RETRATO DE LA
SOCIEDAD EN LA SALA DE VISTAS
El juicio por el asesinato a golpes de Samuel Luiz Muñiz no solo expuso a
los condenados. Procedimientos policiales, abogados, testigos, y la ciudadanía
en general también quedaron definidos
XOSÉ MANUEL PEREIRO A CORUÑA
Los acusados de asesinar a Samuel Luiz Muñiz, en la sala de vistas
de la Audiencia Provincial de A Coruña. / Juan Oliver
Después de casi un mes de escenificación judicial diaria y de cinco días y cinco noches de reclusión hostelera, el jurado popular ha determinado la madrugada del pasado sábado día 23 que la muerte a golpes de Samuel Luiz Muñiz, un enfermero coruñés de 24 años nacido en Brasil, la noche del 3 de julio de 2022 junto al mar de Riazor, fue un asesinato con alevosía cometido por tres jóvenes de su edad (Diego Montaña Marzoa, Kaio Amaral Silva y Alejandro Freire Yumba) y por otros dos menores, condenados ya en su día a tres años y medio de reclusión (Marco F. O. y David R. V.), con la complicidad de otro (Alejandro Míguez Roca). La quinta acusada en la Audiencia, la única mujer, Catherine Silva Barros Katy, resultó absuelta.
La
ardua investigación policial (interrogatorio de 54 testigos, visionado de
40.000 fotos de los móviles de los sospechosos, a pesar de que ya habían sido
purgados por sus propietarios, rogatorias a Estados Unidos para acceder a redes
sociales), la exhaustiva vista oral (cerca de 80 testimonios) y la trabajada
resolución del jurado (ciento veintipico horas, una jornada más que la más
extensa deliberación hasta entonces, la del asesinato de la niña Asunta por sus
padres) sobre las 115 preguntas que les planteó la jueza, no son más que pasos
de un proceso: queda la sentencia que se dictará dentro de varias semanas, los
recursos que ya han anunciado que presentarán las partes ante el Tribunal
Superior de Xustiza de Galicia, y lo que este sancione en su día. Pero lo que
ha quedado en lo que los clásicos llamaban papel de oficio es que a Samuel Luiz
lo mataron mediante una lluvia indiscriminada de golpes, en medio de insultos
homófobos, tres jóvenes de sus años o que acababan de estrenar la mayoría de
edad y dos menores (uno de ellos a punto de dejar de serlo, otro de 16 años)
con la complicidad de otro.
A Samuel
Luiz lo mataron mediante una lluvia indiscriminada de golpes, en medio de
insultos homófobos
Ninguno
de ellos conocía de nada a la víctima. Si Samuel Luiz fue atacado al grito
homófobo –“¡deja de grabar o te voy a matar, maricón!”– del líder de la manada,
el único al que se le apreció el agravante de discriminación sexual, fue porque
estaba allí y porque había que desahogarse en alguien. Pero quien se retrató en
la sala de vistas de la Audiencia Provincial de A Coruña –un edificio que en su
día fue Fábrica de Tabacos y escenario de la lucha de las cigarreras que
retrató Emilia Pardo Bazán en La Tribuna– no fueron solamente los ya
condenados, sino también los abogados que participaron, los procedimientos
policiales, los testigos y, en general, la sociedad actual. “La sociedad es la
culpable, sociedad no hay más que una, y a ti te encontré en la calle”,
parodiaban Siniestro Total en “Todo por la napia” la copla de Rafael de León
“Toíto te lo consiento” (o “Menos faltarle a mi mare”), un racial canto a poner
a la cónyuge en su sitio en la escala de valores afectivos.
En
lo que al principio para la investigación parece un bloque sólido impenetrable,
las primeras grietas son los rumores en los círculos próximos (es decir, ahora
en las redes sociales) y, en los crímenes grupales, las divergencias entre los
participantes. El recorrido de unos doscientos metros que Samuel Luiz hizo a lo
largo del paseo marítimo de Riazor golpeado por sus agresores estaba vigilado
por cámaras de tráfico, y por alguna de establecimientos comerciales, pero para
identificar a los participantes en lo que las defensas calificaron de
“incidente” o “reyerta” fue necesario recurrir a una empresa de IA para
“limpiarlas”, y contrastar declaraciones sobre vestimentas y movimientos para
establecer quién era quién en qué sitio y en qué momento. Este es el otro selfie
de la sociedad actual que apareció en la audiencia. Cientos de personas ven un
tumulto/reyerta/incidente/pelea y nadie graba nada con su móvil. No hablo ya de
intervenir o interponerse. Al día siguiente, aquella acera fue un mar de flores
y carteles de condolencia/denuncia.
