sábado, 24 de marzo de 2018

¿A QUIÉN PERTENECE EL DOLOR?


¿A QUIÉN PERTENECE EL DOLOR?
NOEMÍ LÓPEZ TRUJILLO
Un cuerpo a menudo es como una habitación chiquita donde se aloja el dolor. Cuando hay una pérdida violenta de un ser querido la devastación deja un espacio yermo, un lugar donde ya nada puede germinar. El trauma como una ocupación casi material que trasciende la dimensión psíquica.


El daño, según el filósofo Carlos Thiebaut, es aquello que no solo podría no haber ocurrido sino que nunca debió ocurrir. “A diferencia de ese término tan teológico que es el mal, el daño es una experiencia de sufrimiento, de negatividad y de lesión que no solo no está justificada sino que según nuestro juicio moral y personal no debería haber sucedido”, explica. La víctima –de un asesinato, de un atentado, de un genocidio– adquiere entonces un estatus que por su relevancia nos apela como sociedad en su conjunto; nos obliga a analizar las causas y a pensar que si esto no debió haber ocurrido, jamás debería volver a ocurrir. “La idea de daño nos mete a todos de por medio. La pregunta es: ¿yo qué tengo que ver con esto?, ¿esto cómo nos afecta? Nos desborda, ¿no? Y por eso es importante pensar: ¿cómo me implica a mí esto?”, apunta Thiebaut.

Escribo este texto porque como periodista he tenido que reconstruir la vida de una víctima en muchas ocasiones. La primera vez fue la de Teresa Alonso, una de las cinco chicas que murió en la tragedia del Madrid Arena, a finales de 2012. Mi jefe en el diario ABC me envió al tanatorio de Tres Cantos. Fue la primera vez que vi un cadáver. Fuera esperábamos al menos una veintena de reporteros y fotógrafos con el único objetivo de exponer al público un evento íntimo. La atención mediática en el funeral de una hija estaba justificada porque el público sentía esa muerte como algo colectivo: al fin y al cabo, no era solo un accidente, sino que era consecuencia de una gestión nefasta e imprudente que puso en peligro a miles de personas.

Me tocó volver a hacerlo con las mujeres asesinadas por hombres en 2017. Nombrarlas a cada una de ellas era nombrar una realidad, la de la violencia machista. El conjunto formaba una memoria colectiva, un intento de pronunciar un nombre una y otra vez para rescatarlo, para salvarlo, una forma de decir: “Esta persona existió”. En palabras de Carlos Thiebaut: “Es importante señalar allí donde parece que no hay nada y sin embargo tú sabes que hubo algo, y muestras el daño. No por venganza, sino por mostrar la raíz, la cicatriz. La memoria siempre es un proceso de reconstrucción constante de la identidad”. Y ahí es donde quería llegar: al contar la vida de una víctima se corre el riesgo de adulterar su propia vida. La muerte confiere respeto. Nadie quiere hablar mal de un muerto.

En las ocasiones en las que tuve que reconstruir una identidad, sentía la pulsión incontrolable de enumerar las bondades de esa persona, todo aquello que le confería el carácter propio de una víctima. Porque la víctima no solo es, también se la construye. Su experiencia de dolor no es suficiente para que ocupe una posición legítima, sino que es necesario apartar cualquier mancha en su historial para que su historia no sea cuestionada. Pero lo cierto es que sus acciones pasadas no niegan, no destruyen ni eliminan el derecho de pertenecer a esa categoría lingüística y epistémica: la víctima lo es, simplemente, por haber sido objeto de un acto de barbarie.

Cuando preparaba mis textos sobre mujeres asesinadas intercambiaba impresiones con Concha López Casares, una psicóloga que trata con mujeres maltratadas y los hijos de estas. Solía cuestionarme, con razón, cuando le explicaba el perfil de cada víctima para ofrecerle contexto. Su pregunta solía ser: “¿Pero eso para qué lo vas a poner?”. Creo que nunca supe responderle. Ahí es cuando era consciente de mi necesidad de santificar a las víctimas para incrementar la sensación de injusticia. “No es solo que alguien haya acabado con esa vida, es que no lo merecía”, es lo que mi propio razonamiento parecía decir. En realidad, no es relevante que los padres de Gabriel tengan más altura moral que los propios medios de comunicación: tampoco lo es que Diana Quer fuese “una joven atenta, simpática y hogareña”, ni que Fadwa Talssi, asesinada por su exnovio en junio de 2017, fuese “la heladera a la que los niños adoraban”. Gabriel, los padres de Gabriel, Diana Quer, Fadwa Talssi son víctimas, y no es una condición que nadie pueda ni deba arrebatarles.

Las experiencias de trauma son tan fuertes que el ser humano ha creado rituales y mecanismos para afrontarlas: “Dices: ‘Te acompaño en el sentimiento’, y le coges la mano. Eso es un reconocimiento a eso que está pasando. Aunque hay algunos silencios malos, de callarte y no querer mirar, o de no querer escuchar lo que una víctima quiere decir. El silencio, en general, es una forma de respeto”, afirma el filósofo Thiebaut.

En toda esta vorágine mediática en la que a veces no hay calma, ni reposo, ni silencio, ni respeto, me interesa especialmente el post trauma: volver a los lugares, o a las vidas, para hacer un ejercicio de resignificación. En el conflicto entre el daño individual (o privado) que se torna público –cuando nos concierne como sociedad– hay una dinámica de tiempo y espacio: cuándo hay que empezar a recordar, cuándo quiere la familia de esa víctima recordar, cuándo se le puede pedir que hable. Lo decía Leila Guerriero en una columna reciente publicada en El País: “Las huellas de la humillación y del trauma no tienen fecha de vencimiento. Y que no se habla cuando se quiere: se habla cuando se puede. A veces, incluso, no se puede nunca”. Un duelo puede ser colectivo, sí, pero siempre debemos preguntarnos: ¿a quién pertenece el dolor?

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