EL NEGOCIO DE LA GORDOFOBIA
RAÚL
SOLÍS
Existe un mercado de la delgadez
que produce ansiedad, trastornos alimenticios, problemas graves de salud y
agresiones a los cuerpos
Hace 10 años sufrí una depresión muy grave, fruto de la crisis económica, que me dejó varado y sin salida. Mi cuerpo pasó de pesar 85 a 159 kilos. Mi deporte favorito durante el tiempo que estuve enfermo era ir al supermercado a comprar comida y atiborrarme en la soledad de mi casa. Con las ventanas bajadas, para que no me viera nadie, como si estuviera traficando con droga. La comida para mí era una droga.
En estos diez años he ido a
muchos psicólogos, dietistas y he hecho de todo para intentar adelgazar. Cuando
salgo a la calle lo primero que me dicen, incluida la familia, es que me he
puesto muy gordo, que tengo que adelgazar. He dejado de ir a ver a mi madre, de
ir a bodas, comuniones o reuniones familiares para evitar que me dijeran que
estaba más gordo. Sin yo pedirlo, la gente me da consejos, recetas, trucos y
pócimas para adelgazar. Las he probado todas y ninguna me funciona porque mi
problema no es de voluntad, sino mi organismo.
La ansiedad crónica que me
diagnosticaron creó en mí un trastorno de la conducta alimentaria. La comida
para mí inundaba las veinticuatro horas de mi existencia. Hablo en pasado
porque desde un año, aproximadamente, estoy empezando a curarme. Mientras
desayunaba, ya estaba pensando en la comida y mientras comía, pensaba en la
cena. Mi vida giraba en torno a lo que iba a comer, a lo que iba a devorar. Me
he llegado a comer litro y medio de helado de turrón en una tarde con las
persianas bajadas y su posterior sentimiento de culpa.
Con la llegada de la pandemia, la
cosa se fue a mayores y pasé de 125 a 159 kilos. Yo tenía voluntad de
adelgazar, pero no podía; porque adelgazar no es una cuestión de fuerza de
voluntad, de esfuerzo y meritocracia neoliberal. Me pegaba caminatas de 15
kilómetros, iba al gimnasio y hacía todo el itinerario que me indicaban, pero
la comida me controlaba. No había una dieta, y pude hacer más de diez, en la
que durara más de tres semanas. Cada vez que dejaba una dieta, aumentaba mi
frustración, engordaba y me odiaba más.
Todo cambió, justamente, cuando
dejé de hacer dietas, cuando di con una psicóloga que encontró la manera de
abordar mi ansiedad y vincularla a mi conducta alimentaria. Hay gente que
piensa que por decirle a una persona gorda que coma menos, ésta va a comer
menos. Al contrario, aumenta su ansiedad, el desprecio hacia su cuerpo y va a
comer más, con más ansia y más ganas de destruir ese cuerpo que le produce
acoso, humillaciones y presión social. Nadie cuida aquello que desprecia. Nadie
mima una vivienda en la que no se quiere quedar a vivir. Por eso aceptar el
cuerpo es el primer paso para recuperarse de un trastorno alimentario.
Llevo un año sin hacer dietas,
comiendo saludablemente, haciendo deporte de forma regular y sin pesarme. Ya no
me peso, porque me dan igual los kilos que pese, me importa mi salud, la física
y la mental. Una amiga médica me aconsejó empezar a tomar un antidepresivo
recomendado para la bulimia nerviosa y este fármaco me ha cambiado la vida. Mi
problema nunca ha sido mi cuerpo, sino la ansiedad que me generó la crisis
económica de 2008 y que hizo que estallara mi metabolismo, mi sistema nervioso
y todo mi organismo.
A pesar de que me ‘cuido’, la
mirada del mundo sobre mi cuerpo sigue siendo igual de condescendiente,
despreciativa y superficial. Pero ya no me hace daño, porque he aprendido que
el problema no es que no encuentre ropa de mi talla o el tamaño de mi barriga,
mis piernas y mi culo, sino de una sociedad supremacista que ha hecho de la
delgadez un sistema de expulsión para los que no se adecuan a la norma.
Y un negocio, porque la delgadez
es un negocio. Ahora la tendencia entre la celebrities es inyectarse unos
medicamentos pensados para los diabéticos, pero que en las personas que no lo
son provoca una reducción radical del apetito. Hay influencers que se la toman
para que les quepa un vestido con el que quieren acudir a una alfombra roja.
