UNA NACIÓN GRITÁNDOSE A SÍ MISMA
XOSÉ
MANUEL PEREIRO
La explicación
inmediata es aquello tan chusco, pero tan certero, que dijo alguien que no
recuerdo: Vox es el PP con dos cubatas. La rápida es que España no iba a ser
una excepción en la oleada de desfachatez revestida de política que recorre el
mundo, de los EUA a Brasil y hasta el infinito y más allá. La más compleja y
adaptada a nuestra peculiar idiosincrasia es que la CT, la Cultura de la
Transición, enunciada en su momento por el teórico social Guillem Martínez, ha
sido superada por la CF, la Cultura del Franquismo. La CT fue un barniz
necesario para hacer presentable una restauración. Una restauración, en España,
es un reset mediante el cual el orden natural se vuelve a imponer sobre la
esperanza de lo nuevo. Una vez conseguido el objetivo, se vuelve a las
esencias.
La CT fue un barniz
necesario para hacer presentable una restauración
Hay que reconocer
que en la España que estrenaba democracia a finales de los setenta no había
demasiados demócratas. Había muy pocos en la gente de derechas, que asumieron
el nuevo régimen como una fase obligada y desagradable, como el acné en la
juventud. Entre la gente de izquierdas, predominaban los que querían construir
una nueva sociedad, con sistemas en los que la democracia tenía adjetivos. Para
los que se consideraban apolíticos, la democracia era ser moderno, poder ver
películas en las que el sexo era algo más que chiste verdes, que los
extranjeros no te mirasen como un apestado y la incorporación de una serie de
liturgias que obraban unas difusas mejoras en el cuerpo social, igual que los
bífidus de los yogures. Hubo Constitución, elecciones y, dentro de las
naturales discrepancias ideológicas, derroches de sentido de Estado por
doquier. Con el aliento del Ejército en el cogote, es cierto, y con terrorismo
de uno y otro signo (aunque ahora sólo se recuerde el de uno). La CT era ese
mundo de Narnia en el que el mundo vencedor y lo que quedaba del vencido
convivían armónicamente, como las gacelas y los leones en el Arca de Noé.
Tanto, que buena parte de las élites políticas consumían el producto que
vendían (“qué ingenuos éramos, que hasta para contratar a una secretaria
hacíamos oposiciones de verdad”, me confesó una vez con nostalgia un alto cargo
autonómico).
Hasta que se dieron
cuenta de que el mundo seguía como siempre había sido, porque lo que no hubo
fue desfranquización. Por poner el ejemplo de uno de los poderes independientes
del Estado: el judicial. El ignominioso Tribunal de Orden Público, ese órgano
extraterritorial encargado de reprimir la disidencia política, fue disuelto el
4 de enero de 1977. El 5 de enero de 1977 se constituía la Audiencia Nacional
(“un órgano jurisdiccional único en España con jurisdicción en todo el
territorio nacional, constituyendo un Tribunal centralizado y especializado”,
según la farragosa prosa de la ley de su creación).
Los negocios,
grandes o pequeños, se siguieron haciendo generalmente mediante el mismo método
con el que Sazatornil pretendía colocar sus porteros automáticos en La escopeta
nacional: mediante los contactos pertinentes. Realmente, salvo Amancio Ortega o
Juan Roig, no hay demasiados casos en España de alguien que –otras cuestiones
aparte– haya erigido imperios por lo que hacen, y no por quienes conocen. Las
instituciones eran máquinas de hacer favores con recompensa o sin ella. Llegó
un momento en el que, desde la Casa Real al Colegio de Árbitros, pasando por
bancos y tribunales, no hubo organismo o institución que no tuviese al frente
en algún momento a alguien de conducta menos que ejemplar, incluso declarada
como delictiva por esos tribunales españoles tan proclives a “arreglar” las
cosas a quien hay que arreglárselas. Escándalos de tan altas proporciones como
mínimas consecuencias. El bífidus de la democracia resultó ser prácticamente
inocuo contra la corrupción que había sido consustancial al franquismo.
El bífidus de la
democracia resultó ser prácticamente inocuo contra la corrupción que había sido
consustancial al franquismo
Pero quizá lo peor
es que la autoconsciencia de la sociedad española ha regresado en buena parte a
los parámetros simbólicos e ideológicos del franquismo, y por eso un partido
conservador clásico como era el PP está asumiendo sin complejos los marcos de
Vox, posiblemente la formación más ágrafa y troglodita de la Europa Occidental.
Por eso se da también el extraño caso de que una parte considerable del
electorado de un partido sedicente de centro, liberal y reformista como Cs, se
pase con armas y bagajes a la extrema derecha, sin paso previo por el PP, como
quien come una ficha a las damas. O que haya un trasvase, pequeño, pero más que
residual, de apoyos del PSOE e incluso de Podemos a Abascal.
La persistencia de
la CF bajo el barniz de la CT asoma en que sigan vigentes como verdades
históricas mitos como la nación, una construcción política de inicios del siglo
XIX, que aquí tiene dos mil años de historia. O que, mientras en el resto de
Europa y del mundo entonces conocido la Edad Media transcurrió en una perpetua
confrontación entre pequeños reinos y señores de la guerra, en la Península
Ibérica se producía la “Reconquista”, una especie de guerra de liberación
nacional (de ocho siglos de duración, se extrañaba ya Ortega y Gasset) contra
unos invasores considerados “extracomunitarios”.
Las razones por las
que ha ido desapareciendo el barniz –o la máscara– de la CT son varias y
complejas, pero no debemos minimizar la gran contribución de la labor
prescriptiva y ejemplarizante de los medios de comunicación, que en su momento
fueron garantes del proceso democratizador y de la estabilidad gatopardiana, y
ahora, en bastantes y relevantes casos, pregonan que volverá a reír la
primavera / que por cielo, tierra y mar se espera. Decía uno de los maridos de
Marilyn Monroe que un buen periódico es una nación hablándose a sí misma. Aquí
lo que tenemos es una colección de naciones gritándose a sí mismas.
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