SESÉ, ME ACUERDO
JUAN CLAUDIO ACINAS
Me
acuerdo del I Remember (1970) de Joe
Brainard, con sus “crepúsculos color melocotón justo antes del anochecer”.
Me
acuerdo del Je me souviens (1978) de
Georges Perec, intrigado al escuchar “no he matado, ni he robado, pero no he
creído a mi madre”.
Me
acuerdo de cuando Sesé estudiaba Químicas. Entonces yo no sabía. Sólo mucho
después me enteré que lo suyo era el arte de matar el tiempo en compañía de
Duras, Cortázar, Roth (Joseph), Onetti, Lessing, Bernhard, Mahfuz, Arozarena…
Que lo suyo era escribir que no veas, enhebrando palabras de amor y de rabia, quizá,
para que nadie se confundiera al oír cierta timidez en su voz.
Me
acuerdo que, al principio, Sesé firmaba artículos y libro, El teléfono y otros cuentos (1989), como “José Ezequiel Pérez”,
pero años después se pasó a “Ezequiel Pérez Plasencia”. Le preguntabas por el
cambio, y, pacientemente, mirándote a los ojos, respondía: “¿Cómo voy a dejar
fuera a la viejita?, ¿eh?”.
Me
acuerdo de la cabina telefónica al lado de la farmacia, frente a la casa donde
vivía Félix Francisco Casanova. Desde su ventana él contemplaba bocas que
hablaban para oídos lejanos. También Sesé observaba las cabinas. Aunque, no
como Félix, para acariciar el teléfono y susurrarle sin usar monedas, sino para
descubrir huellas de tristeza en tarjetas desalmadamente colocadas en aquel
acristalado interior. En una de la Rambla Pulido leyó en ellas: María, puta barata, servicio permanente. Me
encanta el apresuramiento de los cuartos de baño. Tel. 743 286 951.
Me
acuerdo de Sesé, inquieto, avistando ya desde la calle, en un expositor de
Bruguera, El cobrador (1979), de
Rubem Fonseca. No era extraña aquella ilusión: “¡Todos me las tienen que pagar!
¡Todos me deben algo! Me deben zapatos, novia, tocadiscos, respeto, bocadillo
de mortadela, helado, balón de fútbol. Me lo deben todo, calcetines, cine,
solomillos, me lo deben todo, coño, todo. ¡Me he hartado ya de pagar! Qué
hombre ni qué niño muerto, ahora soy el Cobrador. Tengo un 38. Y por donde yo
paso se derrite el asfalto”.
Me
acuerdo de la alegría que sudaba Sesé cuando hablaba o escribía de fútbol. Solía
contemplar con añoranza la credencial que en 1972 le permitía entrar al estadio
Heliodoro, a Herradura o Tribuna, en calidad de jugador de los filiales. Quizá ese
fue el primer paso de su admiración por Albert Camus, quien en su día saltó al
césped como portero y que, en La belle
époque (15 abril 1953), un artículo donde, tal vez llevado por la emoción,
afirmó: “Yo quería al RUA (Racing Universitaire d’Alger), no sólo por la
alegría de la victoria cuando se combina con la fatiga que sigue al esfuerzo,
sino también por el estúpido deseo de llorar en las noches luego de cada
derrota”. En cualquier caso, “después de
muchos años en que el mundo me ha ofrecido muchos espectáculos, lo que
finalmente sé sobre la moral y las obligaciones de los hombres, es al deporte a
lo que se lo debo, es en el RUA donde lo aprendí”.
Me
acuerdo que para Sesé las lecciones no se dan, se toman.
Me
acuerdo de Billie Holiday, al contar en Lady
Sings the Blues (1956) que muchos blancos oyeron por primera vez jazz en
casas como la regentada por madame
Alice Dean. Lo que contribuyó a etiquetarlo como “música de burdel”. Quién iba
a decir que, con los años, aquella música de antros con gramola sonaría en afamados
festivales o a que se disfrutaría en surround
por la crema de la intelectualidad… Y, en cierto modo, a riesgo de exagerar,
algo similar ocurrió con la estrella de cinco puntas tatuada en la mano derecha
de Sesé. Acabó quitándosela. Estaba empeñado, convencido de que le impedía
encontrar trabajo. No tuvo tiempo de enterarse que, ahora mismo, hay empleos en
los que el exhibicionismo tintado del cuerpo es fashion, de lo más guay. Nada que ver con lobos de mar, residentes
en el talego o caballeros legionarios.
Me
acuerdo de cuando Sesé dijo que le hubiera gustado saber francés. Y saberlo
para leer Viaje al fin de la noche
(1932) como se debe leer. Le entusiasmaba la intensa escritura del
controvertido Louis-Ferdinand Céline, acusado de antisemita y colaboracionista.
Pero que, para sorpresa de muchos, se carteaba con Jacques Ovadia (un judío al que
Céline recomendó a Gallimard publicar) y que, como médico, asistió a miembros
de la Resistencia. Sea como fuere, está claro que en su Viaje advirtió: “¡Abonar los surcos del labrador anónimo es el
porvenir verdadero del soldado auténtico!
¡Ah,
compañero! Os lo aseguro, buenas y pobres gentes, gilipollas, infelices,
baqueteados por la vida, desollados, siempre empapados en sudor, os aviso,
cuando a los grandes de este mundo les da por amaros, es que van a convertiros
en carne de cañón… Es la señal… Infalible. Por el afecto empiezan… No hay otro
descanso, os lo aseguro, para los humildes que el desprecio de los grandes
encumbrados, que solo pueden pensar en el pueblo por interés o por sadismo”.
