EL PAÍS GILIPOLLAS Y LA ZANAHORIA OLÍMPICA DE MADRID 2020
Alejandro
Serrano
Nos
la dan con queso, y del barato, del de fundir, en cuanto nos ponen una
zanahoria medianamente apetitosa delante del hocico.
En
días como estos –me refiero en realidad a los últimos años de crisis-, me
acuerdo de mi padre, en mi niñez y adolescencia. Tenía por costumbre no parar
de trabajar, incluso en sábados, y a veces, los domingos. En casa apenas le
veíamos, salvo los domingos durante al menos unas horas, durante la comida y la
sobremesa. Luego, bajaba al bar para relajarse un rato y no le veíamos de nuevo
hasta la noche, cuando cenaba en silencio y se iba a la cama bastante pronto,
para llegar descansado al trabajo.
Mi
padre es albañil, y hasta él ha perdido la cuenta de las décadas que lleva en
el oficio (y mucho antes, en otros diversos). Bueno, llevaba, ya que hace un
año que está en paro, ya casi a punto para la merecida jubilación. En aquellos
días, aún era fuerte, casi titánico. No supo apenas lo que era una baja laboral,
ni visitar a su médico, quien casi no lo conocía. A los ojos de sus hijos, lo
podía todo, como si fuese un superhéroe. Un tío recio, de claro hablar y
atronadora voz. Nada me hizo dudar de que podría vencer a cualquiera, superar
cualquier contratiempo. Hasta que un día, de repente, se me quitó la venda de
los ojos, y por fin vi a mi padre como al humano que era.
Mi
madre me contó que, cuando yo era pequeño, tuvo un accidente laboral, un
corrimiento de tierra en la obra, y quedó sepultado en una zanja, cubierto por
varios metros cúbicos de polvo y piedras. Creyó que no lo contaba, que dejaría
viuda a su mujer y huérfanos a sus dos pequeños hijos. Recuerdo que mi madre me
lo contó porque se me ocurrió preguntar un día por qué mi padre trabajaba tanto
y apenas lo veíamos en casa. Nunca jugó con nosotros, no recuerdo ninguna
conversación profunda, y pocas superficiales. Vivía para trabajar, y trabajaba
tanto para que viviéramos. Forma de ser recia para tiempos recios.
Durante
una buena temporada, viví con miedo. Esperaba a mi padre despierto hasta que
oía su característica forma de abrir la puerta, y a veces esperaba a que se le
ocurriera abrir la puerta de mi cuarto. Me hacía el dormido, algo me decía que
no buscaba verme despierto, sólo recordar por qué se deslomaba. Tal vez lo de
mi madre no fue una buena idea, pero gracias a aquella anécdota, tuve aún más
respeto por el esfuerzo que mi padre hacía. Con el tiempo, aquel miedo fue
diluyéndose, pero nunca se fue del todo.
En
aquel tiempo, cambié la universidad por la obra, y durante dos años supe qué
era el trabajo duro, y hasta qué punto mi padre “hincaba el lomo”. Fueron dos
años duros, pero aprendí mucho sobre la dureza del mundo, considero aquel
tiempo muy bien invertido, aunque ya conociera en parte el valor del trabajo,
del esfuerzo, de los valores. Con el tiempo, cambié la obra por el despacho.
En
días como estos, como he dicho, pienso mucho en mi padre. Pienso en la cantidad
de supuestos humanos encorbatados que se apropian de su esfuerzo y del de otros,
y se gastan cientos de millones de euros (cuando no miles) en absurdas quimeras
que sólo perjudican más a los españoles, mientras venden la moto de la
“ilusión”, de la “recuperación de la confianza”, mientras en el fondo buscan
comisiones y nos endeudan, y se hacen ricos sin “hincar el lomo”.
Y
recuerdo las noches de espera por mi padre, recuerdo la mirada cansada y
enfurecida que tiene en los últimos tiempos. Recuerdo mis dos años en la obra,
recuerdo sus más de cuarenta en la construcción, sus accidentes laborales, su
trabajo en una segunda casa levantada a costa de mucho esfuerzo y paciencia.
Recuerdo el miedo de mi madre durante ciertas épocas, en las que mi padre tuvo
algún contratiempo en el trabajo. Ella no decía nada, pero yo sabía que algo había
pasado. Mi padre no se movía igual, hablaba aún menos (incluso se tumbaba en la
cama durante horas), y ella estaba aterrorizada. Estos tristes simulacros de
seres humanos rematados con corbata jamás han pasado por eso, nunca han hincado
el lomo, nunca SE HAN MERECIDO nada. Y ahí están, jugando a la ruleta con
nuestro dinero. Y a nosotros nos toca aguantar el farol.
Se
calcula que las sucesivas candidaturas olímpicas de Madrid, cuatro ya, han
costado la friolera de 9.800 millones de euros, según fuentes del ayuntamiento
de la ciudad. Una pequeña parte proviene de la inversión privada, pero tendrá
un 15% de exención fiscal por “contribuir”. La mayoría de este enorme dispendio
que pagamos todos se ha ido en infraestructuras (accesos viales, hoteles, etc);
de todos es conocido el empeño del ayuntamiento madrileño por endeudarse hasta
las cejas –de Gallardón o de quien sea, hasta convertirse en uno de los más
endeudados porcentualmente del país.
