LA ESCLAVITUD DEL SIGLO XXI Y NUESTRA INDIFERENCIA
Por:
Monseñor Juan José Aguirre, Obispo en Bangassou, República Centroafricana.
Frontera entre Grecia y
Macedonia, donde los refugiados se agolpan durante días sin acceso a agua,
comida o techo. | Foto: Reuters.
En
mi diócesis tenemos un campo de tres mil refugiados del Congo que hemos
acogido, alojado y dado un terreno para sembrar y comer. Llegaron sin papeles y
nadie se los pidió. Muchos países africanos reciben cientos de miles de
refugiados. En Italia parecen haber entrado 52 mil en 2015. En África estoy
hablando de cientos de miles. Huyen de un drama que a veces comprendemos sólo a
medias.
Ser
esclavo hoy está tan de moda como lo fue en la antigüedad. Leíamos en estos
días que el mal llamado Estado Islámico, el ISIS, ha raptado más 200 personas
(y asesinado a otras tantas) para pedir un rescate o para venderlos como
esclavos en los alrededores de la ciudad de Homs.
Boko
Haram tiene en su cosecha más de 700 asesinatos. De aquellas 200 muchachas
estudiantes raptadas, apenas se escaparon 40. Las demás han desaparecido. O las
han matado o las han vendido como esclavas. Muchas, igual estarán en un harem
del Golfo Pérsico al estilo de las esclavas de sus antepasados en el imperio
califal cordobés.
Desde
las áridas estepas de Palmira, el DAES juega con las vidas humanas o se quedan
con jóvenes indefensas como esclavas sexuales para goce de aquellos mártires de
pacotilla. Desde los miles de esclavos y esclavas secuestrados por los perros
rabiosos de Daesh en Siria cuyos padres de la secta yazidí han huido a las
montañas, hasta las azules aguas del Mediterráneo en una patera sobrecargada,
amasijo de sombras que huyen, a merced del mar y sus caprichos. Estos huyen de
la esclavitud pero son esclavos de la ruleta que los lleve a buen puerto, a
salvamento marítimo o al camposanto improvisado en los fondos marinos. Se
juegan la vida a una carta. Y la de su familia. Es la esclavitud de la fortuna.
Convertirse en esclavos pende de un hilo en una serie de calamidades que han
llovido sobre sus cabezas.
Luego
llega lo que algunos llaman el “flujo demográfico”. Para subir a una patera,
muchas africanas han debido ser esclavas sexuales de los traficantes.
Otros
llegan a España, Grecia o Italia en donde empieza otra carrera por la vida: la
de quedarse fuera de las zonas calientes, la de encontrar un sitio donde vivir
en paz, la de los papeles, la de buscar un medio para llegar a Francia, o a
Calais para mirar a Inglaterra, o a los países nórdicos, donde vivir en la
calle siempre será mejor que quedarse a ver venir la apisonadora asesina del
Daesh o ISIS. El flujo migratorio toca sobre todo a países africanos o a
Turquía.
En
mi diócesis tenemos un campo de tres mil refugiados del Congo que hemos
acogido, alojado y dado un terreno para sembrar y comer. Llegaron sin papeles y
nadie se los pidió. Muchos países africanos reciben cientos de miles de
refugiados. En Italia parecen haber entrado 52 mil en 2015. En África estoy
hablando de cientos de miles. Huyen de un drama que a veces comprendemos sólo a
medias.
Olive,
una mujer sin vida
Recuerdo
a una mujer protestante de Obo, al este de Bangassou, en Centroáfrica. Se llama
Olive. Deterioró su vida, su salud física y mental, su familia, su honor, su
credibilidad el día en que la LRA (Armada de Resistencia del Señor del
miserable Joseph Kony) la secuestró y se la llevó esclava a la selva. Durante
tres años fue esclava de un comandante que mancilló sus veinte años, la ultrajó
pisoteándola, la violó, la prestó como puta gratis a sus compañeros de tropa,
la torturó echándole encima gotitas de fuego de una bolsa de plástico que hacía
arder sobre ella cuando una orden suya era mal comprendida o una mancha en su
camisa delataba que su trabajo como sirvienta no era hecho con inmaculada
delicadeza.
