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sábado, 23 de noviembre de 2024

DEMOCRACIA IMPOSIBLE

 

DEMOCRACIA IMPOSIBLE

NOELIA ADÁNEZ

Figura de cartón de Donald Trump en Pittsburgh. Imagen

de archivo. - Europa Press

En una entrevista de 2002 en el programa de televisión Speaking Freely, la escritora y activista bell hooks denunció recortes en la libertad de expresión. Tras el execrable ataque yihadista a las Torres Gemelas de Nueva York, el discurso público comenzó a estar sujeto a mayores controles y limitaciones. El miedo al discurso libre y la censura se intensificaron después del 11-S. A partir de ese momento, un impulso autoritario fue abriéndose paso. Y avanzó, precisamente, a través de las guerras culturales, librando con determinación una pelea que terminó dando la vuelta al debate histórico sobre la libertad de expresión.

La historia del silencio es la de los oprimidos y, sin embargo, las cultural wars exportadas de EEUU por los mismos que denuncian que lo woke es una doctrina endeble y extranjerizante, un "virus" que es preciso abatir, han logrado dar por buena la idea de que ahora quienes carecen de libertad de expresión son quienes controlan los canales de comunicación, las webs, los programas de televisión o las plataformas y las redes sociales. Desde Pablo Motos a Elon Musk, pasando por Iker Jiménez o, por supuesto, Donald Trump.

Lo woke, en el imaginario de la derecha radical, vendría a ser algo así como la corrección política 3.0, lo que encierra una interesante paradoja histórica puesto que la corrección política, que se acuñó en la década de los noventa, fue un instrumento de los conservadores para, precisamente, acallar las opiniones disidentes y radicales. En efecto, la corrección política había consistido entrado el nuevo milenio en una especie de consenso auspiciado por las elites conservadoras en virtud del cual ellas ocultaban, por ejemplo, el racismo, la incompatibilidad de la democracia con las desigualdades económicas o el machismo y, a cambio, hacían ver que se adherían a discursos liberales en favor del progreso y la democracia. Antes de 2001, la corrección política no fue otra cosa que un límite consentido y formal a la verdad, entendida esta como el resultado de conjugar información y conocimiento, relatos y contexto, hechos y perspectiva crítica sobre los mismos. Entendida, en suma, como una pretensión necesaria en democracia en favor de la denuncia y el mejoramiento de las vidas de las mayorías sociales.

Precisamente, lo que en la mencionada entrevista bell hooks vino a plantear es que en un país en el que no se pone en valor la verdad porque decirla o si quiera señalarla resulta doloroso y conflictivo, es natural que la libertad de expresión sufra restricciones. Señalar las contradicciones de un mundo que se dice liberal y progresista pero que convive sin demasiados problemas con desigualdades de clase, raciales y de género o es indiferente a las necesidades del Sur global con cuyos Estados y territorios se relaciona únicamente en clave de explotación, dejó de ser legítimo desde el momento en que la lucha contra el yihadismo se formuló como un imperativo moral y una gesta civilizatoria. Cualquier señalamiento a las mencionadas contradicciones se interpretaba como un ataque a los valores occidentales; los mismos a los que Israel apela, por cierto, para defender su acción genocida en Gaza.

Y, sin embargo, impedir que se escuchen voces disidentes, voces críticas que cuestionan el poder, es precisamente el auténtico límite a la libertad de expresión que venimos padeciendo y que se ha exacerbado en los últimos tiempos. De un lado, la expresión de pensamientos críticos se desprecia y, por supuesto y, en consecuencia, se ha extendido la aversión a la complejidad, al matiz, a la duda, a la provisionalidad de las ideas y a la necesidad de afrontar el pensamiento como un hecho social; como algo sujeto al conocimiento y a un debate cuyos procesos y resultados buscan siempre rendir cuentas ante la verdad. Últimamente la verdad no goza de ningún prestigio porque la verdad requiere la validación de mayorías y vivimos tiempos de fracturación de públicos y de fragmentación de mensajes. Lo llaman polarización cuando quieren cubrir con una capa de seriedad lo que no es si no medición de audiencias.

Así como la paradoja de principios de siglo consistía en vivir en sociedades abiertas en el sentido de llenas de posibilidades y de potencia transformadora que, sin embargo, limitaban estas posibilidades a través de un silencio creciente en torno a sus propias contradicciones, la paradoja actual consiste en la negación de la pretensión de verdad en nombre de la libertad.

Nuestros problemas hoy, en lo que respecta a la libertad de expresión, no tienen que ver con la gestión de las contradicciones de las sociedades liberales y democráticas, sino con la imposición de una lógica que determina que la mentira está amparada por la libertad de expresión. Hemos dejado atrás lustros de sutiles contradicciones para instalarnos, sin paliativos, en la negación de la verdad científica, informativa y de cualquier forma organizada de conocimiento. La democracia, así, es imposible.

 

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