SI ME VEN ASÍ DE GORDA
POR: CLAUDIA BARRIENTOS BATISTA
Érase una vez que
yo pesaba 98 libras con un metro sesenta y cinco de estatura. Tenía una
habilidad extrema para esconder el dolor, ayudada por el hecho de que los
cuerpos delgados no suelen asociarse con ninguna enfermedad que no sean la
anorexia y la bulimia. Por tanto, si eres delgada y no eres anoréxica o
bulímica, estás lista para un poster de salud.
No es justo tampoco
decir que mi cuerpo o mi peso tuvieran algo que ver con mi dolor. Mi dolor es
uno mucho más estructural, como una vértebra que no quiere nunca ajustarse a la
rectitud de una columna derecha.
Ahora soy gorda,
antes era flaca. El dolor es el mismo. Cambian, si acaso, los matices. Cambia
la expresión cotidiana del dolor, o sea, el dolor puntual, pero arrancan todos
desde el mismo punto de partida, algo del sistema límbico y la amígdala
cerebral, no sé.
Contrario a lo que
digan la ciencia y la medicina, la gente suele pensar que este dolor no es más
que el resultado de mis propias decisiones. Debe venir de algo que estoy
haciendo mal, como ser vaga, o gorda, o flaca pero enamorada del tipo
incorrecto, o porque tengo que salir más, o salir menos. Es una conclusión
fácil, cómoda.
Ser gorda luego de
ser flaca implica ser otra persona. Lo más fácil fue sustituir el clóset, lo
más difícil es verme reflejada en los ojos de los que me quieren. Imagino que
algo parecido le puede pasar a una víctima de un accidente de automóvil, cuya
apariencia desfigurada no sólo provoca un shock en sus conocidos, sino que
quizás pueda incluso confundirles.
También se confunde
uno, que ha sido toda la vida una persona en su propia mente, pero ya no es esa
misma persona la que devuelve la mirada desde un espejo, aun si esa mirada
lleva más compasión y amor propio que la de antes.
Cuando yo era flaca
me burlaba de las gordas. «Si ustedes alguna vez me ven con esa cantidad de
celulitis y en short, por favor, mátenme», decía. O bien esto: «Yo no entiendo
la necesidad de ponerse así de gorda, ¿por qué no para de comer o hace
ejercicios?»
Ahora la gorda soy
yo, con celulitis y short, y un constante sobresalto al verme en fotos o en el
espejo, porque en la imagen de mi cabeza sigo siendo flaca, un problema de
costumbre. No me he dado asco jamás, esa es la verdad más absoluta, lo cual no
quiere decir que no se tambalee mi autoestima un día sí y otro también. Pero al
menos ahora hay una autoestima que tambalear, una que no existía cuando era
flaca.
La verdad es que,
cuando yo era flaca, me sentía gorda, llena de celulitis, barrigona. Jamás le
creía a un hombre que me dijera que era bonita, o que estaba rica, u otros
etcéteras que no repetiré aquí. Siempre me encontré feo el pelo (que calificaba
como “pasúo”), las cejas gordas, la supuesta barriga, las masas de las caderas,
los labios demasiado finos para mi gusto, los senos ultrapequeños. ¡Ay, qué
trauma el de los senos!
Nadie ha dejado de
quererme por haberme puesto gorda, pero la realidad es que, guste o no, las
relaciones personales cambian. Si alguien hace un chiste de gordas siempre hay
un amigo que te mira con un poco de pena; la familia que te vio flaca durante
más de 20 años ahora te mira con cariño pero también con extrañeza; todo el
mundo te aconseja bajar de peso, cómo hacerlo, qué comer, qué ejercicios hacer,
si te has medido el azúcar, el riesgo de la diabetes y la hipertensión.
Todo el mundo te
aconseja cómo bajar de peso porque es obvio que tú no sabes cómo, de lo
contrario no estarías así de gorda. A veces cuando alguien te dice: «¡Qué gorda
estás¡», provoca responder: «¡Gracias! No tenía ni idea, no tengo espejo».
Después de un tiempo te acostumbras, y aunque te siga pareciendo un
despropósito, respondes cordialmente.
Más allá de lo que
mi apariencia pueda sugerir sobre mi estado de salud, lo más cerca que yo
estuve de la muerte fue siendo flaca. El dolor trabaja de una manera silenciosa
y efectiva y no le interesa la apariencia física. Nadie sabe que una joven
delgada y bonita puede estar en el último round contra las cuerdas, pero nadie
se preocupó tanto por mi salud como ahora que soy gorda.
La gordura cambia
todo porque viene con sus propios códigos, sus propios problemas y soluciones,
desafíos que no entiende quien no ha sido gordo. Y entonces dejas de compartir
una buena parte del código que compartías con amigos y conocidos. Como si de
repente fueras medio marciano, y secretamente tuvieras que lidiar con cambios
en la fuerza de gravedad, la composición de la atmósfera terrestre, qué se yo.
Cosas que tus amigos ignoran.
No sé qué responder
a veces cuando alguien está hablando, por ejemplo, de la gordura de otro. No sé
cómo decir que me preocupa romper una silla, o que no sé si quepa en la cama de
ese cuarto extra, o que no puedo caminar esa distancia a ese ritmo porque son
muchas más las libras que tengo que cargar conmigo. Tampoco sé participar
enteramente de las conversaciones sobre apariencia física, porque el tema de la
apariencia física es otra cosa que cambia de idioma cuando eres gorda.
Tampoco es
demasiado dramático. No es que de repente ya no te puedas reír con los amigos.
De alguna manera hay una parte de ti que no cambia, peses lo que peses, y es
esa parte la que sigue sabiendo hablar el mismo idioma que tus amigos. Es la
parte más importante, además. Los amigos, como los perros, en el fondo se
apegan a algo que no se ve, o que solo ellos ven.
Pero lo que no sabe
nadie que te aconseja cómo terminar con tu gordura es que la gordura es también
el efecto secundario de tu supervivencia, y tú tampoco es que estés tan apurada
por deshacerte de eso. Porque cuando no sabías ya hacia dónde correr para
protegerte, corriste hacia dentro, y tu cuerpo pagó el precio. Se extendió todo
lo que pudo para hacerte espacio.
Tus estrías son
eso, la moneda de cambio de la salvación, y no puedes verlas de otro modo que
no sea con cariño. No vas a contar tal cosa, por supuesto, porque tendrías que
empezar por explicar todo lo que le pasó a aquella muchacha de 98 libras, las
largas depresiones. Incluso si tuvieras diabetes e hipertensión, seguirías más
a salvo de lo que estabas antes.
Las estrías y la
celulitis pueden provocar miradas extrañas, cejas arqueadas, o servir de excusa
para que una flaca le diga luego a sus amigos: «Si yo llego a ese extremo
alguna vez, por favor, mátenme». Pero también son cicatrices que recuerdan todo
lo que has tenido que hacer para salvarte. Son, de alguna manera, las medallas
de tu supervivencia.
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