ISRAEL SIEMPRE DANDO
LA NOTA
DAVID TORRES
“El
puesto es una mierda, la verdad” dijo Amaia, al poco de conocerse que España
había quedado a punto de ingresar en la cofradía del podio retrógrado. No era
un mal resultado, teniendo en cuenta que la canción también era una mierda,
como las otras 25 restantes; como la campaña de acoso y derribo mediático que
les acompañó; como el libro de Albert Pla, objeto de la polémica; y como el
hecho mismo de Eurovisión, una gala empalagosa, ñoña, grotesca y horrísona. He
oído de gente que ve este espectáculo bochornoso porque les hace gracia, lo
cual personalmente me parece el equivalente acústico de reírse de un accidente
de autobús con todos los pasajeros muertos.
Como
otras plagas, como la gripe o la peste negra, Eurovisión ha sufrido altibajos
de popularidad: en unos parecía que iba a erradicarse definitivamente y en
otros el entusiasmo se medía en maremotos. El momento de la resurrección
definitiva (quizá sería mejor denominarlo electroshock) fue cuando Rosa López,
metamorfoseada en Rosa de España, emergió de la factoría de berridos de
Operación Triunfo dispuesta a merendarse el Eurohorror con una canción que
hacía la pelota descaradamente al concurso y al continente. No ganó, gracias a
Dios, y unos años después lanzamos un dron denominado Chikilicuatre que apostó
por la parodia consciente del certamen sin comprender que el certamen no
consiste en otra cosa que su propia parodia inconsciente.
No
recuerdo quién dijo que el deporte, y especialmente el fútbol, constituye un
excelente sustituto de la guerra, de manera que las naciones europeas pudieran
sublimar el ansia de destruirse unas a otras mediante el recurso simbólico de
pegar patadas a un balón. El gran montañero inglés Don Whillans se cargó una
expedición conjunta germano-británica al Himalaya cuando los alpinistas
alemanes empezaron a mofarse de la paliza que les habían dado en el último
campeonato mundial a los ingleses en su deporte nacional. “Bueno” replicó
Whillans con toda la mala leche de que era capaz, “no pasa nada; tened en
cuenta que, a lo largo de este siglo, nosotros os hemos dado una paliza dos
veces en el vuestro”. En cambio, Eurovisión -que es un método de tortura
experimental concebido para unir a los europeos destrozando la música y el buen
gusto- podía acabar en un acto de terrorismo cualquier año de estos. Es lo que
hizo el sábado Israel, que lanzó en mitad de la gala una réplica de la princesa
Leia tras salir de los espejos del Callejón del Gato. El engendro empezó a
cacarear y luego siguió cacareando hasta no dejar un oído sano.
Si
es cierto que el fondo y la forma se entrelazan indisolublemente en las grandes
obras de arte, Toy, la canción ganadora de este año bien podría ser el Taj
Mahal del asco. El escandaloso chorreo de decibelios no sólo se correspondía
con el enésimo bombardeo sobre la franja de Gaza sino que la letra, por lo
visto, era una denuncia del bullying sufrido por la cantante en una etapa de su
vida. Hablar de bullying escolar respecto al matonismo homicida desplegado por
Israel sobre sus vecinos palestinos resulta una aproximación muy pobre y
desvaída a la realidad geopolítica de la zona, pero algo es algo. Como chiste
de humor negro, o como gazapo freudiano, la canción no tiene precio. Como arma
de destrucción masiva, tampoco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario