miércoles, 2 de noviembre de 2022

VUELVE LA ESPERANZA. LULA DA SILVA DERROTÓ AL FASCISMO TROPICAL

 

VUELVE LA ESPERANZA. LULA DA SILVA DERROTÓ AL FASCISMO TROPICAL

Tras la victoria, la izquierda debe reconstruir un país devastado por la intolerancia. Durante la campaña, el nuevo presidente prometió reactivar todos los programas sociales interrumpidos en las etapas posteriores a los gobiernos del PT

ZAINER PIMENTEL

 

Primeras declaraciones del nuevo presidente electo

de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva.

Ha sido una larga espera para la izquierda democrática; cada mes que pasaba parecía que la pesadilla iba a ser eterna. El 2 de octubre fue un día de frustración en las filas progresistas; se esperaba una victoria que no pudo ser por 1,5% de votos; tocaba empezar de nuevo, ampliar los apoyos para la batalla definitiva cuatro semanas después. Por fin llegó el 30 de octubre, un día que quedará grabado en la memoria democrática del país como una cita electoral sin precedentes desde la redemocratización, parecido a lo que sucedió con el movimiento Directas Ya que puso fin a la dictadura militar en los años 80. En las últimas semanas antes de la segunda vuelta, parte importante del arco democrático brasileño, incluidos antiguos opositores como Fernando Henrique Cardoso, encomendaron a Lula da Silva la misión con tintes épicos de ganar las elecciones contra un candidato sin escrúpulos que jugó sucio, y que dispuso de la máquina administrativa a su antojo. El propio domingo electoral, Bolsonaro trató de dificultar la victoria poniendo a la policía a interceptar autobuses en las zonas en las que el Partido dos Trabalhadores (PT) tenía ventaja. Todos sabían que Lula era el único político en activo capaz de derrotar al fascismo que se estaba adueñando del país.

 

Por fin las urnas han hablado. Pese al domingo de puente, el pueblo venció el desánimo y fue a votar. El exitoso sistema de urnas electrónicas, tan denostado por los golpistas, entregó otra vez el resultado final en tiempo récord. La pesadilla se acerca a su fin, a pesar del agridulce sabor de boca que deja el avance de la extrema derecha en las regiones centro, sur y sureste del país. Ahora toca reconstruir un país devastado por la intolerancia. Los demócratas han mandado a casa a un presidente aberrante que no ha escondido sus preferencias por la dictadura (dijo sin sonrojarse que en la etapa dictatorial se mató poco). Apenas dos días antes de las elecciones se reunía con los tres comandantes de las fuerzas armadas para intentar consensuar un decreto de estado de alerta militar, y sus hijos aún coqueteaban con la idea absurda de suspender las elecciones. Sin embargo, las circunstancias internas y externas le han superado, y el golpe de Estado de momento está descartado.

 

Con Bolsonaro, parece que Brasil perdió la ingenuidad. Ese Brasil que, para el extranjero despistado que desembarcaba en cualquier aeropuerto, parecía ser el país alegre de la convivencia pacífica entre credos y razas y del respeto a las diferencias, se ha difuminado en apenas cuatro años de gobierno. El respeto a los rasgos multiétnicos, multiculturales, religiosos, la alegría de la samba y del fútbol que era parte de una especie de magia que contagia el pueblo de norte a sur en el carnaval, era quizás un espejismo que escondía un profundo racismo, acrecentado por enormes  desigualdades sociales, y basado en el privilegio de los ricos sobre los pobres; unas antipatías que el Gobierno Bolsonaro ha sabido explotar a conciencia hasta el punto de incentivar los prejuicios entre las regiones sur y sudeste en contra del noreste.

 

La victoria de la extrema derecha en 2019 trajo consigo un importante incremento de la violencia política. También del odio y la intolerancia hacia los diferentes. Lula da Silva es un especialista en el diálogo y ahora tendrá la oportunidad de demostrar que su candidatura es realmente producto de la “unión entre los divergentes para vencer a los antagónicos”.

 

No se puede esconder que ciertas clases altas y blancas del país jamás pudieron perdonar la conquista de derechos de las clases populares

 

