PAPI ¿POR QUÉ ME ODIAS?
CAROLINA
VÁSQUEZ ARAYA
Algo
muy malo sucede con la especie humana cuando padres, hermanos, maestros,
líderes espirituales o simples vecinos son capaces de violar. Pero algo mucho
más perverso se revela ante las agresiones sexuales perpetradas contra seres
tan indefensos como bebés, niñas y niños en sus primeros años de vida. Cuerpos
y mentes aniquilados por ese embate violento y espeluznante que suele acabar
con su vida.
Los
casos recientes en Chile y Colombia de violaciones y asesinatos de bebés -por
mencionar solo algunos- provocan un asco indescriptible. Sin embargo la repulsa
social no es aún suficientemente rotunda para evidenciar el horror de estos
hechos por existir una especie de pacto de silencio tendente a poner etiquetas
grises sobre los atroces crímenes sexuales perpetrados por hombres. Eso es el
patriarcado. Así es como se manifiesta a través de los medios de comunicación,
los círculos sociales y los tribunales de justicia esa inconcebible complicidad
ante las violaciones sexuales.
“No
me lo cuentes” es la primera reacción ante la noticia de una bebé de poco más
de un año de vida, prácticamente destrozada por la penetración del pene de su
propio padre o de su protector asignado por un juez de familia. Eso, porque no
queremos saber los detalles de uno de los episodios más crueles que es posible
imaginar contra un ser indefenso. Entonces se nos agolpan las imágenes de
nuestras propias hijas e inútilmente intentamos borrarlas para hacer como que
nunca nos hubiéramos enterado. Pero estos hechos nos perseguirán porque, como
sociedad, tenemos la responsabilidad de hacer algo para evitarlos.
La
violación es un crimen convertido en costumbre, en una especie de derecho del
macho, en una forma de diversión para jaurías de jóvenes o adultos capaces de
asaltar, torturar e incluso asesinar a una niña o una mujer. La violación se
considera una manera de reafirmar la virilidad imponiéndose física y
psicológicamente sobre alguien del sexo opuesto o de su mismo sexo y por ello se
ha utilizado históricamente como táctica de guerra. La violación ha sido la
manera de someter a otro ser humano y arrebatarle la dignidad.
Esto
es una realidad a la cual se enfrenta la mitad de la población mundial; esa
mitad que para equiparar sus derechos humanos con los de sus pares masculinos
ha tenido que arriesgar la vida y soportar múltiples campañas de desprestigio
por tener los arrestos de intentar un cambio radical. Pero los avances, aunque
importantes, no son suficientes. A las mujeres se les niegan sus derechos desde
antes de nacer y esa desigualdad contribuye a colocarla en posición de
inferioridad en su hogar, en su escuela y en su puesto de del sistema. A ella
se la interroga con dureza, en ella recaerán las dudas y será sancionada por
trabajo durante todo el resto de su vida. Por ello, cuando denuncia una
violación o un acto de acoso, es la primera víctima ponerse en la situación
objeto de su denuncia. De hecho, se la condenará por haber tenido el descaro de
poner de manifiesto uno de los mayores vicios de la sociedad: la misoginia.
Si
para las mujeres adultas el sistema patriarcal representa un atentado a su
integridad como ser humano, la situación de una niña dependiente de las
decisiones de los adultos que la rodean puede llegar a ser una de las peores
pesadillas si esos adultos abusan de su debilidad y la convierten en una
esclava sexual desde sus primeros años de vida. Para estas prácticas inhumanas,
sin embargo, no existen obstáculos bien definidos porque la voz de las víctimas
apenas ahora comienza a escucharse.
Los
depredadores sexuales son sujetos normales, respetados socialmente, amparados
por el sistema.
elquintopatio@gmail.com
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