MIRAR Y MATAR
SANTIAGO ALBA RICO
Es difícil de olvidar. Hace veinte años, la madrugada del día 20 de marzo, salí de Bagdad mientras los B-52 ronroneaban amenazadores sobre nuestras cabezas. Nada más llegar a Jordania, todavía aturdidos por la intensa experiencia vivida, nos recibieron en televisión las imágenes obscenas de los primeros bombardeos de la ciudad, “adornada” desde el aire “como un árbol de Navidad”, según el testimonio de uno de los pilotos estadounidenses. Me sacudió, lo confieso, una incómoda paradoja visual: la imposibilidad de relacionar de ningún modo ese espectáculo de luz y sonido con las primeras muertes que se producían entre los primeros escombros de la ciudad que habíamos recorrido, viva aún, tensa, amigable y banal, en los días anteriores. Eso no podía ser Bagdad. En la televisión, ella desnuda y expuesta, nosotros ya a cubierto de todo peligro, la ciudad se sumía en una irrealidad centelleante y acusatoria. A veces lo más increíble es justamente lo que estamos viendo con nuestros propios ojos, pues hay formas de mirar que vacían de contenido, mientras miramos, la existencia misma de los objetos. Una imagen puede ser menos que una cáscara: la nada que sacia el pecado de nuestras pupilas.
De esas dos formas
de mirar, la más peligrosa es sin duda la del bombardeo aéreo, tal y como he
contado muchas veces en algunos de mis libros. El piloto solo ve lo que va a
hacer desaparecer y en el momento mismo de su desaparición, de manera que
aparición y desaparición coinciden hasta el punto de resultar indiscernibles.
La rosa es ya una no-rosa; el niño es ya un no-niño; la casa es ya una no-casa.
Los cuerpos son, desde el principio, el puro residuo de una operación en la que
el objeto solo es mirado al mismo tiempo que se lo destruye y para asegurar su
destrucción; una operación en la que únicamente se mira el objeto para dejar de
verlo o para ver precisamente su ausencia; en la que la mirada constituye en sí
misma, en fin, un instrumento de negación. Hay formas de mirar –desde el aire,
a través de un cuadro de mandos o por la mirilla de un cañón– que implican la
desontologización previa y radical de todas las consistencias y todas las
criaturas. Los bombardeos aéreos, legalizados en los Juicios de Nuremberg
(1945-1946) como “prácticas consuetudinarias”, normalizan un modelo vertical de
destrucción que suspende de hecho todo el trabajoso derecho internacional
elaborado a ras de tierra. Está prohibido matar a golpes, con un cuchillo, de
un tiro en la nuca; está prohibida la deshumanización horizontal del otro
mediante tortura o lager; se puede, en cambio, matar con la mirada, sin trabajo
ni atención, como en Dresde o en Hiroshima. O en Bagdad. O en Yemen. O en
Alepo. O en Ucrania.
Los bombardeos
aéreos normalizan un modelo vertical de destrucción que suspende todo el
derecho internacional
La otra mirada
nihilizadora, más trivial, es la del espectador televisivo, esa mirada
rutinaria que nos convierte a todos, de algún modo, en pilotos domésticos de un
B-52. Lo vemos todo a través de una pantalla que no nos acerca las cosas
lejanas, como se podría pensar, sino que nos acerca la lejanía misma; y es esa
lejanía inmediata –quiero decir– lo que nos emociona. La no-rosa está ahora tan
cerca, y pasa tan deprisa, que podemos no-olerla; nos resulta tan próximo el
no-niño (sustituido enseguida por una no-casa o una no-montaña) que nuestro ojo
deviene un órgano digestivo que lo devora sin dejar rastro. La atención
requiere, como condición para la existencia del mundo, la distancia horizontal
de un cuerpo (un cuerpo de distancia), distancia negada tanto por la lejanía
vertical, olímpica, del piloto del B-52, como por la inmediatez bulliciosa de
nuestras pantallas de televisión, de ordenador o de teléfono móvil.
Pero la salvación,
añadamos enseguida, también procede de la mirada. La lucha feroz por el uso de
la palabra, que los poderosos quieren monopolizar, va acompañada de un combate
semejante por el poder de la mirada y sus usos contradictorios. Con la mirada
se mata; con la mirada se sostiene en pie, desde lejos, el mundo. El 8 de abril
de 2003, después de bombardear la sede de Al-Jazeera en Bagdad, un tanque
estadounidense, a cuyo mando estaba el sargento Thomas Gibson, se dirigió al
hotel Palestina de la plaza Firdos, enderezó lentamente su cañón y disparó un
proyectil contra las habitaciones donde se alojaba la prensa. En la planta
quince murió inmediatamente el periodista ucraniano Taras Protsyuk; una más
abajo resultó herido el español José Couso, que trabajaba para Telecinco y
estaba grabando con su cámara desde la ventana. Couso sobrevivió apenas unas
horas a sus heridas y su muerte nos sacudió particularmente por la
premeditación tranquila con que Estados Unidos, paladines de la libertad de
expresión, habían asesinado a quien pretendía disputarles el monopolio del
campo visual. En un texto que escribí hace veinte años, tras el asesinato de
Couso, hablaba yo del enfrentamiento entre el francotirador y el francomirador;
es decir, entre el objetivo de la mirilla asesina, que hace desaparecer el
cuerpo en el momento mismo de su aparición, y el objetivo de la cámara, que
quiere retenerlo, hacerlo durar, conservar su existencia; que quiere frenar o,
al menos, denunciar la acción del que mata en total libertad y sin obstáculos.
