viernes, 26 de agosto de 2016

LEER ES UN ACTO REVOLUCIONARIO

LEER ES UN ACTO REVOLUCIONARIO

DAVID TORRES
No hay críticos literarios tan perspicaces como la gente que no lee, es un hecho. Hace unos días la pasajera de un avión procedente de Turquía iba leyendo un libro sobre cultura siria (Syria speaks: Art and Culture from the Frontline) y terminó en un despacho del aeropuerto de Doncaster rodeada por varios policías que le preguntaban sin rodeos qué diablos estaba leyendo. A una azafata el título le dio repelús y avisó al piloto quien a su vez avisó a las autoridades en tierra. Faizah Shasheen, psicoterapeuta de ojos almendrados, confesó casi en seguida la verdad: estaba leyendo un libro. Ya que el libro no era el Corán y que llevaba en su título las palabras “arte” y “cultura”, las posibilidades de que trabajase para el ISIS se reducían mucho, pero aun así la policía no se quedó tranquila y prosiguió el interrogatorio durante quince minutos.

No se equivocaban, sin embargo, en la sospecha de que los libros son peligrosos y la lectura una actividad subversiva. Está comprobado históricamente que las prohibiciones o la censura no valen de nada contra ella. Basta quemar un libro o retirarlo de la circulación para que empiece a florecer en manuscritos y fotocopias que van pasando de mano en mano. Por eso el neoliberalismo, tan liberal él, ha decidido cambiar de táctica y luchar contra el vicio de leer mediante el sencillo procedimiento de enterrar entre toneladas de papelería un solo gramo de literatura valiosa. Por una novela que vale la pena, por un ensayo que dice algo importante, por un poema de verdad, se publican (y se publicitan) millares de libros de mierda, con presentadores televisivos recauchutados en novelistas playeros, famosos catódicos metidos a filósofos de piscina y poetas repentinos que escriben endecasílabos con alevosía y sin premeditación. No hay ningún peligro de que ninguno de estos productos caducifolios dañe su corazón, golpee su cabeza o desgarre sus más íntimas convicciones: valen menos que la tinta y el papel en que están escritos. Son inodoros, incoloros e insípidos; como dice mi amigo, el poeta Jesús Urceloy, son “libros Ariel”: entras blanco y sales blanquísimo.

El cómico Bill Hicks contaba que una noche que estaba cenando en una hamburguesería y hacía tiempo leyendo una novela, se le acercó una camarera mascando chicle y le preguntó: “¿Para qué estás leyendo?” Hicks se quedó bastante sorprendido porque era la primera vez que alguien quería saber para qué: normalmente la pregunta se refería a qué diablos hacía leyendo. “Bueno” respondió Hicks, “supongo que leo para no terminar de camarera en un hamburguesería, creo que eso está bastante alto en mi escala de valores”. Hicks se equivocaba de cabo a rabo: con un currículum similar podría terminar de presidente del gobierno.

Dentro del amplio sector de los no lectores, los aduaneros son los críticos literarios más despiadados con mucha diferencia. En cualquiera de mis viajes, sea al país que sea, jamás se me ocurriría rellenar la casilla referente a profesión con el título de “escritor”, “periodista” o “columnista” (lo de “novelista” equivaldría directamente al suicidio). La cultura siempre es una actividad subversiva, como bien sabe mi amigo Javier Blanco Urgoiti a quien un día, cuando estaba en Eslovaquia con unos amigos, se le ocurrió ir a Uzghorod, en Ucrania, para poner una estampilla más en el pasaporte. De paso, aprovecharon para visitar una iglesia ortodoxa y disfrutar un buen rato con el misterio de la liturgia. De regreso, a los guardias de la aduana les pareció muy extraño que hubiesen permanecido apenas un día en el país únicamente para ver Uzghorod, una ciudad donde no hay nada que ver. Los interrogaron incansablemente durante varias horas, hasta que al final, cuando ya estaban pensando en desmontar el coche, entró un oficial de alto rango que hablaba castellano. “Decid la verdad” dijo sonriendo. “Habéis ido de putas, ¿a que sí?”. A Javier se le iluminó la cara. Claro, de putas, cómo no se le había ocurrido antes. Los aduaneros estallaron en risotadas cuando lo tradujo. El oficial le dio un codazo mientras les devolvían los pasaportes. “Están buenas nuestras mujeres, ¿eh? Haberlo dicho antes, hombre”.

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