DEMOCRACIA IMPOSIBLE
NOELIA ADÁNEZ
Figura de cartón de Donald Trump en
Pittsburgh. Imagen
de archivo. - Europa Press
En
una entrevista de 2002 en el programa de televisión Speaking Freely, la
escritora y activista bell hooks denunció recortes en la libertad de
expresión. Tras el execrable ataque yihadista a las Torres Gemelas de Nueva
York, el discurso público comenzó a estar sujeto a mayores controles y
limitaciones. El miedo al discurso libre y la censura se intensificaron después
del 11-S. A partir de ese momento, un impulso autoritario fue abriéndose paso.
Y avanzó, precisamente, a través de las guerras culturales, librando con
determinación una pelea que terminó dando la vuelta al debate histórico sobre
la libertad de expresión.
La historia del silencio es la de los oprimidos y, sin embargo, las cultural wars exportadas de EEUU por los mismos que denuncian que lo woke es una doctrina endeble y extranjerizante, un "virus" que es preciso abatir, han logrado dar por buena la idea de que ahora quienes carecen de libertad de expresión son quienes controlan los canales de comunicación, las webs, los programas de televisión o las plataformas y las redes sociales. Desde Pablo Motos a Elon Musk, pasando por Iker Jiménez o, por supuesto, Donald Trump.
Lo
woke, en el imaginario de la derecha radical, vendría a ser algo así
como la corrección política 3.0,
lo que encierra una interesante paradoja histórica puesto que la corrección
política, que se acuñó en la década de los noventa, fue un instrumento de los
conservadores para, precisamente, acallar las opiniones disidentes y radicales.
En efecto, la corrección política había consistido entrado el nuevo milenio en
una especie de consenso auspiciado por las elites conservadoras en virtud del
cual ellas ocultaban, por ejemplo, el racismo, la incompatibilidad de la
democracia con las desigualdades económicas o el machismo y, a cambio, hacían
ver que se adherían a discursos liberales en favor del progreso y la
democracia. Antes de 2001, la corrección política no fue otra cosa que un
límite consentido y formal a la verdad, entendida esta como el resultado de
conjugar información y conocimiento, relatos y contexto, hechos y perspectiva
crítica sobre los mismos. Entendida, en suma, como una pretensión necesaria en
democracia en favor de la denuncia y el mejoramiento de las vidas de las
mayorías sociales.
Precisamente,
lo que en la mencionada entrevista bell hooks vino a plantear es que en un
país en el que no se pone en valor la verdad porque decirla o si quiera
señalarla resulta doloroso y conflictivo, es natural que la libertad de
expresión sufra restricciones. Señalar las contradicciones de un mundo que
se dice liberal y progresista pero que convive sin demasiados problemas con
desigualdades de clase, raciales y de género o es indiferente a las necesidades
del Sur global con cuyos Estados y territorios se relaciona únicamente en clave
de explotación, dejó de ser legítimo desde el momento en que la lucha contra el
yihadismo se formuló como un imperativo moral y una gesta civilizatoria.
Cualquier señalamiento a las mencionadas contradicciones se interpretaba como
un ataque a los valores occidentales; los mismos a los que Israel apela, por
cierto, para defender su acción genocida en Gaza.
Y,
sin embargo, impedir que se escuchen voces disidentes, voces críticas que
cuestionan el poder, es precisamente el auténtico límite a la libertad de
expresión que venimos padeciendo y que se ha exacerbado en los últimos tiempos.
De un lado, la expresión de pensamientos críticos se desprecia y, por supuesto
y, en consecuencia, se ha extendido la aversión a la complejidad, al matiz, a
la duda, a la provisionalidad de las ideas y a la necesidad de afrontar el
pensamiento como un hecho social; como algo sujeto al conocimiento y a un
debate cuyos procesos y resultados buscan siempre rendir cuentas ante la
verdad. Últimamente la verdad no goza de ningún prestigio porque la verdad
requiere la validación de mayorías y vivimos tiempos de fracturación de
públicos y de fragmentación de mensajes. Lo llaman polarización cuando quieren
cubrir con una capa de seriedad lo que no es si no medición de audiencias.
Así
como la paradoja de principios de siglo consistía en vivir en sociedades
abiertas en el sentido de llenas de posibilidades y de potencia transformadora
que, sin embargo, limitaban estas posibilidades a través de un silencio
creciente en torno a sus propias contradicciones, la paradoja actual consiste
en la negación de la pretensión de verdad en nombre de la libertad.
Nuestros
problemas hoy, en lo que respecta a la libertad de expresión, no tienen que ver
con la gestión de las contradicciones de las sociedades liberales y
democráticas, sino con la imposición de una lógica que determina que la mentira
está amparada por la libertad de expresión. Hemos dejado atrás lustros de
sutiles contradicciones para instalarnos, sin paliativos, en la negación de
la verdad científica, informativa y de cualquier forma organizada de
conocimiento. La democracia, así, es imposible.
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