Instagram está lleno de gente que muestra el antes y el después de sus cuerpos
tras tomar este medicamento. Hay gente que dos meses han perdido 35 kilos.
Hay clínicas privadas que cobran
más de 100 euros por consulta y el medicamento en cuestión asciende a los 150
euros sin receta médica, más caro aún en el mercado negro, porque la sanidad
pública sólo lo prescribe para personas diabéticas. Las consecuencias de tomar este
medicamento no se saben, pero hay médicos que señalan que altera el páncreas y
los niveles de insulina, por lo que probablemente en pocos años haya gente con
problemas graves de salud por haber querido adelgazar a cualquier precio.
La economía de Dinamarca ha
crecido este año un 1,7%, pero, de no ser por la capacidad exportadora de sus
fármacos adelgazantes, el PIB habría caído un 0,3%
Dinamarca, país al que pertenece
la farmacéutica Novo Nordisk, que produce Ozempic y Wegovy, se ha salvado de la
recesión en este año por la potencia exportadora de estos fármacos. La economía
de Dinamarca ha crecido este año un 1,7%, pero, de no ser por la capacidad
exportadora de sus fármacos adelgazantes, el PIB habría caído un 0,3%.
Estos datos reflejan que detrás
de la presión para estar delgados se esconde un negocio muy rentable basado en
la infelicidad, en la insatisfacción con los cuerpos, en vender una
normatividad imposible de alcanzar y en hacer de la aspiración un mecanismo de
consumo insaciable. El neoliberalismo se alimenta de la aspiración y no es sólo
un sistema económico, de ser así no habría triunfado, es sobre todo un sistema
cultural que coloniza las mentes por todos los medios a su alcance,
especialmente por la publicidad y el audiovisual. Existe un mercado de la
delgadez que produce ansiedad, trastornos alimenticios, problemas graves de
salud y agresiones a los cuerpos que son irreparables. El mercado ha encontrado
en las personas gordas un filón, por eso la gordofobia es deporte olímpico.
Balones gástricos a 4.000 euros,
por supuesto, financiado en cómodas cuotas; la industria farmacéutica;
dietistas, vendehúmos que hacen encuentros de gordos como si se tratase de
alcohólicos anónimos, a 60 euros la sesión (por aquí también he pasado); agencias
de viajes, compañías aéreas y hoteles especializados en llevar a gente harta de
sufrir gordofobia a encontrar la felicidad en una reducción de estómago en
Turquía, sin garantías de que no se vayan a quedar en la mesa del quirófano o
las consecuencias que van a tener estas intervenciones en su salud futura.
Para tener salud no hay que estar
delgado, lo que hay es que tener hábitos saludables, comer sano, hacer
ejercicios y una buena salud mental. Y nada de esto se consigue si no se tienen
cubiertas las necesidades materiales más básicas. No se vende lo mismo en un
supermercado de un barrio obrero que en los supermercados de barrios de rentas
altas. No se come el mismo pescado, la misma fruta y verduras ganando el sueldo
mínimo que cobrando 3.000 euros al mes. La salud mental no es la misma teniendo
la vida resuelta que acostándote sin leche para darle el desayuno a tus hijos.
Por eso en los barrios obreros
hay más personas gordas que en los barrios ricos. La gordofobia es la otra cara
de la moneda del clasismo. Socialmente ya no está legitimado odiar a nadie por
ser pobre, pero sí tiene patente de corso atacar a las personas gordas. Se
odian los cuerpos gordos porque se intuye que son pobres, por eso se les tacha
de vagos, de no esforzarse, de no hacer méritos para alcanzar el cuerpo
normativo… los mismos agravios que sufren los pobres, a los que se culpa de no
esforzarse para alcanzar el éxito social.
Cuando en el siglo XIX y
principios del XX comer era un lujo de la burguesía y los pobres sufrían
raquitismo, los cuerpos saludables eran los gordos. Ahora que, mejor o peor, al
menos en Occidente, todo el mundo puede comer tres veces al día, aunque sea
pastas, arroces y carnes magras, lo socialmente aplaudido es la delgadez, comer
poco, hacer ayuno intermitente, alimentarse a base de vegetales y disponer de
tiempo para cocinar saludable y hacer mucho deporte; si es crossfit, mejor que
mejor, que luce mucho en Instagram. No se odia a los gordos por ser gordos,
sino por intuir que son pobres. No es gordofobia, se llama clasismo.
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