A PERDERSE ENTRE LA URBE
ILKA
OLIVA CORADO
Es medio día de un
día de julio de verano infernal, los observo por la ventana que da a la calle
mientras subo las escaleras de la casa donde trabajo; sus cuerpos bañados en
sudor, con piocha en mano abren una zanja por todo el lateral de la casa para
arreglar una tubería. En la mañana había llegado el dueño de la empresa, un
polaco de unos 60 años, a hacer acto de presencia solamente. Se subió en su
pick up de doble tracción de modelo reciente y se fue.
De historias como
la de Antonio y José, como la de su esposa y su hijo está lleno este gran
establo, donde los indocumentados somos las reces que llevan al matadero.
Sirvo dos vasos de
agua con hielo y salgo a dárselos mientras les pregunto cómo van con el calor,
¿usted vive aquí? -Me preguntan asombrados al verme latinoamericana-. No, yo
trabajo aquí, soy la sirvienta, bueno, soy la niñera pero ustedes saben que
niñera y sirvienta es la misma cosa, -les comento mientras les doy los vasos de
agua-.
Resultan ser de
Guatemala, del occidente, hablan español con dificultad; es un tío y su
sobrino, el tío de 35 que se vino hace 18 años y el sobrino de 16 años que vino
hace 6 meses. Colocan los vasos de agua a un costado de la zanja y siguen uno picando con la piocha y el otro
paleando.
Veo al sobrino
esforzándose con la pala mientras pienso que
a esa hora tendría que estar en la escuela, el tío me lee los
pensamientos y me dice: se vino
siguiendo a mi hijo que se vino un mes antes que él, se criaron juntos y
parecen uña y mugre, pero mi hijo no quiso venirse conmigo y se fue con su
mamá, entonces éste vino a dar aquí
conmigo porque prácticamente yo lo crié, su mamá es mamá soltera, el papá se vino y se hizo perdidizo y dicen que está
en California y que allá tiene otra familia, pero ya la otra semana se va con
mi hijo porque no pueden vivir separados
y además no aguanta el trajín del trabajo. Para más vino él a verme y no mi
hijo.
Pero su hijo –le
digo- ha de tener sus razones, usted se fue lejos y estuvo ausente, la
presencia física no estuvo. Pero lo llamaba todos los días por teléfono
–contesta Antonio- y yo traté de estar lo más cerca de él pero la distancia me
lo impidió, si yo hubiera podido viajar otra cosa hubiera sido.
Antonio de 35 años,
piel quemada por el sol, está vestido con dos camisas; una playera y otra
camisa a cuadros manga larga que le
cubre los brazos, tiene puesta una gorra para cubrirse parte del rostro, su
pantalón de lona y zapatos de suela gruesa enlolados hasta la altura de la
manda del pantalón. José, el sobrino está vestido con esas playeras de moda que
en Guatemala matarían por tener una, la tiene también llena de tierra, el
estilo del pantalón también varía grandemente con el del tío, definitivamente
son generaciones distintas.
Qué dura la vida
del pobre, ¿verdad Antonio? -Le digo mientras me repeso sobre la pared de la
casa sintiendo el calor del verano en la piel-. Mirá, -me dice sin soltar la
piocha-, yo me vine de patojo y dejé a mi hijo de 6 meses porque quería que no
viviera mi misma pobreza, quería que él y mi esposa tuvieran casa, tuvieran
agua potable, zapatos, que tuvieran comida en la mesa y por eso me vine. Yo
quería que mi hijo fuera a la escuela y
que no se quedara bruto como yo, que me tocó trabajar desde niño en las fincas
con mis papás y mis hermanos.
Aquí he hecho todo tipo de trabajo, hasta lo que no te
imaginás, porque a uno le toca doble discriminación por ser indígena y no
hablar bien el español y no entender el inglés; en los trabajos de construcción
siempre me ha tocado el trabajo duro porque piensan que puro lomo soy, que no
me canso, pero me canso y mucho. Y como pude fui mandando dinero para la casa,
todas las semanas, todos estos años; 3 trabajos tengo desde que vine, no paro,
yo trabajo de lunes a domingo en lo que sea, soy mil usos: unos días poniendo baños, otros pintando casas, otros arreglando
jardines, poniendo pisos, techos, lo que salga y bien matado termino. ¡Y las
humillaciones que me hicieron mientras yo trataba de aprender el trabajo!