La marca registrada del gobierno saliente de Jair Bolsonaro es la violencia. Aparte de las decenas de muertes por la intolerancia política, nadie olvidará el asesinato de Marielle Franco, mujer negra y lesbiana defensora de los derechos humanos, concejala por el Partido del Socialismo y Libertad (PSOL) y acribillada junto con el conductor de su coche en Rio de Janeiro. Tampoco las muertes del activista Bruno Pereira y del periodista Dom Phillips, dos defensores de los pueblos de la selva. Para colmo, el mandato del actual presidente termina con la detención de su aliado predilecto, el mandamás Roberto Jefferson, de la formación de extrema derecha Partido Trabalhista Brasileiro (PTB), que, al más puro estilo Al Capone, se atrincheró en su casa y recibió a la policía con granadas y tiros. Por no hablar de la diputada Carla Zambelli, mano derecha del presidente, que un día antes de las elecciones fue filmada persiguiendo y apuntando con una pistola a un hombre negro en las calles centrales de São Paulo, por el simple hecho de decirle a la cara que ganaría Lula. De un plumazo, una sociedad que parecía tolerante hacia las opiniones diversas se ha revelado extremadamente violenta en la convivencia cívica. Quizás esa violencia política tenga algo que ver con el descontento de las clases privilegiadas por el empoderamiento de los sectores más desfavorecidos de la sociedad, hecho innegable que se remonta a la llegada del PT al poder hace poco más de 20 años. No se puede esconder que ciertas clases altas y blancas del país jamás pudieron perdonar la conquista de derechos de las clases populares.

 

La velocidad del escrutinio ayudó a que se produjese un final feliz en esta jornada histórica en Brasil. A las 19:57 horas de Brasilia, cuando faltaban pocos votos por escrutar, se proclamaba la victoria del candidato Lula da Silva. El resultado fue ajustadísimo: acudieron a las urnas 124.252.792 electores, con un total del 50,90% (60.345.999 votos) para Lula contra el 49,10% (58.206.354 votos) para el actual presidente del Partido Liberal (PL), Jair Bolsonaro.

 

En esta segunda vuelta, el candidato de la izquierda ganó en dos de las cinco regiones del país: el norte y el noreste. En las otras tres –centro, sur y sureste– se impuso Bolsonaro. Como en la primera vuelta, la más que contundente victoria en el noreste ayudó a Lula da Silva a superar las derrotas en São Paulo y Rio de Janeiro (primer y tercer estados con mayor número de votantes del país, respectivamente), así como a superar el trauma del centro y el sur, donde el descalabro fue inapelable. De los estados de Maranhão a Bahia, pasando por Piauí, Rio Grande do Norte, Paraíba, Pernambuco, Alagoas y Sergipe, el expresidente obtuvo un 69,34%, frente al 30,66% del candidato a reelección. El voto a Lula fue unánime, ya que no perdió en ninguna ciudad de Paraíba, Piauí, Ceará y Sergipe. En el estado de Bahia, que es el más poblado de la región, obtuvo un 72,12%; en el segundo más poblado, Pernambuco, un 66,93%; en Maranhão un 71,14% y en Piauí pulverizó todas las marcas con un 76,86%.

 

En la memoria colectiva, Lula da Silva fue el mejor presidente de la reciente democracia, y el único que realmente tuvo interés en dar visibilidad y cuidar a las clases populares

 

Muchas razones explican esa adhesión incontestable del noreste a Lula da Silva. Por un lado, fue en esa región, la más pobre del país, donde las políticas públicas inclusivas de los 14 años de gobiernos del PT tuvieron un mayor impacto socioeconómico y en la calidad de vida de las personas. Medidas como la bolsa familiar, hambre cero, construcción de casas populares, luz para todos, farmacias populares, ciencia sin fronteras, más médicos, agua para todos, creación de universidades públicas y escuelas de formación profesional, las construcciones de cisternas rurales, las leyes de cuotas en las universidades para personas afrodescendientes y alumnos de las escuelas públicas, los sistemas de financiación de la enseñanza superior, la garantía de derechos para las trabajadoras del hogar o el fortalecimiento del Sistema Único de Salud (SUS), entre otros muchos programas sociales, son reconocidos por la población como un éxito del gobierno de izquierdas dirigido a minimizar la deuda del Estado brasileño con los más pobres. En la memoria colectiva, Lula da Silva fue el mejor presidente de la reciente democracia, y el único que realmente tuvo interés en dar visibilidad y cuidar a las clases populares. Por ejemplo, en el municipio de Guaribas (Piauí), que en 2003 fue considerada ciudad modelo del programa ‘hambre cero’ y que en la primera década de este siglo disminuyó su índice de analfabetismo del 58% al 14% y aumentó su índice de Desarrollo Humano en un 137,38%, el PT tuvo 2.949 votos frente a los 129 del PL. Esto puede ilustrar un poco la victoria aplastante de Lula da Silva en el noreste. Además, fue durante su gobierno cuando comenzó el impulso industrial en esa zona hasta entonces olvidada por los partidos conservadores. Minimizar las diferencias económicas regionales también fue uno de los objetivos de los gobiernos populares. Los estados de Bahía, Ceará y Pernambuco, sólo por citar tres, ya no serían los mismos después del paso del gobierno de izquierdas en Brasilia. La modernización portuaria y el inicio del trasvase del río San Francisco fueron grandes obras públicas llevadas a cabo por Lula da Silva y Dilma Rousseff con el objetivo de  desarrollar la región noreste. Aquel esfuerzo del PT por crear programas sociales y mejorar la participación popular en las decisiones del gobierno federal construyó, en los últimos 20 años, una suerte de muro de protección en la sociedad que, pese a las embestidas de los partidos de extrema derecha por conquistar el voto en esa zona, ha tenido éxito. Los enemigos de la izquierda son irrelevantes políticamente en la región, hasta el punto de que para llegar a elegir gobernador de un estado del noreste, muchos adversarios del PT optaron por ocultar al electorado local sus preferencias en el ámbito nacional.

