VENEZUELA: LA CRISIS MORAL DE LA PRENSA ESPAÑOLA (I)
ASIER ARIAS
Obviar el trecho
que media entre la cobertura que la prensa española ha venido haciendo de la
«crisis venezolana» y aquello que cabe analizar desde el punto de vista de su
adecuación a la realidad histórica o los criterios morales más elementales es
algo que requiere de un sutil talento para el autoengaño. Es poco probable que
un par de párrafos alcancen a ofrecer una estimación ajustada de esa distancia.
Aproximarse a ella resulta en cualquier caso imposible sin un intento de
trazar, por una parte, los contornos de la historia reciente de la «lucha por
la democracia» en Latinoamérica y, por otra, los de la situación económica y
política en Venezuela. Sólo tras perfilar esos contornos resulta razonable
echar un vistazo a los principios que rigen aquella cobertura.
El pasado 10 de
enero, mientras Nicolás Maduro renovaba su cargo como presidente de Venezuela,
Mike Pompeo, jefe de la diplomacia estadounidense, llamó por teléfono a un tal
Juan Guaidó para felicitarle por su nombramiento como líder del inhabilitado
órgano del legislativo venezolano. De acuerdo con datos publicados el día 20,
el 81% de los venezolanos no sabía quién era Juan Guaidó. A pesar de ello, sus
índices de aceptación no eran muy inferiores a los del resto de las figuras de
la oposición, encabezadas por Leopoldo López, al que sólo un 63% de la
población se mostró desfavorable.
Transcurridas unas
horas desde la llamada de Pompeo, John Bolton declaró ilegitimo el gobierno del
«dictador venezolano Nicolás Maduro». Definido por sus propios compañeros de
filas como «el hombre más peligroso de la administración Bush», el Consejero de
Seguridad Nacional no deja escapar la ocasión de subrayar que «lucha» es la
noción que le interesa en la locución «lucha por la democracia», y ello siempre
con la «opción nuclear» como trasfondo.
Por su parte, Jair
Bolsonaro, que había manifestado el día 17 su intención de «restablecer el orden
y la democracia» en Venezuela, declaró presidente a Guaidó el sábado 19.
Después, el día 22, Mike Pence les dijo a los venezolanos: «Hola, Nicolás
Maduro es un dictador y nosotros permaneceremos del lado de las fuerzas
democráticas, que a partir de ahora encarnará ese tal Guaidó». Esa misma noche
llamó a Guaidó para ponerle al corriente. Finalmente, el miércoles 23, Guaidó
se «auto»proclamó presidente. Sólo un par de días más tarde la evidencia
acumulada era de tal magnitud y claridad que tan siquiera el Wall Street
Journal evitaba las conclusiones obvias.
Pero volvamos a
Pompeo, Bolton, Bolsonaro y el resto de los adalides de la «paz», la
«libertad», la «democracia» y los «derechos humanos». ¿A qué se refieren cuando
usan estos términos? La historia reciente puede ayudarnos a responder a esta
pregunta.
Tan pronto como
llegó a sus oídos la noticia de la gestación de un nuevo golpe de Estado en
Venezuela, Albert Rivera exigió que España «no se quedara a la cola» en la
celebración de la democracia oficiada por Bolsonaro y la administración Trump.
Este entusiasmo democrático traería a la memoria de cualquiera con cierta
familiaridad con la historia reciente de Latinoamérica el modo en que Lincoln
Gordon, embajador estadounidense en Brasil, aplaudió el golpe militar que
instaurara en 1964 la primera de las dictaduras ultraderechistas que barrieran
el continente. Gordon se refirió al alzamiento militar como «una gran victoria
para el mundo libre» en su lucha por la «democracia» y, en un desacostumbrado
alarde de sinceridad, añadió que esa lucha era también una lucha destinada a
«mejorar sustancialmente el clima para las inversiones privadas». Bolsonaro,
que se sienta ahora a los mandos que sus añorados camaradas abandonaron hace
treinta y cuatro años, entiende que la dictadura cometió graves errores. En
concreto, considera que sus secuaces no mataron a suficientes personas:
«debieron matar a 30.000 más».