Que las prácticas del francotirador y del francomirador compartan algunas
palabras (objetivo, disparo) sólo enfatiza su carácter antónimo: lo contrario
de un cañón es, sí, una cámara bien enfocada. No es por tanto una paradoja que
en todas las guerras el enemigo principal de la mirada nihilizadora del soldado
sea la mirada conservadora del periodista. Recordemos de pasada que, desde
2003, fecha de la criminal invasión de Irak, han sido asesinados 1.668
periodistas en todo el mundo, sobre todo en el propio Irak, en Siria y en
México, países que encabezan este elocuente ranking sombrío.
Desde 2003, fecha
de la criminal invasión de Irak, han sido asesinados 1.668 periodistas en todo
el mundo
La pieza teatral de
Juanma Romero a la que estas líneas sirven de prólogo narra, en emocionante,
dolorosa síntesis, la vida y la muerte de José Couso, el francomirador de
Bagdad. Es una especie de currículum poético, a un tiempo sobrio y lírico,
fragmentario e intenso, que incluye también, como su prolongación natural, la
lucha de la familia Couso contra la impunidad de los asesinos. Juanma Romero,
en todo caso, se revela muy consciente de esta batalla entre miradas a la que
me refiero, como lo era, sin duda, mientras grababa desde su habitación en
Bagdad, el propio Couso. “Lección primera: eliminar al vigía. Soldados, el ojo
de la pirámide somos nosotros”, enuncia la voz de la narradora al referirse a
la instrucción impartida en las escuelas militares de Estados Unidos. Y añade:
“Que no haya un ojo más alto”. Y de nuevo: “Eliminar al vigía, soldados. Arrancarle
los ojos. Nosotros somos los que vemos. Sólo nosotros”. Esta es justamente la
cuestión: la de asegurarse de que no haya ningún otro ojo y, desde luego,
ningún ojo más alto: solo el del Único Dios, allí en el cielo, irradiando hacia
abajo, simultáneamente, sus bombas y sus imágenes. Alguien podría alegar que el
tanque que mató a Couso estaba abajo, en la plaza, y Couso, en cambio, miraba a
través de la ventana desde el piso catorce del hotel Palestina. No. Cuando
hablamos de verticalidad visual, asociándola a una relación desigual de poder,
no importan los puntos cardinales: el poderoso está siempre arriba y su víctima
está siempre abajo; el armado siempre en el cielo, el desarmado siempre en el
suelo. Hay que invertir, pues, la escala espacial a la medida de la diferencia
radical entre los medios y las vulnerabilidades, de manera que podamos
describir la imagen tal y como se la representa el dolor y no el forense, la
verdad y no el geógrafo: todo el que es apuntado con una pistola, por el cañón
de un tanque o desde el cuadro de mandos de un avión está siendo apuntado desde
la cúspide de la pirámide. La mirada asesina siempre es cenital; la mirada
conservadora siempre terrestre y horizontal. El que está arriba, en la ventana,
es el francotirador; el francomirador mira siempre desde abajo y a un cuerpo de
distancia. Esta lucha entre francotiradores y francomiradores, en la guerra y
en la paz, mucho me temo, es la verdaderamente decisiva de nuestra época, pues
es la que debe decidir el destino democrático de nuestros sistemas políticos y
la supervivencia antropológica de nuestra especie.
Acabo. El fuego
amigo, que es ante todo una con-memoración de la vida de José Couso, trata, en
efecto, de esta batalla central de la civilización. Importa mucho cómo lo hace.
Hablábamos de las dos miradas nihilizadoras: la del francotirador y la del
espectador televisivo. Pues bien, el formato elegido por Juanma Romero
interrumpe de algún modo la mirada digestiva del telespectador, la cabalgada
visual del usuario de las nuevas tecnologías. Lo que nos cuenta Romero no
ocurre en una pantalla efervescente sino en un texto y en un escenario, donde
cristaliza inevitablemente la otra mirada: la de la atención creativa, matriz
lenta de la existencia de los cuerpos y los objetos y de nuestros vínculos con
ellos. El texto de Romero, con sus frases cortas y sus pausas largas, exige y
construye un lector –y un espectador– que se ha bajado ya del avión y que
queda, al mismo tiempo, fuera del alcance de los francotiradores. ¿Es una
denuncia? Lo es, sin duda. ¿Un homenaje? También. Pero si el texto nos
interpela como denuncia y nos emociona como homenaje es porque se sustrae
materialmente a la mirada asesina que el propio texto denuncia y porque
practica materialmente la mirada vivificadora que el propio texto defiende. Que
es, sí, por supuesto, la de José Couso, asesinado por Estados Unidos un 8 de
abril de 2003, pero también la de todos nosotros, condenados todos los días a
mirar deprisa y mal, cuando trabajamos, cuando nos informamos, cuando nos
divertimos, a través de la mirilla mortalmente indiferente de nuestros B-52.
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La pieza de Juanma
Romero, representada en 2021, se publicará a finales de abril en
https://primeracto.com/.
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