Hubo
también –el corresponsal de un cornetín digital ultra– quien aportó su granito
de arena declarando a los medios hambrientos de lo que fuese que “se había
cruzado con una pandilla de chavales de aspecto latino”. Los únicos que
actuaron siguiendo las mínimas pautas sociales fueron dos personas que, según
una parte sustancial del electorado, no deberían formar parte de la sociedad
española. Dos senegaleses que habían llegado a España en patera, Ibrahima Diack
y Magatte N'Diaye, dos “irregulares” (así se identificaron ellos asumiendo la
etiqueta), que no dudaron en inmiscuirse en el tumulto. Ibrahima abrazó a
Samuel y lo levantó del suelo, resguardándolo de los golpes, mientras detrás,
Magatte, con los brazos en cruz, intentaba abrirles paso de espaldas. Hasta que
las sirenas de la policía los ahuyentaron, a ellos. Los dos recibieron después
por su acción el permiso de residencia –como les empezó a recordar uno de los
abogados de la defensa que fue inmediata y radicalmente cortado por la jueza–,
pero están a la espera de que se concrete el nombramiento de hijos predilectos
de la ciudad que el pleno municipal acordó por unanimidad aquellos días de
emotividad.
Salvo
quien de repente necesite uno, el papel del abogado defensor en las causas
penales no suele gozar de la comprensión y el aplauso públicos. Sus defendidos,
por lo general, tampoco. Los cinco letrados que actuaron en el juicio del
asesinato de Samuel Luiz, seleccionados entre lo más granado y mejor pagado del
subsector, lo tenían claro. El hecho de tener enfrente a un jurado, en el
piso de arriba una sala llena de medios de comunicación que podían seguir y
grabar lo que pasaba y en el exterior de la Audiencia un rechazo generalizado,
hizo que elevasen el tono dramático. “Es un chorizo tonto, pero sincero”,
disculpó a su defendido el abogado de Kaio. “Mi defendido será un cobarde, un
montón de basura, merecerá su desprecio por no haber ayudado a Samuel. Pero no
es un asesino”, aseguró el de Alejandro M. “Ya sabemos que España está
esperando una cosa, pero lo que hizo mi defendido no es constituyente de un
delito de asesinato”, alegó el de Diego.
A
lo largo de 21 días de vista oral, el tono de los letrados fue in crescendo.
El de Katy Silva (a la que solía llamar “la niña”) empezó llamando a declarar a
un amigo transgénero y a lamentar que no acudiese otra amiga, lesbiana, “por
las presiones de determinado colectivo”, para acabar clamando contra “este
folclore homosexual”. El letrado (hermano de la secretaria general del PP de
Galicia) logró que su defendida (nieta de otra clienta suya juzgada por
narcotráfico) saliese absuelta a pesar de haber sido acusada de instigar la
agresión, señalando a Samuel Luiz mientras llamaba por teléfono, y de
intervenir para que dos amigas no le auxiliasen con el argumento de que “Si hay
una chica [en una agresión], se queda llorando, pasa siempre. El hombre es más
burro y la mujer tiene más temple, lo para. Eso siempre fue así y lo sabe
cualquiera que tenga experiencia vital”. Además de llorar, según las
grabaciones, también le aguantó la chaqueta a su entonces novio y a otro de los
participantes mientras estaban a lo suyo.
