Damián H. Estévez
Good evening, ladies and gentlemen:
Thank you for coming to learn about Mr. Royo’s new novel, Saint Port. On his second novel, the author writes about a fiction located in a solitary island in the middle of the Atlantic Ocean which could be any of ours Canary Islands…
Les seguiría hablando en este idioma, pero no tengo capacidad para ello. De hecho necesité ayuda para redactar estas líneas que preceden. Por fortuna, mi esposa lo ha aprendido y lo domina a la perfección. Como seguramente algunos de los presentes en esta sala, que lo habrán estudiado y aprendido; el resto será tan incompetente como yo. En otra tesitura bien distinta estaríamos si el supuesto que nuestro autor plantea en su novela no fuera eso, una ficción, sino una realidad: yo no tendría dificultades para expresarme en esta lengua, aparte de una pronunciación particular y un léxico propio, resultado de la aclimatación del inglés a estas latitudes africanas. En cuanto a ustedes, no tendrían problema para entenderme.
Juan Ignacio Royo construye en su novela una ucronía, esto es,
una reconstrucción lógica, aplicada a la historia, dando por supuestos
acontecimientos no sucedidos, pero que habrían podido suceder. Ahora bien,
según él mismo me cuenta, esta fabulación histórica esta inspirada en un rumor
auténtico: finalizada la guerra de Cuba, se extendió por alguna de nuestras
islas la ocurrencia de que los norteamericanos invadirían nuestro archipiélago,
para arrebatárselo también al agonizante imperio español. El episodio no
constituyó Historia, con mayúscula, pero sirve al autor para crear su historia,
con minúscula. No se conforma el autor con una invención literaria propia, sino
que toma como punto de partida una posibilidad ofrecida por la Historia, ahora
con mayúscula. Quiero insistir en esto de las mayúsculas y las minúsculas,
porque en absoluto representan trascendencia o nadería, respectivamente, sino
porque marcan la intención ética y literaria de este escritor cuya obra nos ha
congregado esta tarde. Miguel de Unamuno, y con él los demás autores de la
generación del 98, habla de una historia con minúscula, que denomina intrahistoria.
Y a partir de esa generación, aparece como un importante concepto sociológico y
literario: la intrahistoria no está constituida por las grandes hazañas, por
los actos y decretos de reyes y gobernantes, sino por la vida y anécdotas de
las gentes humildes y anónimas. Los grandes hechos son una cosa y los menudos otra;
por lo común se historia, se escribe, acerca de los primeros, y se desdeñan los
segundos. Y para los autores del 98, son las personas anónimas, sus pequeñas y
diarias menudencias, sus vidas mediocres, lo que forma la trama de la vida
cotidiana de un país, y, elevándose, lo que configura su idiosincrasia, en
definitiva, lo que hace que un país tome un rumbo u otro. "Lo que no se
historiaba, ni novelaba, ni se cantaba en la poesía es lo que la generación del
98 quiere historiar, novelar y cantar", afirma otro de sus componentes,
Azorín. Al asomarnos a estas páginas de Juan Royo asistimos a una historia con
minúscula, es decir, a la intrahistoria: la reacción, los impulsos, los sentimientos,
las razones de unos individuos al enfrentarse a un gran acontecimiento
histórico que podría haber sucedido. En ello estriba el interés y la amenidad
de esta narración.
Como he señalado, se narra una historia, con minúscula, que no
sucedió pero que pudo haber sido. De igual manera, tampoco existe Puerto Santo,
una ciudad, una isla, que aunque apenas aparece descrita, no cabe duda de que
representa a cualquiera de nuestras islas. Una sola isla que acoge todo el
archipiélago, como simbolizando su unidad. También como una estrategia para
simplificar el escenario en aras de lo realmente importante en la novela.
Esto es: los personajes, su devenir y sus motivaciones.
Articulado como un personaje coral, el conjunto de hombres y mujeres que se
mueven entre la ciudad de Puerto Santo y la ciudad catredalicia de las
montañas, quiere abarcar una amplia diversidad de oficios y caracteres que,
partiendo de una nómina arquetípica de políticos, militares, eclesiásticos, comerciantes,
masones, intelectuales, prostitutas y trabajadores, despliegan sus propias
vicisitudes, rebelando debilidades y fortalezas, como corresponde a toda
persona. No obstante, tampoco es la cantidad ni la complejidad de los
personajes lo que confiere singularidad a esta novela.