 

En estas elecciones también se cumplió otra vez la leyenda brasileña de que quien gana en Minas Gerais, gana las elecciones generales

 

Por otro lado, el éxito de Lula da Silva en la región se explica también por elementos históricos, culturales y de identidad regional. El noreste es la cuna del Brasil colonial. Salvador (la capital de Bahía de mayoría afrodescendiente) es la ciudad con más presencia negra fuera de África. Según el PNAD (Programa Nacional por Muestra de Hogares) del IBGE (Instituto Brasileño de Geografía y Estadística), 8 de cada 10 personas se declaraban en 2017 negras o mulatas. Salvador fue la primera capital del país, tierra también de mezcla de los pueblos negro, indígena y portugués, y es símbolo de resistencia cultural y antirracista. Allí, con la confirmación de la victoria de Jerônimo Rodrigues sobre ACM Neto, el PT habrá gobernado durante 20 años. La historia de lucha del pueblo contra el racismo estructural es su seña de identidad. En el año 1835, 186 esclavos liberados salieron a las calles de la ciudad de Salvador, en lo que se conoce como la revuelta de los Malês, en contra de las injusticias practicadas contra los negros por las autoridades locales. También en Bahia está la Irmandade da Boa Morte –que se dedicaba, entre otras cosas, a organizar funerales dignos a los esclavos–, considerada el primer movimiento negro feminista de Brasil. Y qué decir de los estados de Alagoas y Pernambuco, tierras en las que se forjó el mito del gran guerrero negro Zumbi dos Palmares, que se rebeló contra la tiranía esclavista, nacido en la mayor comunidad Quilombola y autosuficiente de Brasil (con un área cercana a la superficie de Portugal).

 

En estas elecciones también se cumplió otra vez la leyenda brasileña de que quien gana en Minas Gerais, el estado sociológica y geográficamente más representativo del país, gana las elecciones generales. El resultado allí fue la fotografía fiel del resultado final del país. La candidatura de la izquierda obtuvo 50,20% de votos, frente al 49,80% de la ultraderecha. La segunda vuelta confirmó la fama de que el minero es testarudo y no cambia de voto por presiones ajenas a su voluntad. Pese a que su gobernador reelecto, Romeu Zema (Partido Novo), amedrentó a los alcaldes y funcionarios administrativos del estado para apoyar a Bolsonaro y no dudó en declararse PT-fóbico (aunque en la primera vuelta había recibido votos de electores del PT), el segundo estado más poblado del país repitió el voto a la izquierda.

 

En la política social no habrá novedades: pondrá en marcha todos los programas sociales interrumpidos en las etapas posteriores a los gobiernos del PT

 

Lula da Silva manda un recado al mundo. Probó que es posible ganar al fascismo, pero ya dijo que en 2026, con 81 años, no piensa presentarse otra vez. Por lo tanto, no tiene margen de error en esta legislatura; quiere desterrar los profundos lazos fascistas que Brasil demostró albergar en ese corto espacio de tiempo. Se centrará en la ardua tarea de reconstruir el país más grande de Sudamérica, y para ello quiere contar con toda la sociedad civil, a través de las consultas populares que van a diseñar todas las políticas públicas en las Conferencias Nacionales, que fue una marca de su administración. Pese el avance de la ultraderecha en el arco parlamentario, Lula ya dijo que debe contrarrestarlo agregando en el gobierno a las fuerzas democráticas más allá de las de la izquierda plural. Un servicio más, prestado por ese líder de la política brasileña, fue liderar una lucha antifascista que será muy importante para el resto del mundo. En la política social no habrá novedades: durante la campaña presidencial insistió en que pondrá en marcha todos los programas sociales interrumpidos en las etapas posteriores a los gobiernos del PT. Dijo además que no piensa cumplir la meta fiscal, que urge retomar el desarrollo del país y que para ello su gobierno no debe estar secuestrado por los dictámenes del mercado financiero. Lula da Silva salió más sabio de la cárcel, no quiere venganza pese a ser consciente de que le intentaron “enterrar vivo”. Durante toda la campaña reafirmó su obsesión por alimentar a los más de 30 millones de brasileños que los gobiernos de Temer y Bolsonaro devolvieron a la miseria.

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