LA EUROPA DE LOS ASESINOS
CONTEXTO
El ministro español del Interior está sacando pecho por haber logrado cerrar un acuerdo de las principales capitales europeas para lo que se ha llamado el pacto migratorio. Tras la crisis de 2015, con la llegada masiva de refugiados sirios huyendo de la guerra, la Unión Europea adoptó una serie de medidas, ineficaces en su mayoría, que ahora se quieren reformar. Tras registrarse al menos 27.000 muertes en el Mediterráneo en los últimos diez años, Europa busca dar una nueva vuelta de tuerca a su política migratoria, regular la recepción inmediata de inmigrantes, y repartir el esfuerzo entre todos los países de la Unión.
Sin embargo, el pacto se basa una vez más en una aproximación fallida al fenómeno migratorio. La crisis migratoria ya no es una crisis. La emigración no regulada es una realidad constante, que no va a terminar nunca, con la que hay que convivir y a la que deben adaptarse nuestros sistemas democráticos. Y solo hay dos maneras democráticas y decentes de hacerlo: combatiendo las causas profundas que originan las migraciones desde el Sur global, y poniendo el foco en el escrupuloso respeto a los derechos humanos.
La falta de vías
seguras de emigración –que tampoco se aborda ahora– está, en gran medida, en el
origen de la decisión desesperada de miles de personas que se echan al mar en
embarcaciones precarias tratando de llegar a Europa. Las guerras, el hambre, la
dinámica extractivista y el caos climático provocan la expulsión de cada vez
más personas de sus territorios. La imposibilidad de conseguir un visado y de
emigrar legalmente lleva a que lo intenten de cualquier modo posible. Nadie se
mete con sus hijos en una barca inestable y se arriesga a perder la vida en una
travesía incierta si tiene otro remedio.
El nuevo pacto
europeo, por supuesto, ni siquiera se plantea cómo tratar de mitigar esas
situaciones, y tampoco garantiza que se vaya a proceder efectivamente al
reparto de las personas recién llegadas por todos los países de la Unión. Las
reticencias de los países más abiertamente xenófobos, como Polonia y Hungría, a
los que se suman Eslovaquia y Austria, no permiten hacerse ilusiones. La UE
parece ya incapaz de contener el extremismo, con serios componentes racistas,
que se va colando en sus instituciones.
Las únicas medidas
en las que hay consenso se basan en repartir dinero a países del norte de
África para que ejerzan de gendarmes delegados (básicamente, extender a Túnez
el brutal modelo probado antes en Libia, Turquía y Marruecos) y, sobre todo, en
castigar a las víctimas: se ampliará el tiempo en el que las personas que
lleguen a Europa pueden estar privadas de libertad sin decisión judicial alguna
hasta los veinte meses. Esta prolongación del limbo jurídico, que convierte las
peticiones de asilo en una quimera, no se compensa con ninguna mejora en la
protección de los derechos; al contrario, se asienta la idea de unos retenidos
zombi que malviven en instalaciones cerradas en una zona gris donde no existen
los derechos que se le reconocen al resto del mundo. Es absurdo e inhumano
pedir que los migrantes vengan con un contrato de trabajo previo o que
regularicen su situación para poder tener un trabajo en lugar de que sea el
trabajo el que les regularice. Pero en eso se basa uno de los grandes negocios
que genera la inmigración irregular: en crear una bolsa oculta e ignominiosa de
esclavitud encubierta.
Uno de los puntos
más controvertidos del nuevo pacto tiene que ver con la persecución a las ONGs
que rescatan a inmigrantes en el mar. Los Estados europeos están obligados por
el derecho internacional a asistir a los náufragos que aparecen en sus zonas de
salvamento. Muchos no lo hacen. España en este punto puede presumir de tener
uno de los pocos servicios públicos eficaces de salvamento marítimo, que ha
sobrevivido a los intentos conservadores de privatizarlo y disminuirlo. Otros
países, en cambio, no destinan recursos a salvar estas vidas. Su papel lo
cubren ONGs que con voluntarios y donaciones particulares han logrado mantener
diversos barcos de rescate por el Mediterráneo. Ahora el Gobierno
ultraderechista italiano, con el entusiasta apoyo griego, intenta
criminalizarlas. Y la Unión Europea se ha plegado a los deseos de Meloni,
porque el proyecto de reglamento permitirá que los Estados miembro califiquen a
estas organizaciones como colaboradores que instrumentalizan la emigración, de
modo que puedan ser tratadas igual que las redes ilegales que proporcionan a
los migrantes los medios para huir. Se cumple así la vieja aspiración ultra de
ilegalizar a quienes salvan vidas cumpliendo las obligaciones que el Estado no
cumple.
Es difícil imaginar
una mayor deshumanización de la Unión Europea, convertida no ya en la Europa de
los comerciantes, sino directamente en la Europa de los asesinos. Congratularse
de un acuerdo semejante, como está haciendo el Gobierno español, es no solo una
vergüenza para la imagen del país sino también una ofensa y una humillación
para todos los votantes progresistas.
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