BANDERITAS Y TÍTULOS UNIVERSITARIOS
ANÍBAL MALVAR
Después de los
lacitos amarillos, ahora parece que la mayor amenaza a la unidad de España es
que se celebre un partido de liga entre el Barcelona y el Girona en Miami. El
periodista Juanma Rodríguez, del diario Marca, nos advierte de que “un
Girona-Barça para publicitar la marca España es como elegir a Jack el
Destripador para una campaña de juego limpio”. No es el único que ha
considerado que el partido del equipo de Carles Puigdemont (alcalde de Girona
desde 2011 a 2016) contra el de Gerard Piqué (partidario del derecho a decidir
y pitado por ello por el desagradecido público de La Roja), pueda convertir
Miami en un aquelarre independentista con esteladas y caretas de Tarradellas
invadiendo la otra orilla del Altántico.
El ridículo
intelectivo alcanza el paroxismo más ditirámbico escuchando al presidente de la
Liga, Javier Tebas, ofreciendo soluciones para que el aquelarre catalanista no
ocurra. En Miami, pagadas con los impuestos de todos los españoles y de todos
los catalanes y de todas las personas razonables, se repartirán 40.000
banderitas españolas que garanticen la constitucionalidad del deportivo evento.
Haberlo dicho
antes, señor Tebas. Si ayer, Diada, se hubieran repartido cuatro millones de
banderitas españolas entre los manifestantes barceloneses, seguramente casi
todos hubieran cambiado de opinión, y hoy seríamos un país unido, bicolor y
mononeuronal gracias al reparto de harapillos rojigualdas.
Vivimos en un
tiempo de hiperbolización de los símbolos y degradación de los diálogos. Sin
ánimo de hacer odiosas comparaciones, las banderitas solo funcionan como
elemento disuasorio cuando se pone un muerto contrario debajo. Y no creo que
sea oportuno.
El pasado año, en
febrero, cuatro meses después de la espantada de Puigdemont a Bélgica, se
celebró un Barcelona-Girona en el Camp Nou y no ocurrió nada. También
anunciaban entonces, nuestros más cuelgamuros medios de comunicación, grandes
desperfectos étnicos y patrios, algaradas, violencias y otros antiespañolismos
inaceptables según nuestro flamante y absurdo Código Penal.
Acaba de decir
Josep Borrell, ministro de Exteriores, en la BBC y en español, que “preferiría”
que los presos políticos o políticos presos catalanes no estuvieran en prisión
provisional. Enseguida, por supuesto, añade que en España la división de
poderes es inmarcesible, y que respeta la decisión del juez, y que por lo tanto
se va a quedar quietecito y humilde, por muy ministro que sea.
En España hemos
visto tantas decisiones judiciales absurdas, arbitrarias y dolosas que no
resulta ya permisible que sigamos confiando en el actual poder judicial. Los
ministros del cambio no pueden dejar sin cambiar eso. El discurso de la
separación de poderes está obsoleto en las calles: el poder judicial lo detenta
la derecha. La vieja derecha. Y aquí un juez condena a cárcel a un chaval por
cantar una canción o por hacerse una foto de Cristo en Instagram, y desoye las
confesiones de Corinna ante dos pilares del Estado (un espía de prestigio y un
ex presidente de Telefónica) porque son opiniones personales. Como las de
Valtonyc, que sí fue juzgado y condenado por ellas. Pero nuestra justicia es
tan justa que si un rapero dice gora ETA se le toma en serio, y si una princesa
amante del rey asegura que ha cobrado comisiones, se la toma a broma. Querido y
admirado ministro Borrell, hágase mirar la hipotensión y la hipocresía.
Se acuesta la Diada
con la dimisión de la ministra de Sanidad, Carmen Montón, por falsificarse un
máster. Antes cayó por lo mismo Cristina Cifuentes, y Pablo Casado anda tocado
también por el ala académica. Los títulos y las distinciones académicas son
gratis en España, nos cuenta todo el tiempo Raquel Ejerique en eldiario.es.
¿Para qué quiere nadie un falso título? Para parecer menos tonto de lo que es,
se supone.
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