A
lo largo de 21 días de vista oral, el tono de los letrados fue in
crescendo
El
perspicaz sociólogo no fue el único letrado en calentar la sala. “Si ven [en
las grabaciones] algo que lo acuse, fusílenlo, pongan su cabeza en una picota
en la Audiencia”, enfatizó el defensor de Alejandro M. El tono contagió a las
demás partes, que hicieron sus contribuciones a los titulares. “Los lobos cazan
para sobrevivir; los humanos, por diversión. La muerte de Samuel fue una
cacería”, dijo la fiscal Olga Serrano, que se despidió del jurado con un reto:
“A Samuel sólo le quedan ustedes. Hónrenlo”. Lo mismo, con menos énfasis, la
jueza: “Despójense de todo tipo de prejuicios. Me caen bien, mal, me gustan, no
me gustan… Eso no importa. Olviden también la repercusión mediática, sólo son
relevantes los hechos. Non piensen en las penas. Los acusados tuvieron un
juicio justo, den ustedes un veredicto justo para que yo pueda aplicar una
sentencia justa”, les explicó la jueza.
Los
interpelados, cinco mujeres y cuatro varones, de extracción y edades similares
a los acusados, a excepción de dos hombres mayores que parecían un símbolo
evidente de cada bloque ideológico del electorado, dedicaron un mes entero de
sus vidas al caso, yendo de un hotel vigilado por la policía a la Audiencia. Una
de las mujeres fue sustituida, por causas no explicadas (o cuya explicación me
perdí) en la última sesión de la vista oral.
La
identidad de los victimarios ha sido ampliamente difundida (incluso cuando
todavía eran presuntos culpables). Diego Montaña era el “macho alfa”, según la
etiqueta que ha triunfado tanto en la sala de vistas como en los medios. Tenía
aquel 3 de abril en que se había abierto la veda de la relación física, el
alcohol y la noche después de meses de confinamiento, 25 años (la fiscalía le
pide 25 años, la defensa 20). Kaio Amaral tenía 18 (le piden 27, dos de ellos
por haber robado el móvil de su víctima, su abogado rebaja la pena a 17).
Alejandro Freire, 21 años (22 – 15). Alejandro Míguez 25 años (13 años
por complicidad, 7 años). La novia entonces de Diego, Katy Silva, tenía 18 años
y era la otra acusada de asesinato con el agravante de discriminación sexual,
pero fue absuelta. Sin embargo, no sé si por respeto a su intimidad o al de sus
familias, no ha trascendido casi nada de sus ocupaciones. De Alejandro Míguez,
el condenado por complicidad, que estaba en libertad, sé que conservó su puesto
de trabajo de camarero en una charcutería. Del otro Alejandro, Yumba, he
leído que era de familia acomodada. De los demás, nada. Ni si estudiaban o
trabajaban ni cómo se pagaron el reservado (por Diego) y las botellas de whisky
que tomaron en el pub discoteca en el que todos estaban y dónde todo empezó
cuando echaron a Diego y a su novia por discutir.
Sólo
quedó claro, nítidamente, que eran una pandilla unida de barrio con
aspiraciones de ser “malotes”. En la sala se pudo ver un vídeo en el que los
encausados, algunos encapuchados y/o esgrimiendo armas blancas, cantaban un rap
que había compuesto Marco, el madrileño, el menor que estaba a punto de
cumplir los 18: “Dando duro, dando duro / Que tú te vas para el suelo / Dando
duro, dando duro / Corazón de guerrero, con más rabia que un toro”. “Una
premonición”, consideró el jefe de los investigadores en la vista oral,
reprendido inmediatamente por la jueza por emitir juicios de valor. Quizá no
fuese una premonición desde el punto de vista jurídico, pero sí una fantasía
del mundo paralelo en el que querían vivir, alejado del real. Bastante alejado:
“Si estos niñatos supieran que [Samuel] iba a morir, se cagan por los
pantalones y ni dios lo toca”, expresó de forma expresiva, aunque tampoco muy
jurídica, el abogado de Diego. El propio “macho alfa” en su declaración final
ejemplificó ese contraste entre los dos mundos. Abandonó la postura que mantuvo
en todas las sesiones (la cabeza ladeada apoyada en las manos cruzadas) al lado
de sus compañeros y de los abogados: “Todo esto empezó por mi culpa, si no
[Samuel] estaría vivo. Me cambiaría por él”, dijo en el banquillo entre
lágrimas, quizá no muy consciente de que acababa de declararse inocente. En los
videojuegos, después del game over, los muertos se levantan y todo
vuelve al punto de partida.
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