Lo más notable de ella es, a mi modo de entender, el tratamiento
lingüístico con que el narrador nos acerca a la historia, con minúscula, a los
espacios, a los personajes. Y este tratamiento recibe un nombre sencillo:
humor. Y, dentro del humor, uno muy peculiar. Un humor que, derivado de los
orígenes de la novela picaresca, inaugura también otro de los maestros de
finales del XIX (no olvidemos que la fecha de las guerras de Cuba y Filipinas y
la de la acción de esta novela es la que presta su nombre a la generación del
98); me refiero a Valle-Inclán y su esperpento. Esa visión deformada y deformante
de la realidad, de la historia, que es la única manera de hacernos una idea
cabal de ella. Personajes y acciones aparecen vistos a través de los espejos
deformadores del Callejón del Gato, ahora instalados en una isla en riesgo
inminente de ser invadida. Con una característica propia: Juan Royo no gusta de
ser tan cruel como el autor gallego en su sátira; emplea más bien una ironía
sutil, dulce acaso, como dicen que corresponde a nuestro carácter de isleños.
Pero en absoluto condescendiente ni mojigato. La crudeza de la situación
ficticia se desarrolla hasta sus últimas consecuencias siempre. Hay un autor
canario, coetáneo de los anteriores, de regusto clásico que participa de esta grácil
ironía: Alonso Quesada, especialmente en sus Crónicas de la ciudad y la noche.
Leamos, a modo de ejemplo, la descripción del viejo criado
Nicolás:
“Un anciano tembloroso al que faltaban los dientes y las luces
en la cabeza. Parecía evidente que lo abandonaban para evitar demoras si
fallecía por el camino.
Él, sin embargo, se mostraba satisfecho de que le hubiesen
confiado las llaves y la vigilancia de la mansión.
–El amo me hace los encargos más importantes –dijo meditabundo.
Se merecía unas palmaditas en la espalda encorvada, pero nadie
se las dio por temor a que tosiese.”
O asistamos al despertar forzado del señor Obispo:
“Una cabeza redonda emergió de entre las colchas blancas. El
obispo se incorporó lo suficiente como para mostrar los encajes del camisón con
el que dormía. La prenda se cerraba con un lazo de seda bajo la papada. Abrió
la boquita de labios carnosos y preguntó:
–¿Cartaya? ¿A qué se debe tan agradable visita? –y añadió–:
¿Dónde está mi desayuno?
El deán ordenó a las monjas que lo sirviesen al instante.
Después descorrió las cortinas de una de las ventanas y dejó que la luz pálida
de la mañana penetrase en el dormitorio a través de los visillos. El obispo
apenas podía abrir los ojos, cegados por finas legañas amarillas que se
enredaban en sus pestañas.”
Y todos los incidentes están vistos bajo este cristal de
esperpento sutil. Por ejemplo, el divertido cenáculo de las autoridades de la
isla para impedir la huida a las montañas de la población, que acaba con la defensa
que cada uno encuentra para hacer lo que desean prohibir. Por ejemplo, la sangrienta
trifulca entre dos arrieros que causa el colapso de la circulación por la
carretera del Norte. Por ejemplo, el recibimiento que dan al párroco en la sede
episcopal. Por ejemplo, la pesca de un enorme cherne, el festín con el que se
quieren regalar los rechazados de la ciudad y las consecuencias que éste
provocó, todo lo cual constituye la peripecia central de la novela. (Un inciso:
hay un episodio en que el pescador Sebastián persigue y captura a este
descomunal pez, que supone un homenaje alucinado al relato de Hemingway,
presente en nuestra memoria literaria). Por ejemplo, el temor que el fiero
guardia, al servicio personal del acalde, siente ante los ataques con piedras
de los niños.
Pero no pondré más ejemplos. Bueno, no me resisto a mencionar la
obsesión por fumar del maestro, que lo induce a la profanación de un símbolo
importante de la ciudad:
“El maestro cruzó la calle y se detuvo ante la logia masónica,
cerrada a cal y canto. La puerta, de madera negra, parecía demasiado sólida
para ser forzada. El pescador, todavía envuelto con la colcha amarilla de la
inglesa, comentó:
–El párroco dice que a los católicos se nos prohíbe, so pena de
incurrir en pecado mortal, entrar en masonería.
–Entonces, si no me acompaña usted, bajaré solo al infierno,
como hizo tanta gente antes que yo: Orfeo, Eneas o el mismo Dante Alligheri.
Cada jueves por la noche, para entretener el insomnio, espío desde la escuela a
los viejos francmasones. Salen de la logia con espléndidos cigarrillos cubanos
en la boca, achispados tras haber regado la cena con buen vino. Habrá colillas
en el local. Eso espero.”
Ahora ya debo dejar de mencionar ejemplos y leer citas, porque
no es cosa de abarcar todas las numerosas ocasiones de sonreír con la constante
reflexión irónica acerca de la naturaleza humana que nos brinda esta novela.
Acercarse a ella, descubrir su sutileza, avanzar en la historia
con su ritmo pausado y su elegante y preciso vocabulario, sorprendernos con los
sucesos y las ocurrencias de los personajes, y reír, con tristeza sin duda, con
el mordaz vaticinio con que el autor nos deja en sus últimas líneas, es un delicioso
divertimento que les propongo sinceramente.
Good night to everybody.
Damián H. Estévez
Guamasa, 7 de junio de 2012
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