Me
acuerdo de algunos amigos de Sesé, como León, “el gran Leo, otro prodigio de
barrio”, fallecido también. Capaz de aprobar unas oposiciones al Cabildo sin
estudiar, con la habilidad de jugar a la pelota mejor que un profesional,
dispuesto para cualquier causa perdida, perdida para todos menos para él. Un
mago sin chistera, pero con trucos de película y mucha voluntad.
Me
acuerdo de Sesé en la tasca Juanito, en la plaza del Barrio de La Salud, entre
cerveza y cerveza, con Ramón García Marichal (peso pluma, campeón de España de
boxeo en 1973, casi campeón de Europa en 1976), a quien no podía persuadir de
lo atinado del título de una entrevista a punto de publicar: Un sultán del ring. Al final la cosa quedó
en: Con pasos de pantera o algo así.
Me
acuerdo de la forma arrastrada con que a Sesé le gustaba pronunciar “barriada”.
En cualquier momento pudo encontrarse con otros avezados sensores del latir de
la periferia, como Roberto Cabrera, Suicidio
en Desolation Road (1979) o Gabriel Cruz Barreto, Arráncame la vida (2008), cada cual con su propio estilo. Entre
ellos no hubo demasiado contacto. Aunque los tres, siempre mantuvieron alguna
que otra deuda con esos trazos de luz o de fuego que dejaron encendidos tras de
sí: Agustín Espinosa, Crimen (1934); Isaac
de Vega, Fetasa (1957) o Francisco
Pimentel, Santa Cruz “La nuit” (1957-1958).
Y, especialmente, Antonio Bermejo Barrera, Historia
de Café Pobre (1950-1957): “Cambias. Hablas de otro modo, miras de otro
modo, te mueves de otro modo. Los malos olores no los sientes; sientes los
buenos y te repugnan”. Lo pillas, ¿no? Un maestro de maestros en una cueva del
barranco Santos.
Me
acuerdo de pensar en Sesé y tener la seguridad de que al igual que Albert Camus
hubiera manifestado: “Creo en la justicia, pero defendería a mi madre antes que
a la justicia”. O que, dado el caso, como Dorothy Parker, frente al Comité de Actividades
Antiamericanas, también habría declarado: “Jamás he tenido que escoger entre
traicionar a un amigo o traicionar a mi patria, pero, si se presentase la
ocasión, confío en que tendré los cojones para traicionar a mi país”.
Me
acuerdo que “recoveco” era una palabra del gusto de Sesé. Aparece discretamente
por sus libros y artículos. Tal fue el nombre de su sección, justo encima de la
viñeta de El Perich, en La Gaceta de
Canarias. De suerte que si eras su amigo y le pedías una dedicatoria, ponía
frases como: “Para Pancho, desde el recoveco entrañable en que habita el
afecto”. Recoveco, recodo, rincón, escondrijo, refugio, rizoma, revuelta…
Me
acuerdo de algunas anécdotas de Sesé, con los ojos cargados de amanecidas, tras
haber navegado por muchas madrugadas. Anécdotas a veces ocurrentes, otras
osadas o menos contenidas. Lo normal cuando se sienten las punzadas de un dolor
oscuro, bien trabajado por angustias, naufragios y cicatrices, esas que no se
borran porque atraviesan el alma: “Mi pinta, un poco canija, envalentona a
cierta gente. Pero ya no pago nada. Ahora soy yo quien cobra. Anda, rápido. ¡Soy
el Cobrador!”. Que no todo el monte es orégano, ¿vale?
Me
acuerdo del proverbio indio que aprendí de Sesé: “El paraguas es tuyo, pero la
lluvia es de todo el mundo”.
Me
acuerdo de no acordarme de mostrar a Sesé un poema inédito de Agustín Millares
Sall, titulado Frustración (1973),
donde escribió: “Yo podía haber sido
cualquier cosa / antes que oficinista, / antes que chupatintas, / antes que
máquina calculadora, / antes que equilibrista / en la caprichosa / cuerda floja
/ de un escalafón… / Yo podía / haber sido electricista / o autor de una novela
rosa, / compositor de una nueva Leonora / o pintor abstraccionista / un
charlatán en mangas de camisa / o enfant terrible de la nueva ola. / Cualquier
cosa / me hubiera venido de perilla, / todo, menos esto que ahora yo soy”.
Me
acuerdo, con Sesé (y con Roberto, y con Gabriel), de un Sata Cruz de carritos
con bocadillos de queso blanco y dulce membrillo, cerca del barco de la luz; y
de las jarras de cerveza acompañando a una ensaladilla con sardina del Bar
Retama en la calle Galcerán; y de aquella primera pintada (comercial) de un
tintero y con su pluma al principio de la calle Castillo: “Manolo vendes
barato, qué barato vendes Manolo”.
Me
acuerdo, Sesé, sí, me acuerdo que los homenajes sólo se disfrutan cuando todavía
se está en condiciones hablar y escribir, cuando tu último suspiro aún no se ha ido para siempre.
Me
acuerdo, Sesé, sí, créeme, me acuerdo que no siempre estuve ahí.
Juan
Claudio Acinas
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