LA ALDEA GLOBAL Y SUS ALDEANOS
CLAUDIO ZULIAN
Cuando Marshall
McLuhan, en 1962, acuñó la famosa expresión “aldea global” para describir un
mundo instantáneamente interconectado, no pensaba en absoluto en la uniformidad
y la tranquilidad de un pequeño pueblo. Al contrario, estaba convencido de que
la aldea global se iba a caracterizar por la máxima diversidad – la de todas
las culturas del mundo, que finalmente podrían encontrarse sin trabas ni
traductores.
Para McLuhan, la
interconexión global era una mutación esencialmente beneficiosa. Sin embargo,
también intuyó sus peligros: le llegó a preocupar mucho el poder que, a través
de los mass media, iba adquiriendo la publicidad. No se equivocaba: los
anuncios eran la avanzadilla de la imparable invasión consumista que, gracias a la comunicación instantánea, iba
transformando y domando todas las culturas del planeta.
Después de este
proceso de uniformización cuyo agente principal fue la televisión, llegó
Internet. Con él se pudo acometer un nuevo paso hacia la efectiva aldeización
global. La tecnología de las redes permite tener una información muy precisa de
los gustos y costumbres de cada consumidor concreto. Se teje así a su alrededor
una espesa red de estímulos que formatea activamente su personalidad. Las
diferentes aplicaciones de Internet se encargan de sugerir entidades y personas
que pueden tener afinidades u ofrecer bienes según las inclinaciones del
consumidor. De esta manera, las relaciones sociales se vuelven inmediatamente
productivas y consumibles. Al igual que había pasado antes con las diferentes
culturas, ahora es la propia personalidad del internauta la que se modula y se
explota. En consecuencia, en las redes ya no hay encuentros al azar. Alrededor
del usuario se crea un cocoon de relaciones y productos que responden de
antemano a sus deseos. Desaparece la característica promiscuidad azarosa que es
el meollo de la vida urbana, donde no conocemos solamente a personas
supuestamente afines, sino también a personas que no nos interesan mucho o
hacia las que nutrimos incluso sentimientos de antipatía, pero que suponen un
continuo aprendizaje social y una abertura hacia lo desconocido.
Además, el
consumismo ha uniformizado el mundo no sólo desde el punto de vista de la
persona y de la cultura, sino también desde el punto de vista físico:
aeropuertos, trenes, barrios de negocios, resorts, bloques de apartamentos,
parques, todo se vuelve similar y acaba por ser difícilmente distinguible. El
aldeano global, por lo tanto, también reencuentra la experiencia de la vida de
pueblo en la cerrazón espacial – férreamente determinada por marcas geográficas
conocidas: desde este río a esa montaña, de este bloque de oficinas a este
hotel. No hay más horizontes.
En suma, en contra
de lo que imaginaba McLuhan, la expresión “aldea global” ha resultado ser
profética no sólo en cuanto a la extensión creciente de la interconexión del
mundo, sino también en cuanto a la rápida expansión del específico espíritu de
la aldea – en su peor versión: uniformidad de los marcos mentales y de los
estilos de vida, imposibilidad crítica, desconfianza generalizada hacia todo
elemento exógeno y, por consiguiente,
conservadurismo generalizado.
En el contexto de
cultura aldeana – tradicional o global, no importa – la verdad, entendida como
fruto de un proceso crítico de cuestionamiento, deja de ser operativa. Los
discursos fundamentales que circulan en su seno no tienen el objetivo de
adecuarse a la realidad, de demostrar algo o de descubrirlo. Su función
principal es mantener unida la comunidad. Ese es el bien supremo. Su expresión
más típica es la bien conocida: “No importa si tiene razón o no, lo importante
es que es de los nuestros.” Ante una disputa con un extraño, lo “nuestro”
siempre prevalece – sea un amigo, un paisano desconocido o el alcalde corrupto
condenado por un tribunal “de fuera”. La
lealtad al “nosotros” es más importante que toda verdad. Por consiguiente, en la aldea, la fe – del latín fides: lealtad
precisamente – es la manera de relacionarse con los discursos. Proclamar la
propia fe asegura la adscripción al grupo: independientemente de toda otra
consideración sobre lo que dices, yo te creo porque somos del mismo pueblo. El
corolario de esta lógica discursiva es el poder de las habladurías. En la
aldea, nadie afirma algo rotundamente y lo somete a verificación. Si se quiere
expresar algo, conseguir algún cambio o denunciar a alguien, primero hay que
inscribir lo que se quiere decir en el “nosotros”. Se empezará entonces por
tantear cuál es la posibilidad de cierta afirmación: “Se dice que…” Así,
anónimamente, porque todo “yo” excesivo rompería la uniformidad y el amparo del
“nosotros”. Si lo que “se dice” se propaga poco a poco, significa que puede
acabar siendo operativo: una insinuación adecuada puede conseguir la expulsión
de una persona de la comunidad. Fe, poder de las habladurías y anonimato son
características tanto de la cultura aldeana clásica y como de la global.