Una
vez más, han fracasado en postularse como ciudad olímpica, y menos mal, porque
si se hubieran impuesto a Tokio y Estambul, hubieran necesitado, también según
fuentes del ayuntamiento madrileño, otros 1.515 millones de euros para
infraestructuras, más distintas partidas para manutención, en total unos 2.000
millones de euros adicionales más.
Imagínense:
bastan 102 millones de euros para salvar el Centro Superior de Investigaciones
Científicas (CSIC) de la bancarrota; los recortes en educación aplicados desde
2009 en el conjunto del país, y que se han llevado por delante el empleo de
61.000 profesionales del ramo, ha supuesto un macabro “ahorro” de 2.600
millones; el gobierno de Rajoy ha enviado a Bruselas su propuesta de recortes
sanitarios a nivel estatal, con la que espera “ahorrarse” unos 3.134 millones
de euros en gasto sanitario y farmacéutico; el total del recorte en la
inversión en Investigación, Desarrollo e Innovación es de 4.000 millones de
euros, según las organizaciones científicas españolas.
Esto
por no hablar de la subida de tasas universitarias, la subida del IVA –incluso
para gastos relacionados con educación primaria, e IRPF, el recorte en
prestaciones de desempleo, la privatización del Sol –no es broma, pueden
consultar el impuesto que crearán para quien consuma su propia energía solar-,
el recorte en pensiones –aunque insistan en llamarlo “congelación”-, subidas
del recibo de la luz, la del IBI, etc, etc.
En
este país estamos acostumbrados a la corrupción, al manejo, incluso a la
extorsión estatal vía tasas e impuestos. Y ya parece que tenemos la piel más
gruesa que los elefantes, nada nos traspasa. Salvo el orgullo patrio. He de
admitir que me despertó vergüenza ajena la concentración de fans olímpicos en
la Puerta de Alcalá. Españoles gritando enfervorecidos e ilusionados durante la
elección de la próxima sede olímpica, para caer luego en el derrotismo más
hondo, incluso en las lágrimas, tras la victoria de Tokio. Uno de los
presentadores del acto incluso vomitó en un momento dado la frase: “Que nadie
nos quite la ilusión de que en algún momento seremos olímpicos”, mientras que
los asistentes coreaban el tan familiar “¡Tongo, tongo!”, con que los españoles
celebramos de forma habitual las decisiones o consecuencias que nos vienen mal,
tanto las respetables como las que no lo son.
Los
días previos, los políticos nos adjudicaban ilusiones olímpicas que la mayoría
no teníamos (por lo visto según ellos más del 90% de nosotros estaba a favor) y
los deportistas se ponían del lado de los primeros –cuando la mayor parte de tu
sueldo proviene de la inversión estatal ya se sabe-.
Siempre
digo que somos un país, perdónenme el exabrupto, profundamente gilipollas. Nos
la dan con queso, y del barato, del de fundir, en cuanto nos ponen una
zanahoria medianamente apetitosa delante del hocico. Da lo mismo que no la
probemos nunca, da igual que, con la vista del tubérculo, no paremos de pisar
una mierda tras otra, la vista nos deleita, una y otra vez. Vivimos de
espejismos, españoles, y ni siquiera nos damos cuenta de que hace mucho que ni
siquiera su visión luce mucho. Ni lo patriotero es lo que era.
En
días como estos, como he dicho, pienso mucho en mi padre. Pienso en los
millones de padres currantes que hacen falta para pagar unas olimpiadas, que
hacen falta para pagar la educación, que hacen falta para pagar la sanidad, las
prestaciones por desempleo, nuestra ciencia,... Pienso en todo ese sacrificio,
en todo ese esfuerzo hincando el lomo durante años, manipulado por Botella,
Rajoy, Montoro, Rubalcaba, Mas y todos esos malditos encorbatados a quien, aún
hoy, hay españoles a quienes hipnotiza su canto de sirena. Y me da vergüenza
ajena, hasta llegar a las arcadas. Nosotros no os metemos publirreportajes por
los ojos, como la denominada "prensa seria", así que podemos sin
rubor decirte la verdad a la cara. Para que te duela, lector, no hay más
remedio.
Somos
un país profundamente gilipollas... y lo peor es que algunos están orgullosos
de serlo. Ojalá me equivocase, pero no, los actos (y la ausencia de ellos)
pesan más que las palabras. Somos un país profundamente gilipollas. Y en el
fondo lo sabemos (gracias, Botella).
¡¡Cuánta razón tienes, Anghel!!
ResponderEliminarMe ha encantado leer este artículo, en otros (que también me gustaron) no dejé mensaje alguno, pero este... Este es de los que dejan huella, ya no sólo por el contenido, sino también por el continente: durísimo y tierno a la vez.
Como madrileña, que ni estaba ni estoy de acuerdo con tanto dispendio en busca de unos Juegos Olímpicos que nunca nos darán, veo totalmente desproporcionados unos gastos que podrían paliar tantas y tantas carencias a las que poco a poco nos están llevando esta serie de politicastros.
Un saludo.