Olive
me contaba cómo ese hacer inmaculado de las horas áridas del día se convertía
en tórrido asco cuando su “protector” llegaba borracho al campamento, la
violaba y luego la quemaba con emponzoñadas gotas de plástico.
La
fragilidad de Olive destacaba sobre la brutalidad de aquel pervertido. Sus
manos vacías hablaban de su horror frente al arsenal de aquel vándalo vestido
con traje de camuflaje.
Olive
vivió aquel espanto tres años, hasta que, en una escaramuza afortunada, huyó
del campamento con una decena de cuerpos macilentos, jóvenes convertidos en
adultos abruptamente, mujeres con niños en los brazos, todos esclavos modernos
en el mundo virtual de alta tecnología. Olive nunca podrá huir del drama que
vivió en la selva de Obo. No tiene medios. Vive con medio euro al día.
El
muchacho vendido, la historia de nunca acabar
Entre
docenas de casos vividos en primera persona recuerdo otro del 2002. Se trata de
un muchacho atlético, fuerte, que tenía 14 años y era de Rafai, diócesis de
Bangassou. Se perdió en la selva cuando cazaba ratas palmistas con sus amigos.
A los tres días lo encontró un grupo de cazadores furtivos sudaneses que lo
alimentaron y se lo llevaron en la grupa de uno de sus asnos.
A
los tres meses, el destino lo llevó a una ciudad del centro del Sudán en donde
los furtivos lo vendieron a unos comerciantes de Jartum, la capital. Allí lo
volvieron a vender en una subasta de esclavos, lo compró una familia que lo
revendió más tarde. Su vida se convirtió en una espiral de pujas y vejaciones,
en un objeto desechable dentro de las costumbres de familias tradicionales
sudanesas.
Cuando
tres años después una ONG inglesa lo descubrió y habló con él, se acordó de
cuatro palabras en francés y en zande, su lengua natal y de Bangassou, su
región. A través de los Combonianos de Jartum contactaron conmigo. Esta ONG lo
recompró y lo embarcó para Centroáfrica donde yo mismo le recibí en el
aeropuerto de Bangui y le llevé hasta su familia, 800 kilómetros en la selva,
que lo acogió con extraordinaria alegría, perpleja por increíble, el mismo
Michel por quien habían hecho los funerales tres años antes.
¿Vamos
a quedarnos de brazos cruzados?
Esclavos
de la antigüedad y esclavos del hombre moderno. Estamos viviendo la repetición de
aquello que ya ocurrió en muchos momentos. La de hoy, en Ceuta, en Calais o en
Lampedusa, es otra página manchada de la historia. ¿Vamos a quedarnos de brazos
cruzados? En aquellos momentos, siempre hubo hombres lúcidos, carismáticos.
Héroes de la humanidad que supieron reaccionar con feroz energía y amor sin
límites. Desde San Pablo y su historia de Onésimo y Filemón hasta San Pedro
Claver o San Junípero Serra (que será canonizado por el Papa Francisco en
Washington el próximo 23 de septiembre), no todo el mundo se quedó indiferente.
Hay
reacciones extraordinarias, como la del arzobispo de Tánger, Monseñor Santiago
Agrelo, que escribió en defensa de los derechos de estos “extranjeros” a los
que el Evangelio nos dice claramente, en el texto del juicio final de Mateo 25,
que tenemos que acoger, sobre todo sabiendo que miles de ellos están huyendo de
una muerte segura. Con efecto llamada o sin él. Países como Grecia, Italia o
España están haciendo frente al problema como mejor pueden, pero muchas veces
están desbordados.
La
Unión Europea no dice nada por no mojarse, creo yo. Y en la Iglesia católica,
nuestras comunidades religiosas, me parece ver una subida de hombros como
pensando “esto no me toca”, “estos dramas no van conmigo”, o “estos indeseables
no entran en mi evangelio, mejor que la policía los vuelva a echar al otro lado
de la frontera”.
Mirar
y ver qué pasa, desde la orilla. El silencio nos hace cómplices de los
esclavistas. Ojalá que surjan nuevos Juníperos o Pedro Claver, capaces de mirar
desde el evangelio y actuar, de empatizar con los últimos de la cadena y
desbordar de compasión por estos esclavos modernos. No vaya a ser que el mayor
asesino en serie hoy día en nuestro planeta no sea la pobreza, sino nuestra
indiferencia.
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