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miércoles, 4 de abril de 2018

SESÉ, ME ACUERDO


SESÉ, ME ACUERDO
JUAN CLAUDIO ACINAS
Me acuerdo del I Remember (1970) de Joe Brainard, con sus “crepúsculos color melocotón justo antes del anochecer”.


Me acuerdo del Je me souviens (1978) de Georges Perec, intrigado al escuchar “no he matado, ni he robado, pero no he creído a mi madre”.

Me acuerdo de cuando Sesé estudiaba Químicas. Entonces yo no sabía. Sólo mucho después me enteré que lo suyo era el arte de matar el tiempo en compañía de Duras, Cortázar, Roth (Joseph), Onetti, Lessing, Bernhard, Mahfuz, Arozarena… Que lo suyo era escribir que no veas, enhebrando palabras de amor y de rabia, quizá, para que nadie se confundiera al oír cierta timidez en su voz.

Me acuerdo que, al principio, Sesé firmaba artículos y libro, El teléfono y otros cuentos (1989), como “José Ezequiel Pérez”, pero años después se pasó a “Ezequiel Pérez Plasencia”. Le preguntabas por el cambio, y, pacientemente, mirándote a los ojos, respondía: “¿Cómo voy a dejar fuera a la viejita?, ¿eh?”.

Me acuerdo de la cabina telefónica al lado de la farmacia, frente a la casa donde vivía Félix Francisco Casanova. Desde su ventana él contemplaba bocas que hablaban para oídos lejanos. También Sesé observaba las cabinas. Aunque, no como Félix, para acariciar el teléfono y susurrarle sin usar monedas, sino para descubrir huellas de tristeza en tarjetas desalmadamente colocadas en aquel acristalado interior. En una de la Rambla Pulido leyó en ellas: María, puta barata, servicio permanente. Me encanta el apresuramiento de los cuartos de baño. Tel. 743 286 951.

Me acuerdo de Sesé, inquieto, avistando ya desde la calle, en un expositor de Bruguera, El cobrador (1979), de Rubem Fonseca. No era extraña aquella ilusión: “¡Todos me las tienen que pagar! ¡Todos me deben algo! Me deben zapatos, novia, tocadiscos, respeto, bocadillo de mortadela, helado, balón de fútbol. Me lo deben todo, calcetines, cine, solomillos, me lo deben todo, coño, todo. ¡Me he hartado ya de pagar! Qué hombre ni qué niño muerto, ahora soy el Cobrador. Tengo un 38. Y por donde yo paso se derrite el asfalto”.

Me acuerdo de la alegría que sudaba Sesé cuando hablaba o escribía de fútbol. Solía contemplar con añoranza la credencial que en 1972 le permitía entrar al estadio Heliodoro, a Herradura o Tribuna, en calidad de jugador de los filiales. Quizá ese fue el primer paso de su admiración por Albert Camus, quien en su día saltó al césped como portero y que, en La belle époque (15 abril 1953), un artículo donde, tal vez llevado por la emoción, afirmó: “Yo quería al RUA (Racing Universitaire d’Alger), no sólo por la alegría de la victoria cuando se combina con la fatiga que sigue al esfuerzo, sino también por el estúpido deseo de llorar en las noches luego de cada derrota”.  En cualquier caso, “después de muchos años en que el mundo me ha ofrecido muchos espectáculos, lo que finalmente sé sobre la moral y las obligaciones de los hombres, es al deporte a lo que se lo debo, es en el RUA donde lo aprendí”.

Me acuerdo que para Sesé las lecciones no se dan, se toman.

Me acuerdo de Billie Holiday, al contar en Lady Sings the Blues (1956) que muchos blancos oyeron por primera vez jazz en casas como la regentada por madame Alice Dean. Lo que contribuyó a etiquetarlo como “música de burdel”. Quién iba a decir que, con los años, aquella música de antros con gramola sonaría en afamados festivales o a que se disfrutaría en surround por la crema de la intelectualidad… Y, en cierto modo, a riesgo de exagerar, algo similar ocurrió con la estrella de cinco puntas tatuada en la mano derecha de Sesé. Acabó quitándosela. Estaba empeñado, convencido de que le impedía encontrar trabajo. No tuvo tiempo de enterarse que, ahora mismo, hay empleos en los que el exhibicionismo tintado del cuerpo es fashion, de lo más guay. Nada que ver con lobos de mar, residentes en el talego o caballeros legionarios.
Me acuerdo de cuando Sesé dijo que le hubiera gustado saber francés. Y saberlo para leer Viaje al fin de la noche (1932) como se debe leer. Le entusiasmaba la intensa escritura del controvertido Louis-Ferdinand Céline, acusado de antisemita y colaboracionista. Pero que, para sorpresa de muchos, se carteaba con Jacques Ovadia (un judío al que Céline recomendó a Gallimard publicar) y que, como médico, asistió a miembros de la Resistencia. Sea como fuere, está claro que en su Viaje advirtió: “¡Abonar los surcos del labrador anónimo es el porvenir verdadero del soldado auténtico! ¡Ah, compañero! Os lo aseguro, buenas y pobres gentes, gilipollas, infelices, baqueteados por la vida, desollados, siempre empapados en sudor, os aviso, cuando a los grandes de este mundo les da por amaros, es que van a convertiros en carne de cañón… Es la señal… Infalible. Por el afecto empiezan… No hay otro descanso, os lo aseguro, para los humildes que el desprecio de los grandes encumbrados, que solo pueden pensar en el pueblo por interés o por sadismo”.

