EL RECONOCIDO DESPRESTIGIO DEL
TRIBUNAL SUPREMO
Con la
anulación del nombramiento de Magdalena Valerio como presidenta del Consejo de
Estado, el poder judicial ha robado una decisión democrática al pueblo
JOAQUÍN
URÍAS
Magdalena Valerio, durante su
toma de posesión como presidenta
del Consejo de Estado.
Noviembre de 2022. / Consejo de Estado
Sostiene el Tribunal Supremo que la persona nombrada por el Gobierno para presidir el Consejo de Estado no tiene reconocido prestigio. Magdalena Valerio fue ministra, diputada, consejera y ejerció muchos otros cargos públicos en una carrera excelente. Pero el alto tribunal dice que la comunidad jurídica no la tiene en demasiada estima, de modo que su reputación jurídica no es suficiente como para nombrarla para tan alto puesto. Y ha anulado el nombramiento, porque la ley exige que solo puedan acceder al cargo los juristas de reconocido prestigio.
Hay quien ha interpretado la decisión como un ataque al Gobierno que formaría parte de la guerra judicial que algunos tribunales han emprendido contra el Ejecutivo de Pedro Sánchez, dispuestos a impedir el desarrollo de políticas progresistas. No sé si es realmente el caso. De lo que no hay duda es de que estamos ante un nuevo episodio de expansión de las atribuciones judiciales: tribunales que invaden el terreno propio del poder ejecutivo y sustituyen el criterio de oportunidad de los órganos políticos por el suyo propio.
Estamos ante un
nuevo episodio de expansión de las atribuciones judiciales
Efectivamente, la
Ley del Consejo de Estado dice que su presidente será nombrado “libremente” por
el Gobierno entre juristas de reconocido prestigio y con experiencia en asuntos
de Estado. El Tribunal Supremo, por primera vez en su historia, ha decidido que
le toca analizar si coincide o no en eso del prestigio. Para ello parte de que
lo que exige la ley es tener “pública estima obtenida en el ejercicio de una
profesión jurídica”. Es decir, sostiene el Tribunal Supremo que solo puede ser
nombrado quien por el ejercicio prolongado de una profesión jurídica tenga un
dominio tan notable del derecho “que despierte el aprecio profesional” entre
sus compañeros. Una y otra vez alude a la “pública estima en la comunidad
jurídica” que necesita el candidato.
Llegados a ese
punto, el Supremo concluye simplemente que la persona designada, pese a ser
licenciada en Derecho, experta en derecho del trabajo y haber formado parte
durante años como vocal de la comisión de justicia del Congreso, no tiene
prestigio suficiente como jurista.
En el mundillo jurídico,
muchas voces han aplaudido esta decisión. Esencialmente de personas integradas
en algún colectivo jurídico (catedráticos, jueces, fiscales), que se consideran
a sí mismas responsables de medir el prestigio ajeno. Parecen súbitamente
felices de haber detectado y expulsado a una impostora infiltrada pérfidamente
entre sus filas. Son los mismos que se llenan la boca constantemente de
meritocracia para referirse a lo que no es sino colegueo e intercambio de
favores. Pese a ellos, se trata de una decisión peligrosa para el Estado de
derecho y que socava las bases democráticas del sistema. Porque le roba una
trascendental decisión democrática al pueblo y porque incrementa el poder de
esas élites corporativas que creen que el Estado es suyo.
Cuando la ley
asigna al poder ejecutivo la libre elección de la persona que ha de presidir el
Consejo de Estado, quiere que sea un órgano con legitimación popular el que
tome esa decisión. Se trata, por tanto, de una decisión política. El Gobierno
puede nombrar al perfil que mejor se adapte a su concepción ideológica de la
sociedad. Los altos órganos del Estado no funcionan nunca como órganos
meramente técnicos. Sus decisiones, aunque presentadas como tales, parten de
una concepción política sobre lo que es valioso y lo que no. Dejar en manos
técnicas la toma de decisiones de oportunidad supone renunciar a ese ideal
democrático de que es la propia sociedad la que, mediante las elecciones,
decide su futuro.
Por eso, la ley
puede establecer requisitos objetivos destinados a que quien presida el Consejo
de Estado tenga la mejor cualificación. Puede exigir determinados estudios,
tiempo ejerciendo su profesión o experiencias laborales concretas. Los
tribunales pueden vigilar que efectivamente se cumpla la ley y anular el nombramiento
de quien no reúna tales requisitos. Sin embargo, cuando exige “reconocido
prestigio” alude a algo de naturaleza totalmente diferente. El prestigio es
algo subjetivo. Depende, en efecto, de la consideración ajena. Pero no
necesariamente de un grupito de ilustrados. El prestigio puede ser también
social y, sobre todo, depende en gran manera de la ideología de quien lo
valore. Por eso la ley atribuye al Gobierno, en representación de la
ciudadanía, decidir a quién considera prestigioso. Su única obligación es
argumentarlo razonadamente.
