martes, 14 de agosto de 2018

V. S. NAIPAUL, MONSTRUO PERFECTO


V. S. NAIPAUL, MONSTRUO 
PERFECTO
DAVID TORRES
V. S. Naipaul no tenía pelos en la lengua porque los escupía todos. Los escupía, además, en todas direcciones, al primero que se le ponía por delante, ya fuese en cuestiones políticas, literarias o religiosas. Entrevistarlo era un deporte de riesgo, porque al periodista le podía caer el escupitajo en cualquier momento, desde cualquier ángulo y por cualquier motivo, sobre todo cuando se publicó The World Is What It Is, la escandalosa biografía de Patrick French que lo retrata como un Minotauro. Naipaul podía haberle ahorrado mucho trabajo a Florie Rotondo, aquella niña que inventó Capote para el primer párrafo de Plegarias atendidas y que en una redacción colegial escribió: “Si pudiese hacer lo que quisiera, me iría al centro de la Tierra, nuestro planeta, y buscaría uranio, rubíes y oro. Intentaría encontrar Monstruos Perfectos”.


Ahora que se ha puesto de moda la confusión entre autor y obra, Naipaul resulta un blanco perfecto para esos guardianes de la moral que leen Lolita como la confesión directa de un pedófilo y pretenden prohibir la filmografía completa de Woody Allen en nombre de unos supuestos abusos infantiles que cada vez parecen menos verídicos. Naipaul no publicó ningún libro tan polémico, que yo sepa, como la obra maestra de Nabokov, pero su vida tiene episodios suficientes para que Borges -a quien no entendió- hubiera incluido un resumen en Historia universal de la infamia.

No sólo maltrató y despreció olímpicamente a su primera esposa, Patricia Hale, sino que en su lecho de muerte, mientras ella se recuperaba de una masectomía, alardeó en una entrevista en The New Yorker del hecho de que ella nunca le había atraído sexualmente, por lo que había tenido que desahogarse a menudo con prostitutas. “Podría decirse que yo la maté” le confesó a su biógrafo, Patrick French. Con Margaret Murray, a la que consideraba “ignorante y torpe”, mantuvo una relación de dos décadas que se basaba principalmente en la adoración sumisa de ella y en las palizas que Naipaul le propinaba habitualmente para satisfacer sus fantasías sádicas. Murray sufrió tres abortos a lo largo del idilio con el escritor y, a modo de compensación por los servicios prestados, él le envió un cheque.

Con los amigos la cosa tampoco iba mucho mejor, como contó Paul Theroux en La sombra de Naipaul, un asombroso libro de memorias que escribió a raíz de encontrarse en un mercadillo de segunda mano todos los libros que le había regalado a su maestro con su firma y dedicatoria. Theroux, más divertido que indignado, le llamó para preguntarle qué había ocurrido pero Naipaul no quiso responder al teléfono. Se consideraba el escritor en inglés vivo más importante, una opinión compartida por multitud de críticos y colegas, y que a mí siempre me ha parecido una evidente exageración. Su estilo diáfano y transparente me deja tan frío que no puedo recordar apenas nada, ni una frase, ni un párrafo, ni una idea, de los tres o cuatro libros suyos que he leído. En aquel tiempo, a golpe de pájaro y contando únicamente novelistas, todavía estaban en activo Graham Greene, Anthony Burgess, Norman Mailer, Saul Bellow, John Hawkes o Philip Roth. Todavía lo están John Irving, Anne Tyler, Cormac McCarthy o John Barth.

Le han acusado también de racismo y Derek Walcott, otro premio Nobel caribeño, fue aun más explícito: “Odia a los negros”. Su opinión sobre sus colegas escritoras tampoco puede ser más desafortunada: “Demasiado sentimentales. Son diferentes, son bastante diferentes. Leo un fragmento de texto y con sólo uno o dos párrafos sé si lo ha escrito una mujer o no. No está a mi nivel”. Por lo que le he leído, ya quisiera Naipaul haber escrito un párrafo al nivel de Isak Dinesen, Carson McCullers o Marguerite Yourcenar.
 


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