POR DIOS Y LA VIRGEN, ESTO
NO ES DELITO
ISABEL ELBAL
La última sentencia
por blasfemar fue dictada por el Tribunal Supremo el 31 de marzo de 1979, que
resolvía un recurso de casación. Se trataba de una persona que en un bar que
encontró en la carretera pronunció blasfemias. Sin embargo, no provocó
escándalo público porque “el procesado, hablando fuerte y dando voces,
pronunció palabras y frases insultantes para Dios y la Virgen en la barra de un
bar abierto al público, en el que sin embargo no consta hubiese más
interlocutor que el camarero con el que acaloradamente discutió”, por lo que el
Alto Tribunal entendió que se trataba de una falta y no de un delito. El único
que se escandalizó fue el camarero, no había nadie más para alarmarse por sus
palabras, así tuvo suerte de que el bar estuviera poco frecuentado en ese
momento y, también hay que decirlo, se le atenuó considerablemente la pena, al
hallarse en estado de “embriaguez no habitual”.
El delito y la
falta de blasfemia fueron suprimidos mediante Ley Orgánica 5/1988 de 9 de junio
y ello porque un estado aconfesional, respetuoso del pluralismo y la libertad
de expresión no debía castigar la acción consistente en atacar la moralidad
difundida por ninguna religión. Suponía, por tanto, una contradicción con los
valores y principios informadores de la Constitución de 1978.
Otro delito que
pervivió varios años después de promulgada la Constitución de 1978 fue el
delito de abolición por la fuerza de la confesionalidad del estado que se
derogó en 1983.
Es decir, el
legislador fue retocando poco a poco el Código Penal franquista de 1973,
representativo del nacionalcatolicismo, hasta que en 1995 se promulgó el
denominado de manera rimbombante “Código Penal de la democracia”, que es el que
tenemos actualmente con todas sus reformas y parches habidos desde entonces. El
Código Penal de 1995, sin embargo, no pudo librarse del lastre de ciertos
delitos que defendían en el pasado la moralidad de las buenas costumbres
impuestas por quien tenía el monopolio de la educación y la cultura -la Iglesia
Católica- y mantuvo casi intactos en cuanto a su redacción los actuales delitos
-denominados entonces- “contra los sentimientos religiosos”: básicamente el
artículo 525 del Código Penal, escarnio -burla, mofa, befa contra creencias
religiosas-.
Llevamos tiempo
exigiendo que se deroguen estos artículos contra los sentimientos religiosos
porque resultan contrarios a la libertad de expresión, dado que su redacción es
ambigua y no se ajusta al principio de taxatividad de los tipos penales. Es
decir, cualquier conducta que ofenda a un creyente podría ser castigado
penalmente y en democracia un populistamente proclamado “derecho a no ser
ofendido” no existe por encima del derecho fundamental a la libertad de
expresión. Sobre esto ha tenido ocasión de pronunciarse el Tribunal Europeo de
Derecho Humanos en el reciente caso de Pussy Riot contra Rusia o en el caso de
Sekmadienis Ltd. contra Lituania.
Sin embargo, que el
artículo 525 del Código Penal -heredero del artículo 209 del Código franquista
de 1973- no se encuentre correctamente definido y que ello pueda abarcar un
extenso abanico de conductas que invaden el espacio propio de la opinión
pública o la libertad de expresión no nos impide distinguirlo del delito de
blasfemia ya derogado y nunca más restablecido por el legislador.
De ahí que los
jueces tampoco deberían llamarse a engaño o a la confusión: ante una denuncia o
querella por ofensa contra los sentimientos religiosos, los jueces no han de
mostrarse acríticos ni actuar como autómatas, sino que han de realizar una
previa valoración desde el enfoque constitucional de respeto a la libertad de
expresión. De tal manera que si el comportamiento que se denuncia se encuentra
en el ámbito de este importantísimo derecho fundamental, deberá inadmitir a
trámite dicha denuncia o querella.
Ahora bien, ya
sabemos que los delitos de difícil lectura o ambiguos provocan que algunos
jueces, a veces, no puedan archivar las denuncias, ese es el caso de los
delitos contra los sentimientos religiosos -art. 525 y siguientes del Código
Penal- y sin que sirva de justificación, al menos alguna explicación cabría
facilitar. Pero resulta absolutamente intolerable que se admita a trámite una
denuncia que contenga blasfemias -ya destipificadas- y que se obligue a sufrir
la pena de banquillo al denunciado por “cagarse en Dios y en la Virgen”,
expuesto a la situación de facilitar explicaciones ante sus dichos, bajo la
amenaza legal de ser detenido.
Llegados a este
punto, Willy Toledo ha decidido no comparecer. Se trata de un acto de
desobediencia civil basado en la no exigencia de realizar aquello a lo que, en
teoría, no está obligado: comparecer
ante un juez por unos hechos que ya no son delito. ¿Cuál es peor comportamiento,
el de Willy por no comparecer ante el llamamiento de la autoridad judicial o el
del juez por obligarle a hacerlo para que responda por un delito inexistente?
Sin duda, Willy ha
decidido sacrificar su libertad personal a fin de defender su dignidad como
ciudadano: como persona no dispuesta a pedir perdón, ni a justificarse ni a
pedir permiso por ejercer los Derechos Humanos cuya conquista están fuera de
toda duda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario