ESPAÑOLIDAD CONTRA
DEMOCRACIA
Imaginemos
que un extraterrestre se está leyendo el último libro de Francis Fukuyama,
Identidad, y se topa con esta frase, a modo de conclusión de uno de los
capítulos: “El orden político nacional e internacional dependerá de la
existencia continua de democracias liberales con identidades nacionales
inclusivas”. Imaginemos, también, que el extraterrestre de turno decide aterrizar
en España para comprobar sobre el terreno si las teorías del pensador
estadounidense tienen recorrido. Y, por último, puestos a imaginar, tengamos en
cuenta que nuestro pobre marciano tratará de sacar algo en claro asistiendo a
los muchos actos electorales que se celebran estos días, escuchando lo que
dicen unos y otros. ¿Está la democracia española construida a partir de una
idea inclusiva de la identidad nacional?
A
la luz de los discursos de campaña, no parece que los políticos españoles
tengan muy en cuenta los consejos de Fukuyama. Para Vox, la identidad nacional
es claramente excluyente (se define más por los muchos que deja fuera que por
los que considera buenos españoles), mientras que para Cs se trata de importar
–tarde y mal– el jacobinismo francés para forzar sin manías una homogeneidad
que no existe. La derecha completa su oferta con el neoespañolismo
constitucional aznariano, que Casado eleva a la máxima potencia mediante la
amenaza de cerrar o intervenir lo que considera disolvente para la españolidad,
sea esto TV3, los Mossos d’Esquadra o, tal vez, los belenes con caganer. El
líder del PP tiene el detalle de no mentar el “patriotismo constitucional” de
Habermas. Esta vez, los populares se conforman con que Alejo Vidal-Quadras
(reencarnado en Álvarez de Toledo) repita que el nacionalismo español no existe
sin que se le escape la risa.
El
PSOE parece (sobre el papel y dejando a Borrell y varios barones autonómicos a
un lado) dispuesto a entender lo que es una identidad nacional inclusiva, pero todo
es más triste a la hora de concretar; por ejemplo, saltan todas las alarmas y
Miquel Iceta debe rectificar tras opinar sobre lo que se debería hacer si un
65% de los catalanes estuvieran a favor de la independencia. En el PSC se sabe
perfectamente que no habrá identidad inclusiva mientras no exista un proyecto
alternativo de España.
El influyente politólogo estadounidense Francis
Fukuyama (Getty)
En Podemos conviven muchas visiones, a menudo
contradictorias. Desde el clásico izquierdismo que ve la inspiración burguesa
en todo nacionalismo (salvo que sea latinoamericano o africano) hasta los que
prometen otra forma distinta de hacer España, que haría –dicen– innecesaria la
secesión, o los que no descartan algún tipo de consulta pactada.
No
hay identidad nacional inclusiva sin lo que llamamos reconocimiento. El
independentismo catalán crece –sobre todo– por la falta de reconocimiento de
Catalunya más allá de la descentralización y sus avatares. La regresión
centralista que se pone en marcha a partir del 2000 cristaliza en la sentencia
del TC sobre el Estatuto autonómico del 2006. Esto hace que miles de catalanes
que aceptaban el marco autonómico decidan dejar de ser españoles, porque se
sienten expulsados de un edificio que contribuyen a sufragar, algo que los
convierte en ciudadanos de segunda. Sentimientos de maltrato económico e
incomprensión cultural desembocan en la sensación de humillación estructural.
Para resumir, muchos catalanes se hartan de que su catalanidad sea incompatible
con formar parte de un Estado que ha decidido desempatar y acabar con la
anomalía catalana. Aznar busca el desempate con el nacionalismo catalán y, con
ello, hace crecer el independentismo en las urnas y en la sociedad, que pasa
del 14% al 48 % en menos de diez años.
Tienen
razón los que dicen que España no se puede gobernar con la mitad de la
población de Catalunya en contra. Por mucha policía y muchos jueces que se
movilizaran, el fracaso político se haría crónico y lastraría al conjunto del
Estado. Por eso es tan ridículo –además de inquietante– que algunos partidos
prometan arreglar la situación con un 155 permanente. La identidad nacional no
es algo que pueda ser reducido a la esfera de lo privado, como si fuera una
religión que debe convivir en un marco de pluralismo de creencias. No debemos
engañarnos. Fukuyama no lo hace: “La función última de la identidad nacional es
hacer posible la propia democracia liberal. Una democracia liberal es un
contrato implícito entre los ciudadanos y su gobierno, y entre los propios ciudadanos,
según el cual renuncian a ciertos derechos para que el gobierno proteja otros
derechos más básicos e importantes. La identidad nacional se construye en torno
a la legitimidad de este contrato; si los ciudadanos no creen que forman parte
de la misma política, el sistema no funcionará”. Más claro, agua.
Si
la mitad de los catalanes no consideran legítimo el contrato que los vincula
con el Estado español, la avería de la democracia liberal española perdurará
y se agravará. Por eso habrá que hacer algo más que prohibir, amenazar y
encarcelar, supongo. Los verdaderos patriotas españoles creo que lo
comprenderán.
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