Me acuerdo de algunos amigos de Sesé, como León, “el gran Leo, otro prodigio de barrio”, fallecido también. Capaz de aprobar unas oposiciones al Cabildo sin estudiar, con la habilidad de jugar a la pelota mejor que un profesional, dispuesto para cualquier causa perdida, perdida para todos menos para él. Un mago sin chistera, pero con trucos de película y mucha voluntad.

Me acuerdo de Sesé en la tasca Juanito, en la plaza del Barrio de La Salud, entre cerveza y cerveza, con Ramón García Marichal (peso pluma, campeón de España de boxeo en 1973, casi campeón de Europa en 1976), a quien no podía persuadir de lo atinado del título de una entrevista a punto de publicar: Un sultán del ring. Al final la cosa quedó en: Con pasos de pantera o algo así.

Me acuerdo de la forma arrastrada con que a Sesé le gustaba pronunciar “barriada”. En cualquier momento pudo encontrarse con otros avezados sensores del latir de la periferia, como Roberto Cabrera, Suicidio en Desolation Road (1979) o Gabriel Cruz Barreto, Arráncame la vida (2008), cada cual con su propio estilo. Entre ellos no hubo demasiado contacto. Aunque los tres, siempre mantuvieron alguna que otra deuda con esos trazos de luz o de fuego que dejaron encendidos tras de sí: Agustín Espinosa, Crimen (1934); Isaac de Vega, Fetasa (1957) o Francisco Pimentel, Santa Cruz “La nuit” (1957-1958). Y, especialmente, Antonio Bermejo Barrera, Historia de Café Pobre (1950-1957): “Cambias. Hablas de otro modo, miras de otro modo, te mueves de otro modo. Los malos olores no los sientes; sientes los buenos y te repugnan”. Lo pillas, ¿no? Un maestro de maestros en una cueva del barranco Santos.

Me acuerdo de pensar en Sesé y tener la seguridad de que al igual que Albert Camus hubiera manifestado: “Creo en la justicia, pero defendería a mi madre antes que a la justicia”. O que, dado el caso, como Dorothy Parker, frente al Comité de Actividades Antiamericanas, también habría declarado: “Jamás he tenido que escoger entre traicionar a un amigo o traicionar a mi patria, pero, si se presentase la ocasión, confío en que tendré los cojones para traicionar a mi país”.

Me acuerdo que “recoveco” era una palabra del gusto de Sesé. Aparece discretamente por sus libros y artículos. Tal fue el nombre de su sección, justo encima de la viñeta de El Perich, en La Gaceta de Canarias. De suerte que si eras su amigo y le pedías una dedicatoria, ponía frases como: “Para Pancho, desde el recoveco entrañable en que habita el afecto”. Recoveco, recodo, rincón, escondrijo, refugio, rizoma, revuelta…

Me acuerdo de algunas anécdotas de Sesé, con los ojos cargados de amanecidas, tras haber navegado por muchas madrugadas. Anécdotas a veces ocurrentes, otras osadas o menos contenidas. Lo normal cuando se sienten las punzadas de un dolor oscuro, bien trabajado por angustias, naufragios y cicatrices, esas que no se borran porque atraviesan el alma: “Mi pinta, un poco canija, envalentona a cierta gente. Pero ya no pago nada. Ahora soy yo quien cobra. Anda, rápido. ¡Soy el Cobrador!”. Que no todo el monte es orégano, ¿vale?

Me acuerdo del proverbio indio que aprendí de Sesé: “El paraguas es tuyo, pero la lluvia es de todo el mundo”.

Me acuerdo de no acordarme de mostrar a Sesé un poema inédito de Agustín Millares Sall, titulado Frustración (1973), donde  escribió: “Yo podía haber sido cualquier cosa / antes que oficinista, / antes que chupatintas, / antes que máquina calculadora, / antes que equilibrista / en la caprichosa / cuerda floja / de un escalafón… / Yo podía / haber sido electricista / o autor de una novela rosa, / compositor de una nueva Leonora / o pintor abstraccionista / un charlatán en mangas de camisa / o enfant terrible de la nueva ola. / Cualquier cosa / me hubiera venido de perilla, / todo, menos esto que ahora yo soy”.

Me acuerdo, con Sesé (y con Roberto, y con Gabriel), de un Sata Cruz de carritos con bocadillos de queso blanco y dulce membrillo, cerca del barco de la luz; y de las jarras de cerveza acompañando a una ensaladilla con sardina del Bar Retama en la calle Galcerán; y de aquella primera pintada (comercial) de un tintero y con su pluma al principio de la calle Castillo: “Manolo vendes barato, qué barato vendes Manolo”.

Me acuerdo, Sesé, sí, me acuerdo que los homenajes sólo se disfrutan cuando todavía se está en condiciones hablar y escribir, cuando tu  último suspiro aún no se ha ido para siempre.

Me acuerdo, Sesé, sí, créeme, me acuerdo que no siempre estuve ahí.


Juan Claudio Acinas 

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