lunes, 11 de julio de 2011

LOS SÍNTOMAS LITERARIOS DE UNA GENERARCIÓN

LA YERBA NEGRA, de Roberto Cabrera

Editorial Bonchomo, 1995

Por Vicente Pedrero

La generación canaria de escritores de los ochenta, llamada también “generación del silencio," constituye en nuestras islas un fenómeno literario muy difícil de catalogar desde pautas convencionales. Se trata por lo común de escritores ocultos, casi anónimos, emboscados tras otras profesiones normalmente más prestigiosas. Son así una especie de francotiradores de la literatura. Y el caso singular es que, en conjunto, y teniendo en cuenta las circunstancias históricas que discurren por toda su escritura, podría decirse que han dado en el blanco: sus formas expresivas, su material narrativo, todo, es indicación de nuestra época, de una época caracterizada por el agotamiento de los grandes discursos emancipadores, la apoteosis del mercado capitalista como la versión más prosaica del final de las ideologías, todas esas condiciones que han hecho posible a algunos intelectuales que ejercen de funcionarios del Nuevo Orden dictar sentencia, o comportarse de acuerdo con ella, del final de la historia, como si la historia pudiera acabarse por decreto.

Pero he aquí que con bastante antelación, antes de que el pensamiento filosófico y político lo plantease críticamente, esta generación de escritores se había hecho eco en su literatura de esta situación histórica del fin de siglo. Su propuesta narrativa ha venido consistiendo, esencialmente, en si el sujeto moderno en la época de las ideologías confiaba en la fuerza de la razón y de su conocimiento de la marcha y del progreso de la historia, ahora nos encontramos con una subjetividad débil, dudosa, frágil, y por eso replegada sobre su propia experiencia afectiva y emocional, ligada al contacto con otras subjetividades, como representado la escena de unos náufragos a la deriva que comparten una misma tabla de salvación.

Uno de estos supervivientes, sin duda uno de los más representativos dentro de la generación canaria de los ochenta, es Roberto Cabrera. En su narrativa, ya desde sus Ídolos de Bruma, de 1979, hasta su todavía inédita Santa Cruz de Berbería, pasando por Amor Mora Roma, de 1986, ese giro hacia dentro o mirada introspectiva de la propia experiencia como materia escrita, se convierte en el hilo conductor sin cuyo concurso no habría narración posible. De esto da buena nuestra la novela que hoy presentamos, La Yerba Negra. A tenor de lo mismo quiero insistir en este hecho literario. No se trata de simple autobiografía (no habría ninguna novedad literaria en un hecho semejante). Tampoco se trata de una gozosa y autocomplaciente explicación imaginaria u onírica (no habríamos así trascendido de lo límites históricos del surrealismo y la experimentación vanguardista). Se trata de algo mucho más genuino y sorprendente: de volcar la experiencia íntima del propio yo, en toda su fragilidad y conmoción afectiva, en un tipo de escritura que se lee desde la complicidad de otros yoes igualmente afectados por la misma experiencia histórica. Se consigue con ello una especie de corriente emocional, no estrictamente poética, sino dramática y hedonista a la vez, nihilista podríamos decir, con todas las cautelas que requiere tal concepto.

Vinculados pasionalmente ante este destino trágico ningún yo es mejor que otro. Ninguno debe pues sentir pudor ante los demás narrando su propia experiencia.

Se comparte entonces un nihilismo activo, existencial, nada metafísico o prepotente. “¡Adiós Heidegger! En tu balaustrada de plata sobre Heidelberg”, nos dice Roberto Cabrera en esta última novela. Sus lecturas, Faulkner, Joyce, Beckett, Borges, Sábato; el cine, con sus películas buenas, malas o de arte y ensayo; la geografía urbana en la que se mueven sus personajes; el momento mismo en que decidió dedicarse a escribir en un cuarto de azotea; la música que ha ido formando sus más profundas emociones a los compases del jazz y los ritmos afrocubanos; su militancia política; el hippismo y sus viajes cósmicos; el viaje real a la Kabilia bereber; esa permanente visión nostálgica de la Habana; su paso por el ejército de Franco; el colegio de curas; su recuerdo de Merceditas... todo ello es motivo de exposición soterrada pero compartida en lo esencial: Da testimonio de una misa experiencia del yo, en tanto yo, en tanto yo atravesado por sus circunstancias, y no requiere de mayores elementos narrativos que los que les son propios.

Compartimos la experiencia, he dicho, pero es que además somos deudores de las experiencias de generaciones anteriores ligadas a las nuestras. Y esto es particularmente relevante en el caso que nos ocupa. Pues Roberto Cabrera y toda su generación son descendientes literarios de aquellos otros escritores otros escritores malditos de los años cincuenta y sesenta con son conocidos como fetasianos. Son, como ellos, escritores de la derrota, vencidos por sus condiciones sociales e históricas. Y Roberto Cabrera les ha hecho justicia, esa justicia no declarada que proclamaba Walter Benjamin para los vencidos en la historia. Y particularmente ha hecho justicia a uno de ellos, el más vencido de todos, Antonio Bermejo, quien de un modo u otro le acompaña en sus novelas.“Voz: Mamá me quiere matar. Coro: Por qué... Por ensañarme con el enano y con los que quisieron seguir empurruñando a Antonio Bermejo dentro de una cueva con sus líquenes y raíces cuadráticas”.

Como todo superviviente, sólo nos cabe esperar el futuro más inmediato, tras recoger los restos del naufragio de los grandes proyectos de futuro. Pero no es poca cosa ser capaces de registrar ese día a día desde una literatura comprometida con nuestros propios límites, como lo hace Roberto Cabrera.

Publicado por Antonio Arroyo Silva en 07:04 http://img1.blogblog.com/img/icon18_email.gif

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