TOBY O LA CRÓNICA DE
LA FELICIDAD
RAMÓN DÍAZ HERNÁNDEZ
Es un trabajo escrito cuyo contenido resulta difícil de
calificar y, por lo tanto, imposible de clasificar. Toby qué es: ¿Una memoria? ¿Una autobiografía? ¿Un viaje al pasado
a través de la palabra? ¿O, tal vez, una evocación nostálgica de la primera e
irrepetible infancia?
El autor nos da alguna
una pista diciendo casi al principio de su relato que es una “historiasueño” o
una “quimera-realidad a prosapoetizar”. Pero, casi al final de la lectura, nos
sorprende al afirmar que “Todo lo dicho son, simplemente, las memorias,
fantasías y sueños de aquel entonces y mis encuentros con el ahora”.
Es decir, ni una cosa ni otra sino todo lo contrario. Con lo
cual, lejos de iluminarnos nos confunde tanto como cuando Miguel de Unamuno
llamó “nivola” a su novela Niebla. Pienso
que Juan Francisco Santana Domínguez en ese viaje iniciático a la semilla ha
mezclado tantos géneros inabarcables en este experimento literario que no me
atrevo a definir ni mucho menos a clasificar. Pero esa opción no es en modo
alguno censurable, ni menos aun reprochable, porque el ejercicio de la libertad
creativa no conoce límites, cada uno se expresa como mejor le venga en gana sin
sujetarse a arbitrarios cánones académicos ni estereotipos mercantilistas. Toby es, a juicio de este desordenado
lector, una apuesta abierta, arriesgada en donde su autor está al corriente de
los problemas que comporta atreverse a buscar la felicidad a través de la escritura.
Por eso yo hubiera subtitulado el libro como “Toby o la crónica de la
felicidad” porque en su páginas se reconoce una vez más que “La verdadera
patria del hombre es la infancia” (Rainer María Rilke).
El libro que presentamos hoy y aquí, en esta tarde-noche de un
22 de mayo, se titula Toby. Está
editado por Ideas y en su cubierta aparece una sugerente creación composición
de Francisco Lezcano. Consta de 157 páginas distribuidas en 15 capítulos, viene
precedido de un excelente prólogo del artista argentino Eduardo Andaluz y de un
prefacio e introducción del propio Juan F. Santana Dominguez. Santana Domínguez
es, además de historiador, antropólogo, poeta y profesor, un hombre de letras
que contagia lecturas de ahí que el lector se encuentre ante un texto repleto
de citas de otros autores y que, a modo de exquisita guarnición, dialogan entre
sí y con el autor amenizando una lectura que te va dominando sin apenas
esfuerzo.
Son muchos los objetivos que este relato ambiciona en su
convocatoria. Uno de los principales es dar a conocer los recuerdos y sueños
infantiles a través de la emotiva convivencia con el perro de la familia, Toby,
y del limitado espacio geográfico de un hogar acogedor, pero un tanto peculiar
por el cometido de sus rectores, aunque ciertamente nada claustrofóbico y sí
pródigo en escenas de memorables vivencias, anécdotas, pequeñas biografías,
testimonios, paisajes, imágenes rurales
y urbanas en donde sus protagonistas (personas, avifauna, flora, luz, relieve,
actividades) interactúan encadenando el pasado con el presente y emitiendo
reflexiones sobre las más diversas cuestiones de la vida y de las
preocupaciones eternas de la humanidad que tanto inquietaban entonces y siguen inquietando
al común de los mortales. Todos estos ingredientes configuran una foto fija o
una microhistoria de unos años de plomo que ya no se volverán a repetir y que,
convertida en palabras, quedará como un hermoso documental para la
posterioridad.
El relato se desarrolla en un contexto en el que priman valores
positivos como el amor, el respeto, la tolerancia, la solidaridad, la amistad,
la admiración, el agradecimiento y muchos otros que sustentaron toda una época
de cambios rápidos, profundos y sorprendentes en donde hasta determinados
componentes del denominado progreso (la crueldad de la matanza de un cochino en
Teror o algunas actitudes acartonadas de las instituciones religiosas aparecen
retratadas como eminentes contravalores.
En el fondo de esta narración subyace la improbable creencia,
ingenuamente a criterio mío, de que si el universo de Tobunipol se extendiera como proponía aquella quimérica Utopía ideada por Tomás Moro, otro mundo
mejor sería posible.
