EL DÍA QUE NO MURIÓ GABRIEL
GARCÍA MÁRQUEZ
JONATHAN MARTÍNEZ
Periodista
De izquierda a derecha:
Eduardo Inda, Ana Rosa
Quintana y Javier Negre
Era el año 2000 o 2001. Nosotros éramos jóvenes y ni siquiera imaginábamos que fuera posible ser otra cosa. Nos gustaban los libros. Habíamos leído a Rimbaud y a Baudelaire y soñábamos con ser poetas malditos, vestirnos con abrigos raídos y beber lingotazos de absenta entre espirales de humo en las tertulias cafeteras de alguna ciudad con renombre bohemio, tal vez París, puede que en Montmartre o en Montparnasse. Queríamos dejar una obra deslumbrante en el olimpo de la posteridad pero apenas habíamos estampado un puñado de versos tristes en revistas de andar por casa. Estábamos enfermos de literatura. Literatosis, lo llamó Juan Carlos Onetti.
Por eso nos
conmovió tanto la noticia, que había llegado adjunta en un correo electrónico
después de una interminable travesía de reenvíos. Gabriel García Márquez había
contraído un cáncer incurable y se despedía del mundo con un poema que
celebraba los placeres más sencillos de la existencia, un beso, una sonrisa, la
mano de un recién nacido o un rayo de sol en plena cara. "Si por un
instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un
trozo de vida, aprovecharía ese tiempo lo más que pudiera. Dormiría poco,
soñaría más, entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos, perdemos
sesenta segundos de luz".
Internet era un
invento tan reciente y esquemático que aún confiábamos en la buena voluntad de
las noticias cibernéticas. No disponíamos de conexión doméstica, así que nos
enganchábamos a los ordenadores de la biblioteca del barrio o visitábamos a
algún amigo mejor equipado que nosotros. Entonces el módem emitía un chillido
de cerdo degollado y el monitor parpadeaba con los colores de Windows 98.
Descargábamos en Napster la canciones de Limp Bizkit y buscábamos en Altavista
las cartas del subcomandante Marcos. En el Rincón del Vago copiábamos las
redacciones de otros alumnos y campábamos con temeridad por la salas de chat de
IRC.
El caso es que los
días fueron corriendo y Gabriel García Márquez demostraba una resistencia
heroica a la enfermedad mientras la historia nos pasaba por encima igual que
una estampida de elefantes. Las torres gemelas se desplomaron y Estados Unidos
cayó como el fuego sobre Kabul. Timor Oriental se independizó de Indonesia. El
transbordador espacial Columbia se hizo trizas en el aire y una coalición
internacional de militares y petroleras convirtió Iraq en un vertedero de
cadáveres. En algún momento de la película, la salud de García Márquez dejó de
preocuparnos e incluso llegamos a pensar que era él quien iba a terminar enterrándonos
a nosotros.
He sabido la verdad
mucho después, cuando ya no importaba demasiado. Por lo visto, el periodista
peruano Mirko Lauer había divulgado el poema de la discordia en el diario La
República. El texto era real como la vida misma pero no pertenecía a Gabriel
García Márquez sino que era el monólogo del muñeco de un ventrílocuo llamado
Johnny Welch. Cuando el novelista colombiano descubrió la expansión del bulo,
celebró una rueda de prensa para espantar los rumores. "Quiero decirles que
estoy vivo y que lo único que me podría matar es que digan que yo escribí algo
tan cursi". A nosotros nos llegó el bulo pero nunca supimos del
desmentido.
Con los años,
nuestras pretensiones románticas se fueron disipando. Ya no nos interesaba
tanto la poesía francesa ni el malditismo y tampoco considerábamos una buena
idea morir de tuberculosis en una casa de reposo. El periodismo, que alguna vez
nos pareció una tarea prosaica y casi innoble, terminó por ofrecernos un
refugio. García Márquez lo llamó "el mejor oficio del mundo" en una
vieja tribuna que denuncia el vacío ético de aquellos que persiguen la primicia
a cualquier precio. Así han proliferado las malas prácticas, "equívocos
inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas
que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal".
Gabriel García
Márquez murió en 2014. Dos años antes, un bromista italiano llamado Tommasso
Debenedetti se había hecho pasar por Umberto Eco y había anunciado en Twitter
el fallecimiento del escritor colombiano. La mentira fluyó a tal velocidad por
las arterias de las redes sociales que el presidente de la Fundación Gabo,
Jaime Abello, tuvo que publicar un desmentido. Durante sus primeros años como
periodista, Debenedetti había difundido entrevistas ficticias con toda clase de
celebridades. Con el tiempo se ha hecho famoso por fabricar noticias falsas con
la celeridad de un churrero. Su intención es "demostrar que los medios de
comunicación no comprueban nada y que es fácil manipularlos".
Las bromas de
Debenedetti arrojan una mirada cínica sobre la maltrecha reputación del gremio.
Los bulos ya no son un desvío esporádico de la información ni obedecen a un
ocasional malentendido sino que se manufacturan en serie, sin pausa ni
remordimiento, igual que cualquier otro bien de consumo en una cadena de
montaje. Algo ha cambiado en las entrañas mismas de Internet para que los
falsificadores se hayan rodeado de prestigio institucional y cuenten con el
lucrativo aval de los grandes grupos de prensa. El mentiroso voluntario, el
repartido de patrañas, no padece el repudio de los demás profesionales sino que
es convidado a todos los banquetes, sentado en todos los platós y engordado con
el puchero de todas las subvenciones públicas.
Leo en La Marea que
el Madrid de Díaz Ayuso soltó 200.000 euros a la empresa de Ana Rosa Quintana.
Leo en El Salto que la Xunta de Feijóo soltó 50.000 euros al canal de YouTube
de Javier Negre. Leo en Público que los gobiernos del PP han soltado no menos
de 300.000 euros al blog de Eduardo Inda. Ana Rosa, por cierto, acaba de
recibir una medalla de honor en el Senado "por su lucha por el fin del
terrorismo de ETA". Su compromiso va más allá del deber. En 2020, le afeó
a Rafael Simancas que hubiera acordado con los independentistas vascos la
derogación de la reforma laboral y la prórroga del estado de alarma. "EH
Bildu tiene a sus espaldas muchas muertes de españoles". Dos años después,
los tribunales la obligaron a rectificar en directo.
Cada vez que algún
estudiante de periodismo me cuenta sus esperanzas profesionales, no puedo
reprimir una mueca de compasión y desconsuelo. Vista la degradación del runrún
comunicativo, me parece más prometedor el oficio de poeta maldito y tal vez no
sea el peor de los destinos terminar agonizando de sífilis en una buhardilla
parisina. Cómo explicarles que la honestidad profesional se paga con la
precariedad y con la indiferencia. Cómo decirles que los que llegan a todo lo
alto, los escultores de la opinión pública, los propietarios de todas las
pantallas, son aquellos que todavía hoy siguen día tras día matando a García
Márquez.
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