Miénteme y dime que me
quiere
JONATHAN MARTÍNEZ
Sterling Hayden y Joan Crawford en la película 'Johnny Guitar'
Debe de ser reconfortante trabajar en un laboratorio de microbiología o resolver ecuaciones de Bernoulli para una central hidroeléctrica. Uno toma la escuadra, el cartabón, el matraz o el tubo de ensayo y aplica el método científico con el máximo rigor posible, dejando pocos resquicios para la duda, trazando una frontera más o menos tajante entre lo válido y lo inválido, lo cierto y lo incierto. Las ciencias sociales, a veces movidas por un complejo de inferioridad, han intentado imitar estos procedimientos y las universidades se han llenado de estadísticas y operaciones matemáticas. Sin embargo, es imposible reducir todos los ámbitos de la vida a la redondez de los números.
En
las facultades de Comunicación, las nuevas promesas del periodismo aprenden
enseguida que la verdad y la mentira no operan sobre la prensa con la precisión
de una fórmula química. No solo existen las medias verdades y las medias
mentiras sino que también persiste todo un repertorio de herramientas
discursivas que modelan, encarrilan o distorsionan nuestra percepción de la
realidad. Las redacciones de los periódicos cocinan los
hechos, seleccionan las mejores especias y ofrecen un menú amigable
para su espectro de lectores. No comemos igual en un bufé libre de sushi que en
la tasca de Isabel o en el kebab de la esquina.
Esta
semana, el corral mediático anda soliviantado porque Telemadrid se ha tragado
con patatas, ensalada y salsa de yogur todo un bulazo guisado y servido por un conocido digital ultra. Los redactores telemadrileños admitieron en una fugaz rectificación que habían publicado el chisme sin haberse
tomado la molestia de verificarlo. Total, se trataba de emponzoñar al Gobierno de Sánchez con sospechas sombrías,
que si la esposa del presidente, que si una subvención, qué más da. Basta tirar
la caña de vez en cuando y enmendar la plana cuando te pillen con el carrito
del helado. Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir. Y a otra
cosa, mariposa.
En
honor a la verdad, nunca han faltado las trolas en el debate político. Y no
hablamos de mentirijillas ni de paparruchas piadosas sino de bolas gordas, de
esas que desembocan en terremotos sociales o en escabechinas bélicas. Aún
recordamos, por ejemplo, la opereta que sirvió para
justificar la primera guerra del Golfo: una adolescente que resultó
ser la hija del embajador kuwaití en EEUU juraba haber visto a los soldados
iraquíes sacando bebés de las incubadoras por el puro placer de verlos morir.
De ahí al rollo macabeo de las armas de destrucción masiva quedaba un paso.
Bastaba que hubiera periodistas dispuestos a difundir rumores sin verificarlos.
Con
una expresión que hizo fortuna, Jean-François Lyotard explicaba que los relatos
primordiales de antaño se han disuelto en mil pedazos. Las grandes verdades de
otros tiempos han dejado lugar a una pluralidad de convicciones, un sociedad
atomizada y unida por lazos cada vez más fortuitos y precarios. La idea, me
temo, es reversible: también las grandes mentiras de otras
épocas han cedido el paso a una miríada de pequeñas falsedades cotidianas, esas
que van calando como una lluvia liviana y tonta. Ya no importan
tanto los bulos que arrasan con todo como un hongo atómico sino esa munición de
bajo calibre que nos mina paulatinamente la moral y la paciencia.
El otro día, una candidata ultraderechista
difundía en TVE su repertorio habitual de infundios contra los emigrantes y
algún servicio de verificación se apresuró a desmentirla con porcentajes y
gráficos avalados por agencias públicas. Un optimismo ingenuo nos lleva a creer
que la palabrería sucumbe ante el peso de los datos. Lo cierto es que las
matracas xenófobas corren con ímpetu viral por todas las cañerías de internet
mientras los demás sacamos en silencio la calculadora. Mentir es un hábito tan
económico que apenas exige unos segundos. Al contrario, la ciencia es lenta y
aburrida. Estamos, como dice una novela de Pedro Maestre, matando dinosaurios
con tirachinas.
La
patraña se ha convertido en una práctica común y lucrativa. La semana pasada,
un editorial de Ctxt exponía las pulposas
inyecciones monetarias que la Comunidad de Madrid y el Gobierno español
conceden a los satélites mediáticos de la derecha. Lo llaman "la industria
del bulo". Y es que entre la nómina de agraciados hay empresas que no solo
nos venden la moto con medias verdades o mentiras a medias. Estamos hablando de
fábricas de engaños, asesinos en serie de la verdad, embusteros crónicos que no
soportarían un asalto frente a la escuadra, el cartabón, el matraz o el tubo de
ensayo de cualquier científico.
Es
verdad que existe el error humano, la noticia publicada a todo meter sin las
pertinentes revisiones, pues la velocidad informativa nos
sobrepasa y ya no se premia tanto al que mejor informa sino al
que informa antes y a más bajo precio. Pero cuando un medio elige las fake news como línea editorial, como imán de clics
o como bandera, ya no hay mucho más que hablar y nadie debería perder un solo
minuto en verificaciones. Hay un periodismo patológico sin cura y una élite
política que chapotea en su mismo charco, que se reboza en los millones del erario
público mientras desmonta la sanidad, destruye la educación, acapara viviendas
y culpa al pobre y al extranjero.
Por
eso mienten que da gusto, se chotean del personal por todo el morro sabiendo
que nadie los castigará, que tienen una audiencia entregada y una
administración dispuesta a asumir los costos de la factura. Miénteme y dime que
me quieres, le pide Sterling Hayden a Joan Crawford en Johnny Guitar. Y ella le regala los oídos igual que
haría un tabloide derechil con un fanático. Lo que sea con tal de seguir
chupando del bote. Lo que haga falta con tal de calentar los más cómodos
sillones, los consejos de administración, los fondos buitre. Miénteme a
discreción. Miénteme y pásame la cuenta, que esta la pagamos entre todos.
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