Porque nadie me enseñó, nadie le quiere enseñar a uno el trabajo, yo solito lo
fui aprendiendo observando, a puro ojo aprendí.
A Antonio le pasó
lo que le pasa a la mayoría de los
indocumentados, que piensan que vienen por 1 o 2 años y terminan quedándose
porque al llegar se dan cuenta que no es tan fácil como les habían contado y
que para enviar una remesa hay que tener
por lo menos 3 trabajos y que para lograr entender un poco el trabajo y
aprenderlo y también movilizarse tienen
que pasar por lo menos 8 años.
Vivimos en un
apartamento 11 de allá del pueblo, todos dejamos a nuestras familias allá y
trabajamos así en conjunto cuando se puede para ayudarnos con la gasolina y que
todos tengamos ahí aunque sea para una tortilla con algo.
Antonio trabaja en
un empresa de construcción de un polaco que solo llega con sus hijos,
robustos, bien saludables, a revisar el
trabajo que hacen personas indocumentadas como Antonio y su sobrino José. Los
que hacen el trabajo más difícil y más sucio siempre son los latinos
indocumentados.
Mirá y les hice
casa y no sirvió de nada, -continúa Antonio desahogándose- porque lo que
yo no quería pasó, se vinieron de todas
formas a sufrir aquí como uno. Mi esposa se vino con una su prima a trabajar en
el corte de verduras y frutas y anda de estado en estado por temporadas, no
tiene casa, se va con los jornaleros en grupos y duermen en las fincas en las
galeras, 3 semanas aquí, un mes allá y así se anda todo el país. Soy un hombre
fracasado, de nada me sirvió venirme. ¿Y piensa regresarse? No, solo que me
deporten, ¿a qué me voy a regresar? Si lo que yo quería se deshizo.
Como Antonio hay
miles, la migración forzada deshace las familias, las rompe de por vida. Tarde
o temprano los hijos de los migrantes indocumentados también emigran, muchos
por su cuenta, otros a dar con sus padres y al llegar que se dan cuenta que no
hay lazo que los una y que son personas extrañas en realidad; y es así como
terminan viviendo en lugares distintos y
otros mudándose de estado como el caso del hijo de Antonio.
¡Les hice casa!
-Vuelve a repetir Antonio- y ahora se
vino mi hijo y anda allá cortando verduras, como si para eso me vine a
sacrificar yo. Deja la piocha a un lado, toma el vaso de agua y descansa un
momento, el sobrino que solo ha estado escuchando cabizbajo también se detiene.
¿Y cuáles son tus
sueños? -Le pregunto al sobrino- pues lo mismo que mi tío, trabajar duro para
que mi hijo pueda ir a la escuela. ¿También tenés hijo? Sí –contesta con voz tímida- . José tiene
apenas 16 años. Quiero trabajar y que tengan casa -continúa- y que él vaya a la escuela y que
termine la universidad. Yo quiero ahorrar un poco para poner un negocio y
regresarme ¿Era como te lo habían contado? Nada, la gente le miente a uno,
Estados Unidos no es como la gente llega contando.
En José se ha
repetido la historia de su tío Antonio, y así se repiten millones más, la
migración forzada es eso: un nudo ciego.
Antonio dice que él
es el único que les ha dicho la verdad sobre vivir en Estados Unidos sin
documentos pero que la necesidad es grande y que por esa razón gran parte de la
juventud de su pueblo ha emigrado y solo se han quedado los abuelos. Porque
padres e hijos han agarrado para el norte a perderse entre la urbe. Aquí se
pierde todo vos, -me dice Antonio- todo se pierde, uno ni llorar puede más,
hasta de llorar hasta cansando.
Recojo los vasos y los dejo trabajando bajo el sol
abrasador del verano estadounidense y regreso a mi trabajo, mientras camino
hacia la puerta, se quedan repicando las palabras de Antonio: “aquí se pierde
todo vos, todo se pierde”. Y es verdad.
De historias como
la de Antonio y José, como la de su esposa y su hijo está lleno este gran
establo, donde los indocumentados somos las reces que llevan al matadero.
Blog de la autora:
https://cronicasdeunainquilina.com
Ilka Oliva Corado.
20 de diciembre de
2018.
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