MIKE TYSON CONTRA EL
TIEMPO
Tyson y Paul en el cartel promocional de su combate en
Netflix
La madrugada del pasado sábado en Arlington, Texas, Mike Tyson regresó al cuadrilátero para protagonizar una parodia de combate frente a un youtuber, Jake Paul, nacido en 1997, el mismo año de su segunda y lamentable derrota ante Evander Holyfield, cuando terminó descalificado tras morderle la oreja. Más de treinta años separan a uno y otro contendiente y otros veinte desde que Tyson no subía a un ring: demasiado tiempo como para esperar un milagro. Todos los expertos coinciden en que la pelea -pactada a ocho asaltos de dos minutos en lugar de los tres reglamentarios- fue de principio a fin una pantomima en la que el viejo campeón se limitó a alzar los brazos, recibir puñetazos, caminar por la lona y mordisquear su guante izquierdo como si fuese otra oreja.
También
he leído por ahí explicaciones más esotéricas, como que Paul no quiso tumbar a
Tyson, o peor aún, que el viejo campeón se contenía cuando su rival abría la
guardia porque la pelea estaba amañada. Aparte de los 58 años que carga encima,
Tyson venía de superar una úlcera que el pasado junio le hizo perder once kilos
de peso y recibir ocho transfusiones de sangre. No parecía encontrarse en las
condiciones idóneas para enfrentarse a un veinteañero en plenitud física,
aunque se tratase de un bocazas que, allá en los ochenta, seguramente no habría
pasado de los treinta segundos antes de aterrizar de boca en la lona.
Algunos
esperábamos un fenómeno paranormal como el que, en noviembre de 1994, ocurrió
en el casino MGM Grand Las Vegas de Nevada cuando, contra todo
pronóstico, un cuarentón llamado George Foreman derribó al campeón
mundial Michael Moorer de un derechazo fulminante en el noveno asalto.
Moorer -un púgil infinitamente más duro, hábil y peligroso que Jake Paul-
dominaba la pelea desde el primer minuto, bailando y acorralando a un Foreman
fatigado que parecía merecer más que nunca el mote con que lo bautizó Muhammad
Alí: "la Momia". Fue entonces cuando, pese a los gritos
desesperados de su entrenador, Moorer se confió, atreviéndose a entrar en un
cruce de golpes contra un monstruo de pegada legendaria: el puñetazo que lo
envió a la lona apenas fue una extensión del codo a los nudillos. Foreman tenía
45 años, sí, pero llevaba un impresionante rodaje de combates desde su retorno
en 1987, frente a rivales tan poderosos como Gerry Cooney, Alex Stewart o
Evander Holyfield.
Por
pura casualidad -y espero que no sea también profética- el retorno de Tyson se
entrecruza con la publicación de Nieve negra, la vuelta a los ruedos de Roberto
Esteban, mi boxeador de ficción que fue campeón de Europa del peso medio,
se retiró después de una derrota terrible en México D. F. y se dedicó a pegar
palizas por encargo. Creo que la novela negra es uno de los grandes inventos
literarios del pasado siglo, pero a estas alturas no acabo de creerme lo del
detective solitario a lo Sam Spade o Philip Marlowe, menos aun al
policía, ese tipo uniformado que, como decían en La jungla de asfalto,
cuando menos te lo esperas, se pone de parte de la ley.
En
Nieve negra, la tercera novela de la saga, Roberto Esteban se ve
envuelto al mismo tiempo en una guerra de bandas y en la búsqueda de un
despiadado asesino de niñas cuyo rastro va desde la Riviera Maya hasta el
corazón de la sierra madrileña. Está tan viejo como yo o como Tyson, medio cojo
desde que le destrozaron la rodilla al final de Niños de tiza y medio
sordo como siempre, pero aun tiene fuelle suficiente para enfrentarse a lo que
sea. En cierto modo, Esteban es un modelo a escala de Tyson, un chaval de
barrio abocado al crimen a quien el boxeo salvó durante un tiempo de la simple
violencia callejera. Cuando Cus D’Amato lo encontró en un reformatorio
juvenil, Tyson era una bestia intratable de trece años atado con cadenas a un
radiador y con 38 arrestos a sus espaldas.
Por
desgracia, D’Amato murió antes de que Tyson consiguiera el título de campeón
mundial de los pesados. De haber seguido bajo su tutela paternal, en vez de
bajo la tenebrosa batuta de Don King, quizá Tyson hubiese logrado dominar al
demonio que llevaba dentro. Lo de menos fue su derrota en Tokio frente a un
púgil del montón, James Buster Douglas, sino su larga y aparatosa caída
desde el pedestal a la cárcel, convicto de violación, y su metamorfosis en la
caricatura que aparece en la primera entrega de Resacón en Las Vegas.
Allá por los noventa, se compró una pareja de tigres albinos con los que solía
retozar en su mansión y una vecina que un día se acercó a acariciarlos acabó
perdiendo un brazo. El sábado, gracias a Netflix, ganó veinte millones de
dólares para su jubilación, quizá porque el cuadrilátero, aunque transformado
en teatro, es el único lugar donde aún puede ser Mike Tyson.
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