viernes, 17 de agosto de 2018

TIMOS E ‘INFLUENCERS’


TIMOS E ‘INFLUENCERS’
ANÍBAL MALVAR
Al menos doscientos jóvenes españoles han sido estafados por una peculiar empresa que les cobraba por irse de cooperantes a países como Ghana, Sri Lanka o Tailandia. Cuando llegaban a los lugares de destino, en lugar de campamentos de trabajo, escuelas donde enseñar u hospitales donde curar los llevaban a una playa, les invitaban a una cerveza y les iban preparando para lo que les tenían programado: un tour fotográfico con niños hambrientos para que los enseñaran a sus amigos de Instagram.

La reacción de los jóvenes que denunciaron la estafa alumbra un poco de esperanza en el futuro. En lugar de aceptar el mes de turismo de postureo e Instagram entre negritos hambrientos, se han vuelto a España a desmontar el chiringuito del emprendedor Yago Zarroca.


Su empresa, Yes We Help, calculó mal el grado de idiotización de la joven sociedad española. Su agresiva campaña publicitaria en Instagram, con famosos —ahora los paletos les llaman influencers— retratándose en estas falsas misiones humanitarias, logró que muchos chavales cayeran en la trampa. Pensaba Zarroca  que un estudiante de medicina es tan gilipollas como para irse a Ghana solo para inflar su currículum progreguay en las redes sociales. No todos somos Pablo Casado, Cristina Cifuentes y tal. El estafador subestimó a los estafados.

Falta saber ahora en qué lugar queda el famoseo que contribuyó a la estafa colgando fotos y mensajes solidarios en las redes. Estos personajes fueron el cebo del engaño: dieron respetabilidad a la firma, la vendieron como una suerte de oenegé formativa. ¿Cobraron o los engañaron a ellos también? ¿Sea como sea, cómo deberían actuar ahora?

Los influencers son el viejo famoseo de las nuevas generaciones, los peñafieles de los millenials. Gente que, con mayores méritos publicitarios que artísticos o intelectuales, se convierte en una corriente de pensamiento, estética y ética en sí misma. Todo el mundo sabe que sus textos en la redes no los escriben ellos, y también es de todos conocido que sus espontáneos selfies llevan su espontánea soledad acompañada por un maquillador, un fotógrafo, un iluminador, un photoshopista experto y el cobrador del frac, también llamado agente. Pero aun así, su opinión cuenta a la hora de ver un programa de televisión, comprar una marca de zapatos o elegir entre una égloga de Garcilaso y un tractatus de Boris Izaguirre.

Rebusco en la red y aun no encuentro ninguna explicación o disculpa por parte de estos dicharacheros vendedores de buena conciencia, ahora que se ha desmontado la calcutada timadora de Yago Zarroca.

Escribía en estas mismas páginas Desirée Bela-Lobedde una inteligente guía de comportamiento para los jóvenes que acuden a este tipo de iniciativas solidarias. Y les invitaba a partir desnudos del “síndrome del salvador blanco”.

Sería también necesario revisar la ética de esos influencers –como una tal Dulceida, Paz Padilla y Octavi Pujades (algunos ni me suenan)– que no profundizan en la naturaleza de los negocios que promocionan. Al final de toda esta historia, las perjudicadas serán las oenegés honradas y convencionales, pues de confusiones interesadas está plagada la prensa neocón, y aprovechará este turbio asunto para ensuciar la cooperación en general. No les gustó nunca la cooperación. Por cooperación, ellos entienden la pesetilla del domund en la hucha de la monja. Lo demás es buenismo. Y a los buenistas les pasan estas cosas.
 



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