble testimonio.
Por otra parte, el narrador cede también
la voz a otros personajes, para que cuenten su propia historia o la del lugar
en que viven, lo que nos proporciona un retrato complejo y cercano de quienes
discurren por la novela.
En
un lenguaje sencillo, coloquial a veces, el autor nos atrapa desde los primeros
capítulos, construidos de tal manera que mantiene al lector expectante acerca
de lo que ocurrirá después .
Cinco mujeres que no subirán al cielo comienza con la presentación de un extraño individuo, Luca
Tardelli, millonario que preside una fundación de mujeres maltratadas, situada
en los macizos de Anaga y que, desde el título del capítulo, El ladrón de iglesias, nos pone sobre la
pista de la “profesión” de este personaje. Algo que ignoran estas cinco
mujeres, cuatro de ellas, Pepi, Lourdes, Sandra y Karen, mujeres maltratadas, y Mónica, la psicóloga que intenta
reconstruir sus vidas. El anuncio de la muerte de Tardelli, por parte de su
abogado hace que estas decidan investigar sobre su pasado, pues la desaparición
de este magnate puede suponerles una separación que no desean.
Sus
pesquisas las llevan a unos diarios que encuentran en el despacho que su
protector tenía en la fundación.
Y aquí aparece una nueva intervención del
autor que, a través de sus personajes femeninos, selecciona aquellos fragmentos
del diario que más les competen. Por eso lo primero que leemos de estos diarios
es una reflexión de Tardelli sobre su tuteladas en la que, entre otras cosas afirma no
encontrar respuesta a la espeluznante
frase la culpa era mía, frase recurrente con el que las mujeres maltratadas
intentan “justificar” lo injustificable.
Se
podría pensar que Tardelli no encuentra una respuesta porque no siente empatía
alguna hacia ellas, porque no sabe del miedo que, como dice José Antonio Marina
:«Impulsa a obrar de determinada manera para librarse de la amenaza y de la
ansiedad que produce. Por lo tanto quien pueda suscitar miedo se apropia, hasta
cierto punto, de la voluntad del otro.» Y es importante tener en cuenta esto
porque a medida que el lector va encontrando- a través de las protagonistas-
esos retazos de diarios, se dará cuenta de que hay algo que no encaja. Que la
personalidad de Tradelli puede ser también fruto de ese miedo, o que tal vez lo finja o lo utilice.
A
partir del descubrimiento del diario, las protagonistas, con la inquietante compañía de Alex comienzan
una peligrosa aventura. Desde Tenerife a un pueblecito de San Salvador, llamado
“La Virgencita”, parten los personajes de la novela en busca de un objeto que
podría ser la salvación de estas cinco mujeres, una de las cuales, Lourdes, la
mayor de ellas, se queda por decisión de todas, en Barcelona, a la espera y como
enlace.
Llegados
a este punto, comprobamos cómo lo que, en un principio podría parecernos una
historia de denuncia social en contra del maltrato, da un giro de 180º y esas
víctimas se convierten en protagonistas de una aventura que las irá haciendo
dueñas de su propio destino.
Sin
embargo, la llegada a El Salvador se convierte en un descenso a los infiernos.
Es
curiosa, en la novela Cinco mujeres que
no subirán al cielo, la
contraposición – si se puede llamar así- de dos infiernos que, aparentemente
nada tienen que ver el uno con el otro.
Por un lado, el infierno particular de cada una de las mujeres maltratadas, del
que sabemos a través del narrador o de sus propias confesiones. Infierno
interior que las lleva a un enquistamiento emocional de sus temores e
inseguridades, a la desconfianza en el otro, a la indefensión – de ahí ese
propósito de permanecer juntas-. Desconcierto del que tampoco se libra Mónica
que guarda para sí un infierno particular muy relacionado con un físico que no
acepta y quien, aunque por distintos caminos a los de sus compañeras, ha
llegado a esa soledad de la que todas pretenden huir.
Por
otro lado, el infierno de los otros, al que los protagonistas descienden casi
sin saberlo. El de la violencia sin paliativos y sin que exista la mínima
compasión hacia sus víctimas, de las Maras Salvatruchas. Unas pandillas, las de
las Maras que, como todos sabemos, y
cuya historia el autor pone en boca del padre Marcos, cura de “La Virgencita”, se
originan en Estados Unidos y llegan a los países latinoamericanos a través de
los jóvenes inmigrantes expulsados y que encuentran en la desastrosa situación
de sus países de origen- sobre todo El Salvador, Honduras y Guatemala- un caldo
de cultivo para la supervivencia a costa de lo que sea, y los lleva a la
necesidad de adquirir cierto poder y autonomía a través del miedo. Como vemos,
de nuevo el miedo como arma de dominio.
Y
que esa aventura va a ser más peligrosa de lo que esperaban lo saben sus
protagonistas desde que se encuentran con “Las
balas de Dios” y con ellas, la muerte en toda su desagradable crudeza que,
como otras terribles realidades, nos describirá el autor con claridad pero
evitando, con acierto, caer en lo morboso.
