martes, 28 de agosto de 2018

LA PELÍCULA DEL JUEZ LLARENA


LA PELÍCULA DEL JUEZ LLARENA
JUAN CARLOS ESCUDIER
Hay personajes que marcan tanto a sus actores que acaban por poseerles y hasta por trastornarles. Le pasó a Janet Leigh, quien tras rodar Psicosis no volvió a meterse en una ducha con cortinas, y a Johnny Weissmuller, que acabó sus días gritando como Tarzán por los pasillos del psiquiátrico. Al juez Pablo Llarena puede estar pasándole lo mismo en su papel de defensor de la Constitución y último bastión contra el independentismo. Su puesta en escena ha sido tan memorable que partidos y asociaciones judiciales se han conjurado para no dejarle solo ante el peligro y el Gobierno, consciente primero de que sólo era una película, ha tenido que luego transigir y sumarse a sus custodios.

La historia es conocida. Hace más de dos meses el malvado Puigdemont y varios exconsellers presentaron contra él en Bruselas una demanda civil por entender que el magistrado, en un conferencia en Oviedo organizada por BMW, derrapó con sus comentarios y prejuzgó a sus investigados. Nadie hizo mucho caso a la demanda hasta que fue evidente que la citación para que Llarena declarase en septiembre seguía en pie.


El del Supremo pidió entonces amparo al Consejo General del Poder Judicial y el órgano de gobierno de los jueces se lo concedió, saltándose para ello la norma que establece un plazo de diez días desde el momento en el que el magistrado considera perturbada su independencia y que, en buena lógica, debió de empezar a correr el día en el que la demanda fue presentada allá por junio y de la que Llarena era conciente, ya que desestimó una recusación basada precisamente en este hecho.

El Gobierno había decidido en un principio personarse en la demanda para prevenir un supuesto ataque a la soberanía jurisdiccional de España, que es la que reserva a los tribunales del país la facultad de juzgar hechos cometidos en su territorio, pero se había negado a asumir la defensa de Llarena por los actos privados que se le atribuyen. Para entendernos, el Ejecutivo defendería el derecho de España a juzgar la supuesta rebelión o sedición atribuida a Puigdemont y los exconsellers por parte del Tribunal Supremo pero se negaba a pagarle el abogado a Llarena si alguien le denunciaba por haberse saltado un semáforo.

Las tornas cambiaron a partir de este sábado, en el que Sánchez reunió a sus ministros en una finca toledana y el aroma a tomillo acabó por convencerle de que mantener su criterio inicial, que era el adecuado, daría alas a quienes le acusan de ejercer de defensor de los independentistas. De ahí que donde se dijo digo se dijera Diego y se anunciara que por dinero no iba a ser y que Llarena tendría cubiertas no sólo las espaldas sino su prolongación orgánica en sentido descendente.

La sobreprotección del magistrado no es muy saludable ni para él ni para un tribunal que muchos consideran que en la causa al ‘procés’ ha sobrepasado el ámbito jurídico para adentrarse en el terreno de la artimaña y la estratagema. Ni el Estado de Derecho ni la unidad del país precisan de ningún Capitán España vestido con uniforme rojigualda de lycra y escudo en forma de disco. Nadie obligó a Llarena a pronunciarse en un foro privado sobre su instrucción. Le hubiera bastado con recurrir a la vieja y socorrida fórmula de que los jueces sólo se manifiestan en sus autos y en sus sentencias. Puede que el personaje se le haya ido de las manos y que no encuentre manera de quitarse el maquillaje ni para dormir.
 


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