El siguiente hito
cardinal de la lucha por la democracia en Latinoamérica llegó el 11 de
septiembre de 1973, día en que las fuerzas armadas chilenas bombardearon la
sede presidencial. Los chilenos habían confundido la noción de democracia con
la participación popular en la toma de decisiones. Por suerte, Henry Kissinger
encontró arrestos para asistirles en la enmienda de su error pues, como
explicó, había demasiado en juego como para que «se dejara a los votantes
chilenos decidir por sí mismos». Kissinger se encargó de dirigir no sólo la
brutal operación de «democratización» chilena, sino asimismo de extenderla desde
Chile a Argentina, Paraguay, Uruguay, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y
Venezuela al capitanear la Operación Cóndor, que coordinara el asesinato de
decenas de miles y la tortura y encarcelamiento de cientos de miles de
latinoamericanos que no habían comprendido el significado de la voz
«democracia».
La noble empresa de
democratización se prolongaría después con la hilera de 40.000 cadáveres que
resultaran del apoyo de la administración Carter al régimen de Anastasio Somoza
en Nicaragua. La administración Reagan redobló el ímpetu democrático de Carter,
y fue por ello condenada por el Tribunal Internacional de Justicia de las
Naciones Unidas a causa de su promoción del terrorismo internacional. Una de
las piezas claves de la embestida democrática de Reagan en Centroamérica fue su
Secretario para los Derechos Humanos, Elliott Abrams, que logró «gran
notoriedad tanto por sus desmentidos de las violaciones cometidas contra los
derechos humanos como por sus justificaciones de las mismas». El pasado viernes
día 25, anotemos al margen, la administración Trump anunció que Abrams será el
encargado de «gestionar» la nueva crisis venezolana.
Los programas de
expansión democrática de la administración Reagan constituyeron otro de los
pilares fundamentales de su política humanitaria en Latinoamérica. Thomas
Carothers, reputado experto académico en relaciones internacionales que
participara en los referidos programas, señala en su favorable análisis de los
mismos que, por algún motivo, los esfuerzos democratizadores de Estados Unidos
en la región desembocaron sin excepción en el patrocinio del poder de las
élites establecidas en «sociedades ciertamente antidemocráticas». En la época
de Carothers los hechos resultaban completamente transparentes, pero lo cierto
es que llevaban mucho tiempo haciéndolo. Así, en 1966, el historiador británico
Gordon Connell-Smith concluía en su historia de las relaciones exteriores
hemisféricas que la cháchara acerca de la promoción de la democracia en
Latinoamérica no era más que la capa retórica con la que se cubría el objetivo
real: «el fomento de las condiciones más favorables para la inversión privada
en el extranjero». De hecho, no se trata, meramente, de las conclusiones de los
expertos académicos, sino de las propias declaraciones de los planificadores de
la política exterior estadounidense. En este sentido, ya en 1954, el Consejo de
Seguridad Nacional de Eisenhower establecía que el primer objetivo de la
política estadounidense en Latinoamérica era el de «crear un clima político y económico
propicio para la inversión privada» y, particularmente, para la «repatriación
del capital». Los planificadores advertían que para ello era necesario que
Latinoamérica no sucumbiera a la «creciente demanda popular de mejoras
inmediatas en los bajos niveles de vida de las masas».