El
modo en que Juan Andrés Herrera nos muestra la historia es directo,
presentándonos, muchas veces la acción en su inmediatez, de tal forma que nos
olvidamos de un narrador que parece ausente pero que controla cada uno de los
pasos de sus personajes. Otro acierto del autor es saber conectar la causa y el
efecto, además de dos mundos tan distantes como el de la Fundación, lugar donde
las protagonistas se sienten protegidas
pero que, al mismo tiempo les impide actuar, y El Salvador, lugar
desconocido y violento que las obliga a la acción.
El
relato va a ir ganando en intensidad, en la que no escasean las emociones
fuertes, el terror, los golpes de efecto; toda una serie de ingredientes propios
de una novela de misterio que nos acerca a lo que hoy se conoce con el nombre
de thriller. Una historia de intriga en la que sus protagonistas tendrán que
dar respuesta a muchos interrogantes y en la que el paisaje parece aliarse a
cada situación, bien como asimilación,
bien como contraste y que Juan Andrés describe con precisión, sobre todo
a partir de la llegada a El Salvador. Y aquí nos encontramos con un nuevo
recurso del autor: crear una atmósfera propicia para el desenvolvimiento de los
personajes. Los paisajes, determinadas horas del día o de la noche, la lluvia
torrencial, parecen el resultado de una asociación entre paisaje y
acontecimientos, en los que las
descripciones de determinados
objetos nos sirven también como indicios que sostiene la narración.
Así
dice en la página 89: «Todo el camino es
la monótona vista de un paisaje agónico, donde la poca vegetación que no ha
sido talada por las madereras, cubren grandes valles y cerros pelados como si
estuviese contaminado por algún parásito que le impide crear árboles de altura»…y
más adelante y como si compartiese el estado de ánimo de una de las
protagonistas dice: «Todo parece
distinto, agotador angustioso, lento y oscuro. La noche y el día para Pepi son
el mismo hermano tuberculoso que no para de toser en una habitación cerrada.»
Comparación que, por lo creíble y cercana, hace que el lector sienta esa
opresión que emana del ambiente.
Juan
Andrés Herrera nos hace entender que es la visión de las mujeres la que mejor
expresa, a través de sus diálogos o soliloquios, y precisamente por ese espacio
de sombras en el que han vivido, el malestar del mundo, la constante
aniquilación del débil ante la insensibilidad de los otros, la amoralidad de la
vida, el ausente sentimiento de culpa.
Amor
y amistad se enfrentan en una lucha de lealtades en la que parece va a triunfar
el rechazo a la soledad. La lucha es desigual, y lo sabemos porque hemos ido de
la mano de un narrador que nos ha hecho conocer los entresijos, las luces y las
sombras de los protagonistas.
Pronto
nos daremos cuenta de que estos evolucionan de diferente manera ante esa triple
lucha contra una naturaleza hostil, contra los otros y contra ellos mismos. En
unos se producirá un efecto de mejora, a partir de la situación degradante de
la que parten; en otros, en cambio, lo que habrá será un proceso de degradación,
a veces inconsciente.
En
“La Virgencita” finaliza el primer tramo del viaje. Desde luego, casi nada sale como estaba previsto, pero se impone el
regreso. Y, una vez más, las mujeres tienen que tomar decisiones que marcarán
su vida en el futuro. Enfrentadas a sus miedos, los propios y los ajenos, a una
naturaleza que parece hacer brotar los peores instintos del ser humano, las
cuatro mujeres son conscientes del cambio radical que han experimentados sus
vidas. Y han aprendido que sobrevivir supone hacerse dueñas de su propio
destino y que el pasado no constituya una rémora sino un acicate.
La
muerte acecha, y también la traición, sin embargo estas Cinco mujeres que no subirán al cielo se dan cuenta de que son
capaces de remontarse por encima incluso de ellas mismas. Quizá, en su vuelta,
lo que realmente importe no es sólo lo que hayan conseguido sino y sobre todo, la
certeza de que ya nada va a ser igual.
Pero
la llegada les va a deparar una nueva sorpresa que sólo ha sospechado Lourdes,
la mujer que se queda en Barcelona.
El
sol ilumina la playa de Las Teresitas, y es en este escenario donde una
realidad sorprendente va a imponerse por encima de todos los temores. Sin
embargo, las Cinco mujeres que no
subirán al cielo son ya lo suficientemente fuertes para no dejarse vencer
porque, como dice Karen, antes de ejecutar su, digamos, venganza final: “Ahora
Pepi, Lourdes, Sandra, Mónica y yo sabemos que hay una vida antes que la
muerte…Ya hemos empezado una nueva vida sin darnos cuenta”
Juan
Andrés Herrera sabe bien que la literatura no tiene por qué dar mensajes ni
responder a una ideología determinada. A él le interesaba contar una historia y
lo ha hecho pero, como toda escritura, esta tampoco es inocente, y el autor de Cinco mujeres que no subirán al cielo,
nos lleva a tomar partido, a decidirnos por uno u otro personaje, a aceptar, en
muchos momentos, lo absurdo de ese o todo o nada que la vida parece imponernos
en ocasiones.
No
sé si estas cinco mujeres subirán o no al cielo. Tampoco importa. El libro se
cierra con una mirada hacia un futuro que es el aquí y el ahora. Esperemos que
a estas mujeres, como a la novela, les quede vida para rato.
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