Observemos que, si
los discursos producidos en el seno de la aldea tienen como único fin mantener
al grupo unido, quiere decir que son puros discursos del poder. Las habladurías no tienen otro objetivo que
ir dando forma al “nosotros” en términos ventajosos para tal grupo o tal
persona. Es un rasgo que reencontramos puntualmente en las redes. La supuesta
democratización consustancial al medio ha acabado por mostrar su verdadero
rostro en el uso descarnado que personas como Trump o Salvini hacen de él.
Jugando hábilmente a proferir discursos sin fundamento, adscribibles a momentos
de enfado, de humor o de desprecio, se sitúan en el lugar de la habladuría,
donde, literalmente, no hay nada que discutir. ¿Quién puede rebatir un “se
dice…”, un “parece…”, una broma o un insulto? Los efectos de tales
afirmaciones, que no aspiran a ningún régimen de verdad compartido, pueden ser
sin embargo devastadores. Basta que hagan su camino en las redes.
Ante tal situación,
hubiera cabido esperar muchas más voces críticas y más feroces – por lo menos
para señalar los mecanismos de este intento de sumisión mundial. No ha sido así. Aunque, quizá, hemos tenido que esperar que el proyecto de
consumismo mundial madure para darnos cuenta que los rizomas de Deleuze podían
ser un buen proyecto organizativo del capitalismo neoliberal o que los cultural studies coincidían con los
estudios de mercado. Quizá es sólo ahora
cuando nos podemos dar cuenta de que buena parte de la crítica postmoderna al
discurso de la verdad ha contribuido de hecho a afirmar el espíritu de la aldea
incluso entre las personas más formadas – las que tendrían que haber sido los
guardianes de la crítica. Siguiendo el
profético análisis de Nietzche, la verdad ha sido deconstruida y
criticada como una convención que esconde una pura voluntad de poder. Se ha
afirmado la funcionalidad política de cualquier discurso, sentando así las
bases de las políticas de representación: al no haber verdad alguna compartida,
lo único importante es que haya sitio para la opinión de todos – y toda crítica
queda deslegitimada.
No parece, sin
embargo, que se haya tenido suficientemente en cuenta que para Nietzche la
verdad fue siempre algo que había que seguir pensando – al menos como tensión
entre lo indecible de lo real – informe y horrible – y la necesidad de dar
cuenta de ello en la cultura. La necesidad, en suma, de no perder de vista el
trasfondo trágico de la deconstrucción de los discursos y las verdades.
Como era
previsible, una vez cumplida su misión y sin tensión trágica que le de sentido,
la deconstrucción se vuelve ella misma un puro discurso del poder. Henos aquí
de lleno en la lógica de la aldea: el bien es lo que la aldea dice que es. Cada
grupo-aldea define el suyo y lo “nuestro” reina soberano sin que ninguna
crítica lo pueda turbar. Salvo que un puro discurso del poder, sin ningún
freno, abre la puerta a las diosas de la
venganza. Si se me permite una excursión en el mundo del gossip, es lo que
hemos podido ver en la historia de la familia Allen-Farrow. Eliminado el
prestigio del tribunal que emitió una sentencia respecto de la cuestión, lo que
queda es la guerra abierta entre los hermanos que se acusan mutuamente de
mentir. En las redes esto ha tomado su forma natural aldeana del “yo te creo”.
Bien mirada, esta historia sigue el patrón de las tragedias clásicas, con el
padre y la madre en los papeles estelares y los hermanos dispuestos a
despedazarse sin fin. El puro discurso del poder es la antesala de la irrupción
de lo real en su aspecto más salvaje.
Al final de la
Orestíada, el ciclo de la venganza – la madre ha matado al padre y el hijo,
Orestes, a su madre – se interrumpe ante el tribunal de Atenas. Este escucha
las partes como tercero imparcial y emite un veredicto: absuelve Orestes. Sin
embargo, las diosas de la venganza, las Erinnis, reclaman su parte. El tribunal
las invita entonces a habitar un templo construido para ellas fuera de la
ciudad. Es decir: la verdad (el veredicto) es un acto formal del tribunal y
este tiene perfecta consciencia del trasfondo trágico de su decisión – de su
incompletitud. Las diosas de la venganza no se han esfumado por arte de magia,
sino que siguen allí: hay que honorarlas para que no vuelvan a entrar en la
ciudad y empiece una nueva matanza.
La propia ciudad es
una construcción esencialmente trágica: está formada por desconocidos, no puede
decir “nosotros”. Es esto justamente que permite la aparición de una idea de
verdad. No porque se trate de definir de una vez una relación unívoca de los
discursos con lo real, sino, al contrario, porque se tiene conciencia de la
propia ignorancia: el otro trae mundos que no conocemos. Admitir que se es
ignorante, decir “no sé”, es el comienzo de toda búsqueda de la verdad como
actividad crítica compartible. Es lo que nunca dirá un aldeano.
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