El prestigio es
algo subjetivo. Depende de la consideración ajena. Pero no necesariamente de un
grupito de ilustrados
El carácter
ideológico del prestigio es fácil de explicar. Sostiene el Tribunal Supremo que
lo tendría, por ejemplo, don Enrique Arnaldo, nombrado no hace mucho magistrado
del Constitucional. Es letrado de las Cortes y catedrático de Derecho. Tiene
además la Gran Cruz de la Orden de San Raimundo de Peñafort, así que no hay
duda de que entre los juristas se le considera de buena reputación. Al mismo
tiempo, este señor –que apareció en dos sumarios de corrupción, pero fue
exonerado– tenía un despacho de asesoramiento jurídico que recibió suculentos
contratos del Partido Popular. Fue quien llevó a Pablo Casado a conseguir
aprobar de un tirón doce asignaturas en su máster fantasma. También compaginó
de manera aparentemente irregular el cargo de profesor en dos universidades y
ha estado inmerso en otras polémicas que podrían hacer dudar de su honestidad.
Sin duda, para alguien conservador se trata de una persona de prestigio, pues
es rica y poderosa. Sin embargo, también es posible que alguien más
comprometido con los valores sociales considere que el prestigio no se gana con
chanchullos sino con la integridad. Y podría llegar a la conclusión de que
alguien así no reúne los requisitos para su alto cargo. El prestigio, pues, es
ideológico y sólo lo puede valorar el Gobierno.
Del mismo modo, si
un eventual gobierno de izquierdas decidiera un día que una abogada especializada
en temas de extranjería, comprometida día a día en la asistencia a los
inmigrantes que llegan a la valla de Melilla o a los centros de acogida de
Madrid y que acostumbrada a litigar por sus derechos tiene reconocido
prestigio, se trataría de una decisión ideológica. Aunque no hubiera conseguido
el triunfo profesional ni económico, su prestigio como incansable defensora de
los derechos sería innegable. ¿Cómo va a llegar el Tribunal Supremo a decir
que, puesto que no ha recibido honores y cargos, esa persona no es
suficientemente prestigiosa? Sería un disparate.
Sólo quien tiene
legitimación democrática para tomar decisiones ideológicas puede tomarlas. Y
determinar el prestigio no es algo técnico ni neutral, así que no corresponde a
los jueces.
Más allá, el
concepto de prestigio que impone en esta terrible sentencia el Tribunal Supremo
es tremendamente elitista y corporativo. Si eres profesor, abogado, juez o
notario, pero te manifiestas contra las opiniones mayoritarias del sector o no
entras en las componendas y convenciones habituales que reúnen a estos
colectivos, seguramente no se te reconozca esa estima o aprecio en el sector
que dice el Supremo que es necesaria para poder acceder a las más altas
posiciones del Estado. Está así reivindicando el sistema de cooptación típico
de las élites tradicionales. Sirve para que no pueda triunfar nadie que no
acepte someterse a las servidumbres que permiten ahormar a los juristas y
evitar el pensamiento excesivamente divergente. El Supremo, así, no solo hurta
a la sociedad una decisión política, sino que además se la regala a las élites
dominantes en la judicatura, la universidad o la abogacía.
Es posible que en
el caso concreto de Magdalena Valerio el Gobierno se equivocara por no motivar
suficientemente en qué consistía su prestigio como jurista. Debió explicarlo
mejor. Aun así el Tribunal Supremo –ya sea porque está inmerso en una guerra
judicial contra la izquierda, ya porque tiende a ocupar cada vez más espacios
políticos (como hizo durante la pandemia)–, al ir más allá del control de
razonabilidad de la motivación, cruza todas las líneas rojas posibles.
Vivimos tiempos
difíciles en los que el poder judicial ha perdido la conciencia de sus límites
y constantemente se entromete en el papel de los otros poderes. Quienes debían
garantizar la primacía de los órganos democráticos están, en vez de ello,
robándoles sus competencias. La distopía de sustituir la democracia por una
juristocracia cada vez está más cerca. Hablan de meritocracia pero sólo tratan de
colocar a “uno de los nuestros”.
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