Y llegado a este punto en que surge la palabra Tobunipol es obligada hacerse esta otra pregunta
retórica: ¿Pero qué es Tobunipol?: “Una isla perdida, rodeada por alambradas”, dice el autor; y dentro de esa isla (añado yo) un microespacio
espectral habitado por Juan y Toby al que luego se irán incorporando otros
personajes reales o imaginarios (Unicornio, Sita, Vel, Tanta, etc.) que
revivirán aventuras excitantes al modo de las que aparecían en los tebeos,
cómics, radionovelas y películas de entonces. En la seguridad de aquel ambiente
y ante la escasez de amigos reales, nuestro autor inventaba historias
ensoñadoras en las que los personajes eran Toby, Uni (diminutivo del mítico
Unicornio) y el resto de los perros, lagartos,
palomas y pichones, ocas, gallinas, cabras, pájaros,
tuneras, piedras y toda la
familia.
Como es sabido de todos, los microespacios literarios son
lugares comunes al que recurren imaginativos escritores como Juan
Benet (en Volverás a Región, 1968); William
Faulkner en su ilusorio condado de Yoknapatawpha o Mateo Díez en el territorio de Celama.
Pero Toby es
igualmente una historia sobre relaciones
familiares. ¿La familia? Sí, la familia le interesa particularmente al autor de este relato
porque en ella se dan todos los sentimientos que hay en el
mundo pero más concentrados y con mayor intensidad si cabe.
Volver sobre todo lo que aquello significó constituye un viaje
dichoso pese al dolor que supone soportar la ausencia de tantos queridos
antepasados, ante lo cual lo único que se puede hacer ahora para resarcirse de
la pesadumbre de la nostalgia es intentar revivir aquellos momentos felices y
soportar la pena de su pérdida haciendo literatura de esa experiencia como si
de una terapia liberadora se tratase. Teniendo en cuenta que narrar hechos
pasados ejerciendo de juez y de parte interesada no es una posición fácil para
un ‘letraherido’, nadie ha dicho que lo
haya sido para nadie. El narrador lo reconoce y lo evoca así: “Se me hace duro
cerrar una parte de mi vida, o quizá sólo sea parte del camino andado hasta
ahora, y la de un perro inolvidable”, con momentos felices alternados de
tiempos más ingratos que no se reflejan aquí como un ajuste de cuentas o una
blanda y sentimental reconciliación. Al revés, es un intento difícil, hiriente
en ocasiones y sin artificio que se orienta a reflejar la vida tal y como fue,
con sus lógicas carencias y sus abundancias pero dignamente vivida; tirando del
hilo conductor con secuencias que parecen fílmicas acompañamos al autor a un ficticio viaje vital de un hijo agradecido y
sin resentimiento con todas aquellas personas que le ayudaron a madurar de
forma plena educándole e instruyéndole para el noble ejercicio de su futura
labor como ciudadano.
De Toby, como Juan Ramón a su Platero, sólo decir que su autor habla de él con veneración hasta
el punto de afirmar que se resiste a llamarle animal. De los familiares más
cercanos (padres, tíos y hermanos) los varones sobresalen por una serie de
virtudes como trabajadores responsables, cumplidores, habilidosos, sacrificados,
ordenados, serviciales, prestos en atenciones, respetados y respetables, pletóricos
de sabiduría natural, etc. También encontramos palabras bien medidas y bellos
recuerdos para los vecinos y compañeros del colegio. A excepción de alguna que
otra maestra de mano ligera, el rol de las mujeres sobresale en este relato como
seres prudentes, oferentes de afecto, atenciones y cuidados a los demás, sabias,
admirables gestoras, habilidosas en todas sus tareas, excelentes educadoras,
proveedoras de soluciones y recursos, dotadas de una especial sensibilidad,
acogedores y, por encima de todo, numerosas e imprescindibles. Un interminable
carrusel de tías, retías, abuelas, bisabuela, primas, vecinas, tenderas,
parteras, curanderas, maestras, compañeras del colegio, etc. pasan por Tobunipol encarnando y transmitiendo actitudes,
pero igualmente desempeñando tareas
altamente decisivas en el discurrir de los días.
A Tobunipol llegaron
para quedarse otros personajes no menos determinantes para la educación
emocional e intelectual del escribiente como silencio, memoria, ternura, duda,
fantasía, soledad, tranquilidad, bondad, etc.
Cuenta el relator que en ese entorno tan singular había que
ejercitar los cinco sentidos y gracias a ello pudo desarrollar una musculatura
sensorial que explica su trayectoria posterior en la vida adulta. Como los
sentidos se activan mediante estímulos evocadores, éstos se agolpan con igual
intensidad en la memoria del espacio de Tobunipol
como se puede extraer de numerosas secuencias. Empezaremos rememorando los olfativos con los gratos olores a
guiso con leña quemada, a caldo de caracoles con hinojos, a talco y Heno de
Pravia, subyugantes fragancias de perfumes, incienso y corteza de cinamonio, jabón
blanquiazul Lagarto, linimento El
Bigotudo, el olor a pegamento, a carburo y pólvora, excrementos de gallina, aroma de la pañoleta de la abuela, olor a
humedad,… y, como no, el recuerdo de las flores (p. 68).