Latinoamérica es,
de hecho, el lugar en el que con más claridad puede apreciarse la planificación
exterior de posguerra de la nueva potencia hegemónica, y ello tanto en el plano
de la implementación como en el de las declaraciones. Así, en la Conferencia de
Chapultepec, seis meses antes de que terminara la Segunda Guerra Mundial,
Estados Unidos les explicaba a sus vecinos del sur los lineamientos generales
de las que habrían de ser sus relaciones, identificando un problema que podría
enturbiarlas y que sería combatido de forma contundente: la «filosofía del
nuevo nacionalismo». Los planificadores estadounidenses se referían con esta
expresión a una tendencia incipiente en Latinoamérica hacia «políticas
diseñadas para lograr una distribución más amplia de la riqueza y elevar el
nivel de vida de las masas» partiendo de una errónea concepción según la cual
«los primeros beneficiarios de la explotación de los recursos de un país
deberían ser las personas de ese país». Como antídoto contra estas erróneas
concepciones geopolíticas, Estados Unidos presentó su Carta Económica para las
Américas, haciendo explícito que en lo sucesivo el FMI se encargaría de
determinar la estructura financiera de la región y que las medidas contra el
movimiento de mercancías y capitales estadounidenses debían desaparecer, de
forma que los inversores privados del norte habrían de gozar de un trato
preferencial para operar en la región. La propuesta fue atinadamente percibida
por los latinoamericanos como «un plan para el establecimiento del dominio»
estadounidense en la región. Sin embargo, dado el desequilibrio de fuerzas,
prevaleció.
La línea que desde
entonces se prolonga hasta nuestros días es, esencialmente, recta. No obstante,
hubo una década oscura en la que remitió esta noble batalla por la
democratización de Latinoamérica. Fue la primera década del siglo XXI, marcada
por tres acontecimientos dramáticos. El primero de ellos fue la expulsión de
las bases militares estadounidenses en la región. Es famoso el modo en que
Rafael Correa propuso en 2007 al gobierno estadounidense negociar la
permanencia de su base militar en Manta, a condición de que se permitiera a
Ecuador establecer una base militar en Miami. A pocos griegos o españoles
debiera extrañarles que se sugiera la existencia vínculos entre el segundo y el
tercero de esos dramáticos acontecimientos, a saber: la ruptura con la
disciplina del FMI en la región y el drástico incremento del PIB per cápita,
acompañado de una «inequívoca disminución de la desigualdad de ingresos». De
hecho, tan siquiera cogería por sorpresa a los propios economistas de FMI, que
consideran económicamente injustificable su receta para el desarrollo.
Esta desviación de
la línea trazada desde la época de la Doctrina Monroe y el Destino Manifiesto
debía cesar, y los mecanismos del poder estatal y corporativo estadounidenses
se pusieron inmediatamente manos a la obra. El golpe de Estado de 2002 en Venezuela
fue un primer intento de restablecer el orden. La operación fue aprobada por
Elliott Abrams, que, como indicábamos, ha vuelto a ser designado para
supervisar la nueva tentativa. Aquel primer intento falló a causa de un
levantamiento popular contra los golpistas, pero aquella oscura década tenía
que terminar y dar nuevamente paso a la celebración de la democracia. Así,
cuando en 2009 volviera a emplearse el método habitual para deponer a Manuel
Zelaya del gobierno de Honduras a causa de sus errores económicos –aumento del
salario mínimo, fomento de la educación pública, respaldo económico a los
pequeños agricultores y, sobre todo, moderadas reformas que dificultaban a los
inversores extranjeros el ejercicio de su derecho a controlar la política
fiscal–, la administración Obama reconoció en solitario a los golpistas como
gobierno legítimo del país. Nuevamente, el embajador norteamericano recibió con
entusiasmo lo que denominó «una gran celebración de la democracia». Desde
entonces, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos
ha venido denunciado centenares de detenciones arbitrarias y decenas de
asesinatos de periodistas, activistas y líderes políticos. Asimismo, Amnistía
Internacional ha documentado decenas de asesinatos y torturas a manos de las
fuerzas de seguridad. Por su parte, Global Witness documentó más de 120
asesinatos de activistas medioambientales a manos de las fuerzas del Estado,
guardias de seguridad y asesinos a sueldo. Mientras estas violaciones de los
derechos humanos permanecen impunes y Estados Unidos continúa respaldando
económicamente al régimen, Honduras se desploma hasta el fondo de la
Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa y nuestra prensa libre sigue
atendiendo prioritariamente a violaciones más graves de los derechos humanos,
como el encarcelamiento de Leopoldo López por delitos menores, tales como
tramar un golpe de Estado en 2014 y encabezar revueltas en las que pandilleros
opositores asesinaron a decenas de personas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario