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miércoles, 20 de noviembre de 2024

MIKE TYSON CONTRA EL TIEMPO

 

MIKE TYSON CONTRA EL TIEMPO

DAVID TORRES

Tyson y Paul en el cartel promocional de su combate en Netflix

La madrugada del pasado sábado en Arlington, Texas, Mike Tyson regresó al cuadrilátero para protagonizar una parodia de combate frente a un youtuber, Jake Paul, nacido en 1997, el mismo año de su segunda y lamentable derrota ante Evander Holyfield, cuando terminó descalificado tras morderle la oreja. Más de treinta años separan a uno y otro contendiente y otros veinte desde que Tyson no subía a un ring: demasiado tiempo como para esperar un milagro. Todos los expertos coinciden en que la pelea -pactada a ocho asaltos de dos minutos en lugar de los tres reglamentarios- fue de principio a fin una pantomima en la que el viejo campeón se limitó a alzar los brazos, recibir puñetazos, caminar por la lona y mordisquear su guante izquierdo como si fuese otra oreja.

También he leído por ahí explicaciones más esotéricas, como que Paul no quiso tumbar a Tyson, o peor aún, que el viejo campeón se contenía cuando su rival abría la guardia porque la pelea estaba amañada. Aparte de los 58 años que carga encima, Tyson venía de superar una úlcera que el pasado junio le hizo perder once kilos de peso y recibir ocho transfusiones de sangre. No parecía encontrarse en las condiciones idóneas para enfrentarse a un veinteañero en plenitud física, aunque se tratase de un bocazas que, allá en los ochenta, seguramente no habría pasado de los treinta segundos antes de aterrizar de boca en la lona.

Algunos esperábamos un fenómeno paranormal como el que, en noviembre de 1994, ocurrió en el casino MGM Grand Las Vegas de Nevada cuando, contra todo pronóstico, un cuarentón llamado George Foreman derribó al campeón mundial Michael Moorer de un derechazo fulminante en el noveno asalto. Moorer -un púgil infinitamente más duro, hábil y peligroso que Jake Paul- dominaba la pelea desde el primer minuto, bailando y acorralando a un Foreman fatigado que parecía merecer más que nunca el mote con que lo bautizó Muhammad Alí: "la Momia". Fue entonces cuando, pese a los gritos desesperados de su entrenador, Moorer se confió, atreviéndose a entrar en un cruce de golpes contra un monstruo de pegada legendaria: el puñetazo que lo envió a la lona apenas fue una extensión del codo a los nudillos. Foreman tenía 45 años, sí, pero llevaba un impresionante rodaje de combates desde su retorno en 1987, frente a rivales tan poderosos como Gerry Cooney, Alex Stewart o Evander Holyfield.

Por pura casualidad -y espero que no sea también profética- el retorno de Tyson se entrecruza con la publicación de Nieve negra, la vuelta a los ruedos de Roberto Esteban, mi boxeador de ficción que fue campeón de Europa del peso medio, se retiró después de una derrota terrible en México D. F. y se dedicó a pegar palizas por encargo. Creo que la novela negra es uno de los grandes inventos literarios del pasado siglo, pero a estas alturas no acabo de creerme lo del detective solitario a lo Sam Spade o Philip Marlowe, menos aun al policía, ese tipo uniformado que, como decían en La jungla de asfalto, cuando menos te lo esperas, se pone de parte de la ley.

En Nieve negra, la tercera novela de la saga, Roberto Esteban se ve envuelto al mismo tiempo en una guerra de bandas y en la búsqueda de un despiadado asesino de niñas cuyo rastro va desde la Riviera Maya hasta el corazón de la sierra madrileña. Está tan viejo como yo o como Tyson, medio cojo desde que le destrozaron la rodilla al final de Niños de tiza y medio sordo como siempre, pero aun tiene fuelle suficiente para enfrentarse a lo que sea. En cierto modo, Esteban es un modelo a escala de Tyson, un chaval de barrio abocado al crimen a quien el boxeo salvó durante un tiempo de la simple violencia callejera. Cuando Cus D’Amato lo encontró en un reformatorio juvenil, Tyson era una bestia intratable de trece años atado con cadenas a un radiador y con 38 arrestos a sus espaldas.

Por desgracia, D’Amato murió antes de que Tyson consiguiera el título de campeón mundial de los pesados. De haber seguido bajo su tutela paternal, en vez de bajo la tenebrosa batuta de Don King, quizá Tyson hubiese logrado dominar al demonio que llevaba dentro. Lo de menos fue su derrota en Tokio frente a un púgil del montón, James Buster Douglas, sino su larga y aparatosa caída desde el pedestal a la cárcel, convicto de violación, y su metamorfosis en la caricatura que aparece en la primera entrega de Resacón en Las Vegas. Allá por los noventa, se compró una pareja de tigres albinos con los que solía retozar en su mansión y una vecina que un día se acercó a acariciarlos acabó perdiendo un brazo. El sábado, gracias a Netflix, ganó veinte millones de dólares para su jubilación, quizá porque el cuadrilátero, aunque transformado en teatro, es el único lugar donde aún puede ser Mike Tyson.

 

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