El oído era arrullado, como los pájaros canarios del Macondo
feliz de García Márquez hasta que llegaron las multinacionales fruteras. Una
sinfonía de sonidos naturales como el croar de las ranas, el graznido de los cuervos,
el ladrar de los perros, el cacareo de las gallinas, el silbido del viento, el
canto de los pavos y alcaravanes que a modo de banda sonora amenizaba el
discurrir de los tiempos en “La Casa del Polvorín” y sus alrededores. Todo ello
expresado en onomatopéyicos vocablos tirando a neologismos (guaguar, cloquear,
crocitar, etc.). Por su parte, la radio, los discos dedicados, la ronda y Brahms presentan en este relato una acústica musical
de menor relevancia, casi anecdótica apagada por el silencio y el bullicio de
la naturaleza. El cambio de vivienda supuso un despertar brusco; al cabo de los
primeros trece años la melodía celestial en la almendra dulce de los
alrededores del Polvorín cercano al Cardón dejó de sonar.
La comida, los placeres de la mesa y el gusto por la ingesta de
alimentos configuran otro capítulo importante en este viaje imaginario al
pasado rememorando la humilde magdalena del viejo Proust. Se describen algunos
platos, ingredientes y recetas culinarias tradicionales de sencilla elaboración
porque la situación no daba para exquisiteces.
La vista para un niño curioso, atento a todo lo que sucedía a su
alrededor y observador infatigable es parte primordial del relato. Fruto de su
mirada y de sus recuerdos infantiles nos deja descripciones imprescindibles esta
microgeografía. He contado hasta 55 topónimos de lugares (ya por entonces la
movilidad en pequeños espacios era cosa habitual), muchos de los cuales están
hoy olvidados o en desuso como Las Huesas del Cardón, El Risco de las Tres
Piedras, la Fuente del Sao, el Barranco del Rugallo, etc.
El reino de Tobunipol fue
también rico en caricias, en efusividad, camaradería, mimo en su sentido más
literal, en besos y abrazos. El roce con los animales, plantas y rocas también
nutre el sentido del tacto que a su vez estimula las neuronas cognitivas y
alienta una sana ternura topofilílica que nunca deviene en topolatría.
Toby destila canariedad por todos los poros por el acentuado sentido
de pertenencia a la tierra de nuestros ancestros. A ello sumamos, además, que
aunque la época imponía austeridad eso no quitaba para que la creatividad se
viera alentada por la carencia. Así vemos a un padre confeccionando cometas y
un carros de lata o a niños que se hacen sus propios juguetes, que se inventan
juegos, amigos y situaciones fantasiosas, que extrapolan las viñetas de los
cómics y de las películas de aventuras,
en juegos improvisados sin que por ello dejasen de percibir el drama de
la emigración y el desarraigo, el maltrato, las injusticias), que inspira
hermosos poemas y hace hablar a autores diversos sobre temas interesantes como
la memoria, la historia, la educación, la enseñanza pública, la religión, el
patrimonio, el respeto a la naturaleza, el compartir las cosas, la paz, las
armas, el trato a los animales …. y, sobre todo, aporta la materia prima para
un relato cuyo eje cronológico o huella del tiempo nos permita apreciar con
nitidez “¡Qué diferente era todo en aquel entonces! Desde mi perspectiva
actual” (p.106)
¿Un relato más propio de la Arcadia Feliz que de la Canarias
subdesarrollada de los años sesenta? Pues sí. Si la excepción confirma la
regla, sin leer “El paraíso perdido de
John Milton, “el abuelo (de Juan Francisco Santana Domínguez) sí que encontró
aquel paraíso perdido” aun sin ser plenamente consciente de ello, como le
sucediera a Gauguin que casi sin percatarse vio que “El paraíso está en la
esquina” (de Vargas Llosa).
En las últimas páginas, a modo de postfacio, el autor justifica
esta visión un tanto edulcorada y exitosa de su infancia explicando que “No
quería hablar de penas ni de secretos, guardados en un cajón que sólo se abre
para mí, que, por cierto, me fortalecieron en vez de dejarme marcado y apenado
y es que resiliente soy y he sido.... y, por tanto, la respuesta a la razón de
que algunas cuestiones…. no me dejaran marcado de por vida”.
Termino estas impresiones reiterando mi más sincera enhorabuena
por esta nueva y memorable publicación que seguro deleitará a muchos lectores
que sin duda se entusiasmarán con su lectura contagiosa y amigable.
Felicidades Juan Francisco y a todos ustedes muchas gracias por
su atención
Ramón Díaz Hernández
Universidad de Las
Palmas de Gran Canaria
22 de mayo de 2018
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