CUIDADO CON LA POLICÍA
La
impunidad policial es el fin del Estado de derecho, pero a nuestros magistrados
eso no parece preocuparles
JOAQUÍN URÍAS
La policía es un invento moderno. Durante la mayor parte de la historia ha existido el ejército y diversos tipos de cuerpos armados al servicio de los poderosos, pero no policía.
Sólo tras la revolución francesa, entrado ya el siglo XIX se empieza a plantear en algunos países europeos la necesidad de un cuerpo estatal armado encargado de vigilar y asegurar el cumplimiento de la ley.
La policía nace, pues, a la vez que el derecho moderno. Y no es casualidad. La unificación del poder público en el Estado y la consolidación de un parlamento civil que aprueba leyes y de una administración pública compleja exigen una fuerza armada diferente del ejército, capaz de investigar delitos y asegurar el cumplimiento cotidiano de todas esas normas. Nace el brazo armado de la ley.
Efectivamente, las
fuerzas policiales son la manifestación más clara del monopolio estatal de la
fuerza legítima. En nuestro sistema, queda abolido el recurso a la fuerza bruta
como modo de resolución de disputas entre particulares y sólo el Estado, y sólo
para asegurar el cumplimiento de las normas democráticas, puede recurrir a la
violencia.
Se ha avanzado
mucho en democratizar la policía, pero quizás no se ha alcanzado aún el
objetivo deseable: invertir totalmente el principio sobre el que basaba la
policía franquista
En los sistemas
democráticos contemporáneos basados en el respeto a los derechos humanos como
fundamento del orden social, la principal tarea de la policía ha de ser,
necesariamente, la garantía de los derechos fundamentales. Sin embargo, se
trata de una aspiración casi siempre frustrada.
La experiencia
demuestra que quien ejerce la fuerza en nombre del Estado tiende a abusar de
ella. La historia de la policía es también la de las dificultades del poder
civil para controlarla y conseguir que la violencia se use tan solo como última
solución, siempre de manera proporcionada y exclusivamente para asegurar el
cumplimiento de las normas democráticas.
Las dictaduras lo
tienen más fácil: le dan a estos cuerpos represivos poderes casi ilimitados que
sirven para amedrentar a la población. La policía de la dictadura sirve para
asustar al pueblo e impedir que piense o actúe por sí mismo. El problema surge
cuando, como sucedió en España, se quiere pasar de una dictadura a una
democracia.
La transición
española supuso el mantenimiento incólume de todo el aparato estatal
franquista, incluidos jueces, profesores y, por supuesto, policías.
Los primeros
gobiernos democráticos tuvieron grandes problemas para hacerse con el control
real de las fuerzas de seguridad. Durante años la policía nacional siguió
controlada por el grupito de José Saiz, Conesa y Antonio González-Pacheco,
conocido como ‘Billy el Niño’, es decir la cúpula de la brigada social creada
para reprimir delitos políticos. Por su parte, la Guardia Civil protagonizó el
único golpe de Estado de la democracia.
Ya ha pasado tiempo
de aquello pero nuestra policía –como la judicatura– nunca ha logrado
desprenderse del todo de los tics franquistas. Basta mirar a cualquier
manifestación de Jusapol, el sindicato mayoritario en la nacional, para
descubrir una estética y unas reivindicaciones neofascistas que asustan a
cualquiera.
Se ha avanzado
mucho en democratizar la policía, pero quizás no se ha alcanzado aún el
objetivo deseable: invertir totalmente el principio sobre el que basaba la
policía franquista. No se trata ya de mantener a la población asustada y
desarticulada, sino de asegurar que sea la sociedad la que decide y el poder el
que obedece. La policía democrática ha de proteger el ejercicio de los derechos
políticos desde el más escrupuloso respeto a las personas y su libertad.
Los datos
desmienten esta realidad. La sección española del Comité de Prevención de la
Tortura, situada en el Defensor del Pueblo recogió en su último informe anual
68 denuncias por torturas o malos tratos contra funcionarios policiales. Son
muchas más. La coordinadora por la prevención de la tortura, entidad
independiente, sube la cifra a 224, afectando a un total de 1.104 personas.
La principal causa
de la pervivencia de los abusos policiales está en la falta de control
democrático sobre las fuerzas de seguridad. Una de las principales funciones
del poder judicial es controlar y evitar los excesos del poder. En España los
jueces no son reacios a controlar al poder político pero fallan
estrepitosamente a la hora de poner freno a los abusos de las policías.
La connivencia
entre jueces y policías es una vergonzosa anomalía española. Al espectáculo
continuo de magistrados condecorados por los mismos cuerpos a los que deben
controlar se suma a veces el de jueces vistiendo pulseritas de la guardia civil
y pin de la policía, incluso cuando juzgan asuntos en los que están
involucrados estos funcionarios.
El asunto es tan
grave que empieza a trascender nuestras fronteras. El Tribunal Europeo de
Derechos Humanos ha condenado hasta en diez ocasiones a nuestros jueces por
negarse a investigar denuncias fundadas de tortura. No es que no condenen, es
que rechazan abrir una investigación. Hay también una condena por hacer la
vista gorda ante la injustificada violencia policial a la hora se disolver
manifestaciones.
La falta de
imparcialidad de los jueces españoles respecto a la policía llega al punto de
que numerosos juristas –y hasta algún magistrado– hablan de una (inexistente
legalmente) presunción de veracidad de la policía. En la práctica resulta casi
imposible oponerse a la palabra de un agente policial, salvo que haya pruebas
flagrantes.
E incluso así, se
nos acumulan los casos mediáticos de abusos policiales en los que la judicatura
se ha negado a controlar a las fuerzas de seguridad.
Los guardias
civiles que dispararon a inmigrantes que estaban en el agua en Tarajal y que
causaron la muerte de 15 personas fueron absueltos. De los veinte casos en los
que alguna persona ha perdido un ojo por mal uso de las balas de goma, sólo en
uno hubo condena, pero nunca del autor de los disparos.
El Tribunal Europeo
de Derechos Humanos ha condenado hasta en diez ocasiones a nuestros jueces por
negarse a investigar denuncias fundadas de tortura
Recientemente, está
el caso de los policías que, en Linares, dispararon con postas a la multitud
que protestaba por la paliza que dos de ellos habían propinado a un ciudadano
inocente. Resultaron absueltos. Los policías que entraron sin orden judicial en
una casa donde había una fiesta no van a ser juzgados porque dice un juez que
solo obedecían órdenes. Otro tribunal decidió no investigar las palizas que
denunció una señora detenida por protestar en una manifestación de Vox en
Granada…
Mientras las redes
sociales se llenan de vídeos de malos tratos policiales, los datos no perdonan.
En estos momentos, según el Defensor del Pueblo, sólo hay nueve funcionarios
policiales en toda España cumpliendo condena por torturas o malos tratos.
La impunidad
policial es tan evidente que da miedo. El poder judicial se niega a juzgar o a
castigar incluso los casos más flagrantes de abusos y dificultan así que
nuestra policía llegue a ser nunca auténticamente democrática.
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